Foto: Jaime Espinosa

El último sastre en Getsemaní

SOY GETSEMANÍ

Manuel Lozano Muñoz lleva más de cuarenta años dando pedal en Getsemaní. Ha vivido el auge y el paulatino deterioro de un oficio en el que el barrio fue epicentro para toda Cartagena: la confección a mano de ropa masculina. Un arte que se ha ido perdiendo y que también ha sufrido los embates de la globalización, del cambio de costumbres y del encarecimiento de los alquileres en nuestras calles.

El hombre es cordobés de nacimiento, pero la mayor parte de su vida la ha vivido aquí. En la casa de la familia, en Montería, fue donde aprendió a coser. Por eso dice que le viene en la sangre. Al principio del proceso estaban las telas, la máquina y los hilos. Al final, los vestidos y la ropa para mujer. En la mitad, las manos y los ojos de su abuela que iban cortando, ensamblando y cosiendo. También sus pies, que pedaleaban rítmicamente la vieja máquina Singer. Ahí fue cuando empezó a “neciar” como dice él. A los doce años ya manejaba más o menos bien la máquina. No lo sabía, pero eso le daría el sustento para levantar a sus cuatro hijos y también hoy, tantos años después, a sus 68, conseguir lo necesario para mantenerse con su esposa, porque los muchachos ya cogieron vuelo. 

Manuel llegó al barrio cuando los sastres aún eran numerosos y casi una institución. “Los sastres quedaban aquí, en Getsemaní. Si vivías en Bocagrande, Castillogrande o Manga igual te venías para acá a hacerte tu ropa”, explica Manuel, sentado frente a su máquina. Se le ve serio y reconcentrado cuando está cosiendo, pero solo es el gesto profesional. Nada más comenzar a hablar le sale una sonrisa amable y la voz tranquila de un hombre contento con su vida.

En aquel tiempo lo del vestuario era diferente para ambos géneros. Las mujeres encontraban mucha más oferta en los almacenes y dejaban para la modistas algunas prendas más específicas. “El hombre sí, por regla, mandaba a hacer su ropa. Había poca ventas de fábrica de pantalones o camisas para hombre. Casi todo era confeccionado por nosotros. A mí me encargaban de una vez diez, doce o quince pantalones. A veces, de una vez las quince mudas de ropa para todo el año”, recuerda. Era un asunto pŕactico, no de despilfarro. “Eso no era cosa de ricos, sino que alguien que ganara un sueldo en cualquier empresa u oficina, podía mandar a hacer lo suyo. Eso era muy normal”. Claro, había gente con más recursos. “Había señores que tenían hasta cien o ciento cincuenta mudas de ropa”. 

“Antes era mucho mejor. En la semana se podían hacer unas treinta piezas. Uno se sentaba frente a la máquina en la mañana y se ponía una meta: este día me voy a hacer cuatro, cinco o seis pantalones. Uno iba colgando las prendas a la vista y el sábado venía el dueño y le daba la platica a uno. La hechura la hacía uno, digamos, que en diez mil pesos. La gente compraba sus telas en los almacenes como Protelas o William Chams, los mismo de siempre y otros que había en el Centro”.

Y aunque las telas se compraran en el mismo almacén, la confección tenía una regla no escrita: sastres para los hombres y modistas para las mujeres. Hombre que le cosiera a mujeres era considerado gay por la comunidad, en tiempos en que eso era visto de una manera machista. Manuel no recuerda algún caso de un modisto o sastre gay que en aquel tiempo hubiera descollado en el barrio. Y había más sastres que costureras por las razones explicadas arriba.

Lino contra terlenka

De niño le alcanzaron a llegar los ecos de la época en la que el vestuario masculino era mucho más elaborado. Cuando los hombres de las clases media y alta vestían de diario trajes de lino o paño y usaban sombrero. Cuando él entró en el oficio eso ya iba en retroceso y en nuestro Caribe la moda se fue simplificando, para al final ser solo pantalón y camisa. “Sí alcancé a hacer sacos, pero ya era para eventos como un matrimonio, un grado o un cumpleaños”. 

Le tocó vivir en pleno los cambios de los años 70’s. Ya llevaba unos años de oficio en Montería, pero luego armó hogar acá con su esposa, que es cartagenera. Y pronto hizo parte de la comunidad local de sastres, a quienes enumera como si fuera la nómina de un equipo deportivo: “Primero trabajé un año con Ramírez, el de Tripita y Media, en La Juventud; luego cuatro años con Teo Torres, que quedaba en la calle segunda de la Magdalena. También estaban Morgan, Víctor, el otro Víctor, Torres, José y mi persona”. Y prosigue: “En la calle San Andrés, estaba la sastrería de Dámaso; en la Calle Larga estaba Enrique Muñoz. Él se fue para el mercado cuando lo quitaron de aquí y quedó el hermano que era Henry, el de la Media Luna. De ahí salió el taller que ahora tiene un hijo suyo en Tripita y Media, frente al Coroncoro”. 

