Foto: Harrison Forman. Cartagena de Indias. 1969.

Comer y gozar en Getsemaní

EN MI BARRIO

Comer en Getsemaní siempre tuvo mucho que ver con crear comunidad y disfrutar. De manera cotidiana, pero en especial en las festividades, se compartían viandas entre vecinos y familiares. Y había muchos sitios dónde comer sabroso, a buen precio y rodeado de amigos.

Había cuatro rasgos especiales del comer en Getsemaní. El primero es que Cartagena era la capital de una región inmensa y le llegaban todos los influjos de la comida de sus campos, pero también influencias del gran Caribe y de las distintos grupos humanos que aquí fijaron sus raíces. Por ejemplo toda la culinaria de origen africano, de donde heredamos el frito como técnica para cocinar y que aquí floreció de manera espectacular; o el influjo sirio libanés, con unos sabores que se aclimataron y se volvieron parte de nuestra cultura. “Era la ciudad con la gastronomía más representativa del país, no sólo por los distintos fenómenos históricos convergentes, sino por las influencias de diversas cocinas”, escribió recientemente la chef cartagenera Leonor Espinosa.

El segundo rasgo era el conjunto de Mercado Público y puerto. Aquí llegaban los cocos, los plátanos y tantos otros productos de la tierra, el monte y el agua recogidos en todo el litoral del Caribe colombiano y en las riberas de los ríos como el Magdalena, el Cauca, el Sinú y el Atrato. Todos los vegetales, animales, tubérculos, frutos y legumbres estaban a la mano y al mejor precio que podía conseguirse en la ciudad. Y hasta gratis o a precio de costo si se agrega que muchos dueños de colmenas y comerciantes vivían en el barrio.

El tercer rasgo era histórico. En la Colonia, Getsemaní fue un barrio con mucha población flotante: la marinería, los soldados, los viajeros, los comerciantes, los que pasaban aquí su primera temporada en la ciudad o región antes de establecerse. En particular, la llegada una o dos veces al año de las flotas de galeones, obligaba al barrio a proveer alojamiento y alimentación a un batallón de gente. No solo a quienes venían en los barcos sino a todos los que venían a vender o comprar productos en una feria informal que duraba semanas. Así que en Getsemaní hubo muchos mesones: sitios donde comer a buen precio y en el que cada quien se sentaba donde podía en las largas mesas de comida popular.

El cuarto rasgo era social. El barrio ha sido, desde que se tiene memoria, uno en el que compartir la comida es una manera de expresar cariño, solidaridad y de celebrar. En las Semana Santas, fiestas novembrinas y diciembres la norma era preparar en el hogar y compartir con los vecinos. Ollas, platos y envases circulaban alegremente de casa en casa. Pero también era un asunto de solidaridad tranquila, entre vecinos y sin condescendencias: en los pasajes, accesorias, centros de manzana y callejones era fácil saber quién no había puesto olla ese día, cuál mamá se había enfermado o quién estaba sin trabajo. Sin mayor algarabía la comida iba llegando a ese hogar, que en otros días mejores a su vez les ayudaría a sus vecinos. 

Pero había más: era fácil salir a pescar a la bahía o a la ciénaga. En la casa se preparaba el acompañante, que podía ser arroz, plátano o yuca y la “liga” se conseguía pescando. “Había tanto que uno lo escogía a diario: -Hoy no voy a comer róbalo, voy a comer pargo o -Hoy no quiero pargo sino jurel-. Podíamos capturar la cantidad y calidad de peces que quisiéramos. Estamos hablando por ahí del año 67, pero eso venía desde hace mucho tiempo atrás. Aquello se acabó con la contaminación de la bahía, cuando comenzó a crecer la Marina del Pastelillo y se construyó el nuevo Puente Román”, recuerda Florencio Ferrer. Y cuando algunos vecinos salían al mar y había buena pesca, el excedente se repartía entre vecinos y familiares. En algunas neveras no quedaba espacio ni para el agua.

En Getsemaní -en resumen- no se pasaba hambre. Había lo que los estudiosos llaman “seguridad alimentaria”. Y si la comida estaba garantizada, el resto era gozársela y convertirla en un rito social. No es atrevido generalizar que en el barrio, además, nadie comía solo. Si lo hacía era por gusto. Y si la idea era comer fuera de la casa, había muchas opciones. Aquí van algunos sitios que aún hoy se recuerdan particularmente en el barrio.

El comedor de Tatía 

Quedaba en la última casa de dos pisos de la calle Guerrero llegando a la Plaza de la Trinidad, donde luego funcionaron la Fototeca y el Observatorio del Caribe. Era casi un comedor comunitario por las porciones, el costo y la cantidad de gente que comía allí. La clave era la atención y el sabor que le imprimía Francisca Urueta "Tatía". Sus sancochos, en especial el de carne, eran legendarios. Sus patacones y chichas de maíz también eran parte de las delicias de los getsemanicenses. Un grueso de su clientela eran los empleados de la Jabonería Lemaitre, para quienes era como una tía o una madre. Les enviaba sus desayunos en bolsas que iban marcadas con sus nombres: Domingo, Gustavo Leal, Frías… Su nieta Iris era una de las muchachas más hermosas del barrio. En esa casa tenían a ‘El Cuchi’, un perro que era criollo pero que le ganó en las peleas a todos los del barrio que se le midieron, incluyendo al pastor alemán del ‘chino Long’, en una de las casas de la Plaza de la Trinidad.

