Por siglos, en Getsemaní se conjugaron un sinfín de verbos con las manos: se reparaba, tejía, construía, martillaba, moldeaba, remendaba, encalaba, enceraba, pintaba, enfardelaba….
La palabra artesano se ha venido restringiendo -ahora parece obvio- al sector que hace artesanías. Pero antes significaba mucho más: aquel que hacía cosas útiles con las manos. Y antes de la revolución industrial -con sus maquinarias para hacerlo casi todo, sus empresas de cientos de empleados y sus horarios de labor individual- los artesanos eran una importante y múltiple mayoría de trabajadores. Eran también una manera de aprender, organizarse y hacerse un lugar en el mundo. Algunos rasgos del ser getsemanicense vienen de ahí.
La evolución de los oficios estuvo muy ligada a la evolución del barrio y la ciudad. En los años 1500 y 1600, se hicieron fuertes los de la construcción y la madera: había que levantar las casas, los edificios de la administración, los conventos y tantos otros. Pero cuando estos ya estuvieron erigidos hizo falta quienes los mantuvieran porque en este clima las cosas se deterioran rápidamente.
Por otro lado estuvieron los oficios ligados a las embarcaciones. La calle del Arsenal -cuyo nombre viene del término naval dársena- era su epicentro. Se necesitaba construir, reparar y mantener las naves para pescar y tener al día la red de transporte de personas y mercancías que iba por todo el litoral hasta el Urabá. También había que hacerlo con las naves que venían de la Corona y los barcos negreros, que llegaron en grandes cantidades. El comercio de las cosas que daba la tierra también necesitaba manos que empacaran, estibaran y transportaran. Estaban las necesidades de un hogar común, que se suplían con los artesanos del barrio: un peine, un butaco, un armario, etc. Y en la calle Larga había una profusión de talleres de herrería y artes relacionadas.
Las fortificaciones fueron una gran fuente de trabajos manuales, sobre todo en los 1600 y 1700 porque estas no se construyeron en un día. Hay extensas y detalladas relaciones de cuánta gente se contrató, de qué oficios, cuánto se pagó en pesos, reales y cuartillos.
Todo ello se tradujo en una organización social. Los artesanos se agrupaban por gremios y cofradías. Y tenían una jerarquía interna -maestros, oficiales y aprendices- que fue ganando peso hasta que en la Independencia mostró toda su fuerza. Los lanceros eran, fundamentalmente, cuadrillas de artesanos. Estaban en primera fila cuando había que defender la ciudad y cambiar las herramientas por las armas. Parte de esa tradición se forjó en que la construcción y mantenimiento del sistema fortificado estuvo a cargo de militares -casi siempre españoles- que al mismo tiempo tenían que vérselas con los detalles de los oficios manuales y necesitaban un orden jerárquico para que el trabajo fluyera.
Hay que recordar que entonces no había escuelas públicas. El aprendizaje formal en las clases populares -cuando lo había- se hacía por oficios, de la mano de los más experimentados. Una Instrucción General de 1777 es muy reveladora: el aprendizaje debía comenzar a los nueve años y solo después de haber pasado por la doctrina cristiana y las primeras letras; obligaba a presentar exámenes para llegar a la condición de maestro; también, a un control de asistencias diarias de oficiales y aprendices notificando las ausencias al comisario del barrio; no se podía cambiar de maestro sin una razón valedera; los talleres quedarían ubicados en áreas determinadas de la ciudad. En lo político, con los gremios también fue creciendo el papel del Maestro Mayor de cada uno. Este era el principal interlocutor ante las autoridades. Los de los oficios principales eran ocupados usualmente por españoles.
Así -en un cierto sentido al comienzo y luego de manera más concreta- ser artesano te hacía vecino primero y luego ciudadano. Quien no tenía un conocimiento y una práctica de oficios quedaba relegado al papel de peón o trabajos similares, un rango en el que no contabas para la ciudad. Con el paso del tiempo ser artesano, si lo hacías bien, era una manera de movilidad social. Ya para finales de la Colonia había artesanos que tenían un muy buen patrimonio económico, influencia social y política. El caso de Pedro Romero no era el único. Eran mestizos o ‘pardos’, que anunciaban que se venía otra época.
