“Antes las casas y calles del barrio se empezaban a decorar a principios de diciembre. Sin embargo, la fiesta navideña se hacía oficial a partir de la noche de velitas”, recuerda Hernando Palomino, de la calle Espíritu Santo.
“Aquí se acostumbraba a que en los hogares ponían equipos de sonido con música navideña, no muchos villancicos sino canciones decembrinas como las de Rodolfo Aicardi”, rememora sentado en la sala de su casa. Es alto, delgado y su cabello blanco da fe de su vivencia de aquellos diciembres que ya no volverán.
“La ornamentación era completamente natural. Las personas iban a cualquier parque o al cerro de la Popa a cortar un arbolito o plantas de diferentes especies y lo preparaban con los accesorios propios de la Navidad y, por supuesto, forrábamos las ramas con algodón. Esa tradición se perdió porque es un atentado contra la naturaleza. No obstante, el comercio empezó a vender árboles plásticos de todos los tamaños y estilos”, cuenta Hernando.
“Las novenas se hacían casi siempre en las casas de los más adeptos a la religión, pero también en la esquina de la calle, en la plaza de la Trinidad o en las iglesias. La llegada del ‘Niño Dios’ la celebrábamos preparando y comiendo los famosos pasteles de pollo o de cerdo. La gente se preocupaba y afanaba por hacer esas preparaciones. Para nuestras mamás eso era sagrado. Nuestros pasteles no eran para la venta sino para consumo de cada familia y para regalarlos entre los vecinos. Pasaba lo mismo que en Semana Santa; la gente cocinaba para repartirles a los más allegados. Ahora ese plato se compra hecho hasta en los supermercados”, dice.
“En cuanto a la ropa, la gente estaba pendiente en conseguir su mejor pinta, claro, en la medida de sus posibilidades. La compraban con dos o tres meses de anticipación y se guardaba para el momento. En esa época aquí había mucha juguetería casera y, además, gran parte de la ciudad venía a comprarlos acá en el Parque Centenario”, cuenta.
“Lo más barato para regalar eran los caballitos de palo. A pesar de ser lo más sencillo, los pelaos se gozaban su regalo. Los menores se acostaban a dormir temprano los 24, porque estaban esperando los regalos del niño Dios. El 25 amanecían todos corriendo en la calle mostrando los obsequios que le habían traído”, recuerda.
“La celebración de Año Nuevo era un momento de encuentro entre todos los vecinos. Para anunciarlo se utilizaba el famoso pito de los ferrocarriles de la época, que se escuchaba en toda la ciudad. Ellos tenían una bocina que funcionaba con vapor de las calderas. Tenía tanta potencia que se escuchaban en los confines de la ciudad. El Año Nuevo no arrancaba hasta que eso no sonaba. En las calles se escuchaba el coro: ‒Cinco…. cuatro… tres… dos… ¡Feliz año!‒, pero nadie felicitaba a nadie hasta que sonara esa bocina. Ahora es muy difícil darnos el feliz año entre vecinos: ya somos pocos y ni sabemos quienes son los nuevos que han entrado”, cuenta.
¡No te va a traer nada!
Manuel Sabas, otro getsemanicense quien por años ha vivido en la calle de la Magdalena recuerda con risas que: “desde que entraba diciembre empezaba la manipulación de los padres hacia los hijos: ‒¡Si no haces la tarea, el Niño Dios no te va a traer nada! ¡Si no comes tampoco te traerá!‒”.
Para Manuel ‒que usa gorro y collar, que lo delatan como de una generación posterior a la de Hernando‒era muy importante armar el pesebre. “Nos emocionaba mucho buscar las figuras: ovejas, cisnes, burros, vacas, gallinas, pastorcitos y la representación de Jesús, María y José. Incluso conseguir un papel especial que parecía césped. Además, que alrededor de todo eso se hacían las novenas que eran muy representativas, sagradas y obligatorias para los niños de Getsemaní”.
“Recuerdo mucho que hacíamos una gran novena en el Pedregal. Acondicionábamos el espacio con luces y las señoras de aquí hacían las novenas. Muchos donaban regalos, a los que solo tenían derecho los niños que habían ido consecutivamente los nueve días. Sin embargo, a todos se les daba un detalle”.
“Ahora en las calles se colocan luces, pero en aquella época entre nosotros mismos hacíamos banderines de papel de diferentes colores para que hiciera sonido con la brisa. Los vecinos se unían. Como entre nosotros hacíamos todo, eso conllevaba a la misma recuperación de la integración del barrio, porque en una casa colocamos la escalera, en otra los clavos para amarrar las cabuyas. Otras personas se encargaban de recoger dinero para comprar los materiales y armar todo”.
“En cuanto a la decoración, la gente se iba a surtir al Mercado Público, porque no había los grandes almacenes de ahora. Allá íbamos a buscar las bolitas navideñas, de vidrio, y las luces. Cada año allá había una innovación. Nos encantaba ver los grandes arbolitos plásticos. No solo era comprar el arbolito, sino el protocolo de ir a conseguir cada componente, lo que llevaba a que se uno moviera en un ambiente familiar. Incluso, sin darse cuenta, se empezaba a generar una afinidad entre todos los miembros del hogar”.