Al lado de Tatía estaba el negocio de fritos y arepas de huevo de Francia Cogollo y funcionó algún tiempo el puesto de comida de José José, que hacía un arroz de frijolito espectacular. Tatía no era la única cocinera con excelente mano. El barrio ha tenido -y tiene hoy- un sinnúmero de cocineras memorables. En dos ediciones anteriores nuestras portadas fueron para Lina Acevedo Pombo y para Esther María San Martín de Amador,  dos grandes representantes de la sazón getsemanicense.

La Colombiana 

Si existiera hoy, quedaría frente al Centro de Convenciones en la esquina de la calle Larga frente a la iglesia de la Orden Tercera. Era un gran almacén que ocupaba un buen sector de esa cuadra cuyo frente se convertía en restaurante desde la tarde, cuando el sol dejaba de apretar, y hasta bien entrada la noche. Ponían varias mesas en la acera, con unas banquetas alargadas, a la manera de los mesones del mercado y los comensales se sentaban donde hubiera puesto.. El repertorio culinario era amplio, pero se recuerda mucho que se conseguía comida de monte, es decir la tradicional de los campesinos de la amplia región que hoy son Bolívar, Sucre y Córdoba. Entre lo principal: gallina guisada, cerdo, conejo, armadillo, guartinaja y la recordada hicotea guisada en leche de coco. También se recuerda el arroz de manteca y el de frijolito. Le decían La Mosca Elegante.

El guarapo de Pacho

El hombre se apostaba frente al teatro Padilla con su barril de madera y un guarapo de panela con limón en un legendario punto de sabor y fermentación. Era la ‘bebida oficial’ para entrar de contrabando a los teatros en latas a las que se les había quitado el filo. En los puestos de los alrededores se compraba tripitas, panza, entresijos, morcilla o chicharrones con el infaltable patacón. Adentro, en el Padilla, se completaba con un maní tostado que era una sensación. Ese combo de cine y comida popular hace parte imborrable de los recuerdos de muchos cartageneros. No era el único guarapero del Mercado, pero sí el más famoso. Otros vendían en tinaja de aluminio y de alguno que otro se rumoraba que tenía una calavera en el fondo o que allí tiraban los ladrones sus robos recientes cuando los venía persiguiendo la policía.

Heladería El Polito 

Comer helado en El Polito fue una tradición más allá de Getsemaní y se convirtió en algo infaltable cuando del resto de la ciudad se venía a los teatros del Centro. Tuvo su primera sede al lado del teatro Rialto, en la calle Larga. “Sólo los cartageneros que vivimos entre los años cuarenta y cincuenta del siglo XX tuvimos el privilegio de degustar los helados de don Andrés López, que era el nombre del dueño del negocio, quien antes había sido propietario de "El Polo Norte", de ahí el nombre de éste. Todavía no han podido hacer en Cartagena unos helados de frutas iguales a los de "El Polito", a pesar de toda la tecnología y adelantos del presente” recordaba Rafael Ballestas Morales en su libro de memorias sobre Cartagena. Otros recuerdan que El Polito era propiedad  de Óscar y Sara Bejman. Tuvo una segunda sede en el teatro Cartagena.

Heladería Cartagena

Quedaba en el teatro Cartagena justo donde luego funcionó El Polito. La fundó don Luis Alberto Diaz Martínez. Hacían los helados con ‘Pronto Gel’, un producto que traían desde Cuba y les daba una consistencia y sabor muy característicos. Rosita Díaz, hija del fundador, solamente volvió a probar un helado así muchos años después, cuando visitó la afamada Coppelia, en La Habana. El sitio fue evolucionando a un local de espectáculos con cierta semejanza con el Tropicana, también habanero, guardadas las proporciones. Allí se presentaron muchos músicos y cantantes que después fueron muy famosos como la Sonora Matancera, Celia Cruz, Lucho Bermúdez y Pedro Laza y sus pelayeros.

La panadería Lorena y sus perros calientes. Funcionaba frente al parque Centenario, en inmediaciones del Club Cartagena, donde salían los buses ‘pringacara’. 

Los kioskos en el Muelle de los Pegasos. Allí se conseguían sorbetes de todas las frutas y un Milo frío con mucho hielo, servidos en unos grandes vasos de aluminio. Se recuerda, entre ellos, a la heladería Arco Iris.

Las mesas de fritos. De una tradición centenaria, en cada generación ha habido mujeres, principalmente, que han levantado su familia a punta de caldero y fogón. 

La sarapa de Rafael Villa Meriño. Quedaba en el Mercado Público y era una de las herederas de La Cueva. Rafael Villa servía generosas porciones de arroces y carnes en hojas de bijao y al que tenía poco dinero, igual le servía mucho. Le dedicamos este artículo.

Los mesones del Mercado Público. Nombres como el de Rafael Villa, Pastora, Juan de las Nieves, José Dolores o la inolvidable María del Socorro Marimón Matute, la famosa Socorro son parte de la saga de grandes cocineros del Mercado Público, que merecerán articulo propio, más adelante.