Y la moda masculina tocó a la puerta. “Me tocó lo del pantalón con bota ancha y bien pegado y alto en la cintura. Ese se hacía de una tela que se llamaba terlenka, que traían de Medellín. Esa era la que le daba la figura al pantalón. Los linos no daban, se aguaban. La terlenka venía en muchos colores: vinotinto, amarillo, rojo, azul turquí. Había los que les decían ‘matizado’. De esos había uno entre negro y rojo y otro que venía en un amarillo con un gris, que quedaban muy bien. Al principio traían los modelos en una revista, pero cuando ya el diseño se regó no era sino que me dijeran ‘mira hazme un pantalón moderno y listo”.

Lo de la terlenka fue la expresión en Colombia de la llegada de los tejidos sintéticos a la industria de la moda mundial, en particular la masculina. Además de la la variedad de colores y estampados, tenían otras características muy prácticas: fáciles de lavar, no se arrugaban tanto como los tejidos naturales y eran muy durables. “Uno le encargaba ropa al sastre porque sabía que le iba a durar. Esa terlenka era inacabable. También los paños y muchas otras telas como el dril, el supernaval o el dril Colombia, que eran muy buenos. Ahora viene un dril chino que tú te lo pones dos o tres veces y ya se te pone todo motoso. No te lo puedes poner más. Tienes que botarlo”.

La terlenka, el jean, el dril: todo un cambio de telas, pero también de mentalidad. Los jóvenes mandaban ahora la parada en las sastrerías. Los señores y los oficinistas se estaban yendo a comprar su ropa en centros comerciales y almacenes de cadena.

A la Media Luna

Después de trabajar para otros, al final abrió su propia sastrería. La penúltima locación fue en un local de primer piso en la calle de la Media Luna. “Allá duramos como doce años. Los locales ahí eran todos baratos. Ochenta o noventa mil pesos en su momento. Antes del 2000 se conseguían locales en menos de 200 mil pesos. De ahí para acá se comenzó a subir la cosa”.  Y tanto subió que la nueva tarifa de arriendo los terminó sacando hace un año. “El dueño nos dijo: ”Bueno, si se quieren quedar con el local, el arriendo vale cinco millones de pesos”. Esos cinco millones no se sacan a pedal. Ahora ahí funciona un estanco”. 

Ni en los mejores tiempos se podían sacar esos millones cosiendo. Menos ahora, que el negocio le cambió radicalmente. “Ya uno vive únicamente del arreglito, de los suéteres, o camisas. Uno al mes puede hacer un pantalón o una camisa. Lo demás es puro arreglo: entubar la bota, cogerle la tela a los bolsillos del pantalón, arreglar el cuello de la camisa”. Mientras hablamos llega un extranjero, algo mayor, pidiendo en un castellano escasísimo que le refuercen una rodillera ortoṕedica. De las de tejido elástico. Hay que hacerle un rodete pero ellos no tienen la máquina para eso. Unos pesitos que se fueron volando.

“Aquí llegamos buscando y buscando”, explica. Desde hace un año trabaja en un pequeño y viejo local en la calle del Espíritu Santo, en diagonal a la ermita de San Roque. Lo comparten con otro sastre, más joven, y con un peluquero. Los tres venían juntos desde el local de la Media Luna. Se trajeron algo de clientela, pero no es fácil. 

“Por eso es que la gente se está yendo de Getsemaní, porque es muy cara la renta. Ahora el barrio está mejor, pero no para uno sino para el comercio moderno. Lo que son los hoteles y eso. Ahora aquí hay bastante turismo, que antiguamente no se veía. El que nos llegaba era el vecino de aquí. Por eso es que era tan bueno. ¿Qué va a mandar hacer aquí un turista si en la maleta trae ya todo?”.

“Yo llego tipo nueve de la mañana y me voy como a las siete de la noche. Eso depende de lo que haya. Ya uno no tiene una meta diaria sino que depende de que le llegue el arreglito. Llegan dos, tres o cuatro pantalones y uno los arregla. No como antes”. Y así es. Llega un  muchacho a recoger unos suéteres en una pequeña bolsa plástica. No hablan del costo sino que trae el billete listo en la mano y se lo entrega discretamente. Manuel no lo mira y lo guarda de una vez en el bolsillo de la camisa.

“Yo no quise que mis hijos fueran sastres. Los puse a estudiar otra cosa porque sabía que esto ya venía en decadencia: la ropa está en la calle y en los almacenes. No me quejo. La sastrería me dio para levantar los cuatro hijos. La economía era buena. Para qué va a decir uno que ahora no da. Yo vivo de esto, pago mi arriendo, mantengo a mi esposa. A mis 68 años me siento bien. Trabajo perfectamente bien. No he pensado en irme de Getsemaní. Ya si salimos de aquí es porque la cosa ya no se consigue más”. 

Y allí le dejamos, pedaleando en el ángulo más visible del local, donde le entra la brisa sabrosa del veranillo y la tarde empieza a caer. De nuevo reconcentrado, con la mirada fija en la costura. Hay varios trabajitos por sacar adelante antes de que acabe el día.