El escritor, crecido en Getsemaní, conoció y vivió el barrio hermano en su plenitud. En su novela Chambacú, corral de Negros lo contó en clave de realismo social; en sus memorias ¡Levántate mulato!, en clave de resistencia social y herencia africana. Él mismo ayudó a levantar los ranchos de sus tías y en el único combate de boxeo que disputó en Guatemala, se dió a conocer como ‘Kid Chambacú’.
De ¡Levántate mulato!
“Aquí vinieron a vivir mis tías Estebana y Mercedes con su familia. Muerta la abuela Ángela Vásquez, sus hijas debieron vender el patio donde pudieron guarecerse a lo largo de sus vidas. El puñado de monedas apenas alcanzó para comprar un pedazo de tierra inundadiza donde construir dos ranchos, divididos por una pared ilusoria a través de la cual, más que separarlos, se unían y mezclaban los sinsabores de la promiscuidad. (...) Con mi hermano Virgilio, me tocó ayudar a los primos Edmundo y Rafael en la construcción de aquellos ranchos en donde la arquitectura nunca estuvo sometida a las leyes del equilibrio y la gravedad, sino al capricho de los milagros”.
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“Aparentemente a Chambacú solo se habían mudado mis tías. Pero en realidad se trataba de un retroceso en la declinante historia de los descendientes del abuelo Manuel Zapata Granados. La herencia dejada por él —cuatro embarcaciones de tres palos; una manzana de casas en la calle de San Juan; totumas llenas de oro en polvo y otros bienes movientes y semovientes— fueron dilapidados por sus hijos legítimos”.
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“En la época en que no había dado con el origen de mi alienación cultural y racial, nunca pude entender cómo mis tías y primos podían sobreponerse al dolor y la desesperación que oprimía a todos los habitantes de Chambacú. Mucho tiempo después comprendí que la alegría de vivir les vacunaba contra todos sus abatimientos. Los habitantes de Chambacú sabían reír”.
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“Abatidos en el día por los soles verticales y en las noches por el frío de las brisas marinas; bajo las lluvias de los aguaceros y zancudos, los negros de Chambacú inventaron un nuevo género de vida humana que les permitió ser opulentos y alegres en su pobreza. Volvieron a cantar sus bullerengues, acompañados con el retumbar de los tambores. La alegría, el baile y la risa constituyeron la tríada que soportaba el hambre, el dolor y las desilusiones de los abandonados hijos de África”.
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“Cada vez que el batazo enviaba la bola de trapo al caño, la alegría y la angustia reblanqueaban los ojos. Mientras el héroe corría desnudo, pisando las bases, el infeliz jardinero debía hundirse en el caño pútrido, bucear la pelota y desde el agua, arrojarla al más cercano de sus compañeros de equipo. Chambacú reía y sepultaba su dolor”.
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“Allí, en Chambacú, las piernas petrificadas por el piso salitroso murió la tía Estebana, abandonada de su único hijo, llorada por sus múltiples sobrinos. Era tan delgada y tiesa, que recogida dentro del cajón, parecía una mariapalito, levantada la cabeza como queriendo cantar la letanía de su propio funeral”.
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“Chambacú fue tomando cuerpo. Se construyó un pequeño puente de ramazones y tablas que unía la isla a los extramuros de Getsemaní, saltando por encima de las aguas estancadas del lago del Cabrero. Día y noche transitaban los cientos de invasores cargados con los desperdicios del comercio, de la plaza de mercado, de los muelles, astilleros y fábricas. A los abandonados caparazones de autobuses les nacían patas de ciempiés, poniéndose a caminar como tortugas milenarias salidas de un estuario antediluviano. Transportaban sobre las espaldas bultos de trapo; tablones arrancados a los costillares de los barcos que yacían por siempre en la arena de las playas. Cajas de cartón; pedazos de lona y fragmentos de automóviles se convertían en paredes, puertas y ventanas; tanques vacíos de querosén que abiertos y machacados constituían buenas planchas de zinc para guarecer los techos”.
De Chambacú, corral de Negros
“Los ranchos habían perdido su savia. Los fogones apagados no levantaban su columna de humo sobre las cocinas. No oían la risa de las mujeres ni la estridencia de los radios. Chambacú, sin sus hombres, se ensombrecía bajo el sol. Los boxeadores, en pantalonetas, se acuclillaban sobre las raíces. Igual que las naranjas y plátanos podridos, habían ido a abonar el sedimento de los manglares. Los mosquitos y jejenes chupaban su sangre. Bajo sus pies, en el agua estancada, flotaba la basura de los ranchos. Otras veces acudieron ahí para calzar el fango con afrecho de arroz y tierra. Emparapetaban los ranchos y se acomunaban con la familia”.
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“Con la marea alta se iniciaba la zozobra en Chambacú. Adivinaba la creciente que se metía por los patios, inundando aposentos y callejones. La humedad apagaba los tizones de candela. Los perros, sin poder agazaparse en torno a los fogones, se encaramaban en las mesas para sacudirse la sarna. El aguijón de los insectos hizo intolerable la permanencia de los boxeadores en el manglar. Las primeras luces iluminaron los ranchos próximos. El hambre les alucinaba con olor a sábalo frito. Imposible. Los hombres presos, o huyendo, no habían salido de pesca”.
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“La isla crece. Mañana seremos quince mil familias. El "cáncer negro", como nos llaman. Quieren destruirnos. Temen que un día crucemos el puente y la ola de tugurios inunde la ciudad. Por eso, para nosotros no hay calles, alcantarillados, escuelas ni higiene. Pretenden ahogarnos en la miseria. Se engañan. Lucharemos por nuestra dignidad de seres humanos. No nos dejaremos expulsar de Chambacú. Jamás cambiarán el rostro negro de Cartagena. Su grandeza y su gloria descansa sobre los huesos de nuestros antepasados”
Para saber más
Los textos de Chambacú, corral de Negros y ¡Levántate mulato!, están disponibles de manera gratuita en formato PDF alojados en:
https://zapataolivella.univalle.edu.co/obra/