Pero la llegada de la República no los trató bien. Para comenzar, se perdieron los beneficios coloniales de ser una plaza fuerte para la Corona y su irregular pero habitual flujo de recursos para la construcción y mantenimiento de las murallas. Por otra parte, desde el punto de vista de la élite que se hizo con el poder, su disciplina gremial los hacía una fuerza temible en la organización de la nueva nación. La ‘pardocracia’ significaba un derrumbe del nuevo orden. Se sentía tal amenaza que en 1832 la constitución prohibió el sistema de gremios argumentando que atentaba contra la libertad de empresa y de trabajo. Y luego también estuvo el liberalismo económico, que abrió los mercados internacionales, tan cerrados en la Colonia. Ya las cosas no se producían solo localmente y para el consumo interno. Además, afuera había avances tecnológicos que abarataban la producción de muchas cosas. Aquí, en cambio, los artesanos no innovaron. La inventiva -que dió muchos frutos en otros países- se nos quedó en excepciones. Se hacía lo que se había aprendido y casi nada más. Y a eso se le sumaron las guerras internas en el país, en las que los artesanos -hombres, por lo general- ponían sus muertos.
El siglo XX significó cambios sustanciales. El mundo seguía cambiando y las cosas de la vida diaria se hacían cada vez más en las fábricas y se vendían en almacenes. Ya no se trataba de iniciativas individuales y gremiales sino empresariales. Decrecían los artesanos independientes con su taller propio y crecían los trabajadores asalariados. El jabón ya no lo hacía una persona sino la Jabonería Lemaitre, ahora no para el barrio apenas sino para toda la ciudad y la región; los zapatos y las camisas, en las empresas de los Beetar, etcétera. Despareció el matadero y con él la cadena de oficios relacionados: talabarteros, curtidores y quienes hacían objetos con el cuero y hasta los cachos. Igual había pasado con el apostadero de la marina, que se llevó los oficios de las embacaciones. El Mercado Público favoreció más el comercio que el oficio manual: se vivía más de vender e intercambiar. Por supuesto hubo oficios que sobrevivieron más tiempo. Por ejemplo la sastrería, como nos relató Manuel Lozano, en el artículo anterior; el trabajo con la madera -no se habían inventado los muebles en aglomerado para armar en casa-; los cepillos y escobas, que hicieron don Julio Morán, su familia y trabajadores; la fundición y herrería, con familias como la de los Acevedo, cuyo último de la estirpe, Jesús, tuvo su taller en el Pedregal hasta el año pasado.
Para saber más: Este artículo se basa principalmente en las múltiples publicaciones -disponibles de manera abierta en internet- del profesor Sergio Paolo Solano, de la Universidad de Cartagena, quien entre sus principales áreas de investigación tiene la de trabajadores y artesanos en el Caribe. Recomendada la lectura de cualquiera de ellas pues siempre hay profusión de datos y hallazgos, escritos en un lenguaje accesible para quienes no son historiadores o académicos.
Palabras hermosas
Los oficios manuales eran tantos y para hacer tantas cosas que cada uno tenía un nombre específico. Usar su versión en masculino revela de que solían ser ocupaciones ejercidas por hombres. El papel de la mujer se consideraba subalterno, dedicado a labores del hogar y su apoyo en algún oficio de su esposo o familia solía permanecer en el anonimato.
Alarife, alfarero, albañil, aserrador, armero, barbero, boticario, botonero, calafate, calero, cantero, carbonero, carretero, cerero, confitero, curtidor, carpintero, ebanista, enfardelador, ensayador, escultor, estibador, farolero, findalero, fundidor, jornalero, ladrillero, latonero, locero, galafate, herrero, marinero, orfebre, ollero, pailero, panadero, peón, pintor, platero, plumario, relojero, remero, sangrador, sastre, sobrestante, sombrerero, tallista, tabaquero, talabartero, tejero, tintorero, tipógrafo, tonelero, tintorero, tornero, zapatero, zurrador.
Trabajo sí había
En el censo de 1777 había 186 artesanos en Getsemaní. El resto de la ciudad vieja estaba así: 212 en Santa Catalina; 247 en Santo Toribio; 110 en San Sebastián y 84 en La Merced. Representaban el 22.4% de la población económicamente activa de Cartagena. Ese mismo censo encontró que en la ciudad había 125 hombres “de la mar”, casi todos concentrados en Getsemaní. La lista detalla a qué se dedicaba cada uno de los artesanos de “tierra”, para distinguirlos de algún modo.
33 carpinteros, 24 zapateros, 19 sastres, 19 albañiles, 14 herreros, 9 plateros, 3 tallistas, 12 galafates, 9 barberos, 8 pintores, 6 carpinteros de ribera, 5 torneros, 5 enfardeladores, 3 tabaqueros, 3 escultores, 2 panaderos, 2 boticarios, 2 armeros, 1 cantero, 1 talabartero, 1 fundidor, 1 farolero.
Calafatear era el oficio de rellenar con brea u otras sustancias las juntas de madera de una embarcación, que es lo más probable que hicieran estos artesanos de Getsemaní. Galafate es también el hombre de los mandados y cargador de bultos. Enfardelar es llenar bultos o sacos.