“Cuando eran las nueve de la noche comenzaba a tocar la orquesta. La pista de baile se abría con el vals Danubio Azul. Los caballeros esperaban de pie el momento de sacar a bailar a las jovencitas que estaban sentadas. Los curiosos que no podían entrar se quedaban en las ventanas del salón para ver el baile”, recuerda Ángel Pérez quien desde el 1947 a 1951 fue miembro del club Los Condes Galantes.
“La Estrella Roja, en la calle del Carretero, fue uno de los primeros salones de baile de Cartagena. Todavía existe esa casa, aunque hoy está remodelada. Los bailes eran de nueve de la noche a cuatro de la mañana y a estas fiestas se traían a las mejores orquestas de la ciudad. Se me viene a la mente que ahí tocaron la orquesta Emisora Fuentes y Ritmo de Mar. En esa época el porro estaba muy de moda por estos lados”, dice Ángel, sentado en una mecedora en la sala de casa en la calle Lomba.
“Los Condes Galantes organizábamos las fiestas en los salones. Ese club lo fundamos en la plaza del Pozo, pero hacíamos los bailes en La Estrella Roja, muy famosa en los años 30, 40 y 50”, relata al tiempo que, emocionado, manda a bajar una gran fotografía de 1942 donde aparecen todos los miembros del club en su inauguración.
“Antes los hombres iban con vestido entero y las muchachas iban con traje largo de color rosado o azul celeste. Eran bailes de gala en los que todos usaban su traje de sociedad, no como hoy en día, que van con cualquier ropa. En las tarjetas se exigía que se debían presentar con ese tipo de vestimentas”, dice Ángel.
“Nosotros repartíamos invitaciones con diseños muy elegantes. Inclusive a las parejas se les recogía en carro en las puertas de sus casas. En especial hacíamos eso con las señoritas. Esa era la época en que la invitada tenía que llevar su custodio; si no era la mamá era una tía que la acompañaba a los salones. Únicamente entraba si era señorita”, nos cuenta.
“Los miembros del club de baile estábamos en la obligación de hacer invitaciones particulares. Cada uno conseguía tres, cuatro, cinco o hasta seis parejas. Los asistentes eran del barrio y de afuera, se buscaba la gente en general”, recuerda Ángel, con una sonrisa en su rostro y en la mano la fotografía que mandó a buscar. La mira y pregunta: “¿Cuál de estos jovencitos soy yo?”. Se ríe y señala con su dedo: “Este, el de traje negro”.
“A estos eventos asistían más o menos unas cien personas. Recuerdo que pasábamos un rato ameno y el ambiente era agradable y satisfactorio. Todo era tranquilo. Había armonía entre los socios del club y los invitados. Todos nos comprendíamos y no había problema de ninguna índole”, cuenta Ángel.
Junto con su esposa Francia recuerdan a varias personalidades. “Hubo personajes que nunca faltaron a las fiestas. Uno de ellos fue Joaquín Gaviria Jacob. Para esa época ya era un señor, pero era nuestro invitado especial. No faltó a ningún baile de los que se hicieron aquí en Getsemaní. Era elegante e imponente con su vestido entero y corbata”.
“Había parejas especiales con las que todo el mundo quería bailar, como Fanny mi hermana, Alicia Benítez que era una bailarina extraordinaria y Dianita Sánchez. Todos querían bailar con ellas por los pases que hacían y sus movimientos”, recuerda Francia Martelo.
“La entrada en los años 40 costaba tres pesos. Después fueron aumentando a 10 o 15 pesos. La orquesta cobraba 50 pesos por hora ¡Era mucho! En los intermedios se les brindaba un sándwich a las parejas con una gaseosa o jugo. Los parejos que podían hacerlo llevaban su botellita de ron blanco”, relata Ángel Pérez.
“En ese entonces la regla era abrir con un vals. Por ejemplo, El Danubio Azul. Después venía un bolero, la guaracha, el porro y fandango. Por supuesto, estaba la música de Lucho Bermúdez. En esa época sonó muy fuerte el porro Carmen de Bolívar o Atlántico. En los años 50 salieron los tres pasos del bolero, porque el bolero es pegadito. Se hacían unos tres pasos estilo tango”, recuerda Ángel.
“Los salones tenían un zaguán -como todas las casas de Getsemaní- una sala grande y un comedor que era donde tocaba la orquesta. Las ventanas eran más altas y grandes que otras casas. No había calor porque la ciudad no se había crecido, ni había esa cantidad de calles pavimentadas”, cuenta Pérez.
“Esos bailes iniciaron por una diversión. Para tener algo en que entretenerse. Eran sitios de renombre en Cartagena, venía la gente a hacer sus fiestas acá en el barrio. Los bailes quedaban maravillosos”, rememora.
“El baile que más recuerdo es la inauguración del club los Condes Galantes el 3 de abril de 1947 con la orquesta Emisora Fuentes, en La Estrella Roja. Fue grandioso, majestuoso y un gran acontecimiento porque tocó la mejor orquesta de la ciudad. Pintaron las paredes de la sala la mitad azul y la mitad rosada. Entonces las parejas vestidas de azul en ese lado y así. Se veía esa sala bonita e iluminada”, cuenta.
“Otros salones fueron el del Sindicato de Choferes en la calle del Espíritu Santo y la casa de la señora Anastasia, en la calle de las Palmas, quien alquilaba la sala de su casa que era grande. No había impedimento para bailar con quien fuera. Uno se acercaba al compañero y le decía -Compa, ¿me da un barato?-, que era una manera de pedir permiso, y él respondía -¡Hombre, ¡cómo no!”-.
Con media uña pintada
En la calle del Espíritu Santo está Roberto Salgado, coleccionista de música quien perteneció al club Bobalú. Él es más joven que el señor Ángel Pérez. “Hay una diferencia entre los primeros clubes que hubo en los años 30 o 40 con los últimos que salieron en los 60’s. Por ejemplo yo sé dónde quedó La Estrella Roja, pero nunca fui. He aprendido por referencias de cómo era el ambiente en esos salones. Sin embargo, las características vienen siendo iguales a los clubes más recientes, con la diferencia de que en aquellos las muchachas llegaban por aparte e invitadas con sus boletas pagas. El hombre era quien pagaba. Ahí uno la sacaba a bailar y si eras del agrado de ella se quedaba bailando contigo toda la noche. Se formaban algunas discusiones porque algunas no querían bailar y la cuota ya estaba paga”, cuenta Roberto.
“Las mujeres iban a bailar con vestido normal, no se veía uniformidad en la ropa, solo un vestido decente y elegante. Aquí en el Sindicato de Choferes en la calle Espíritu Santo, que era el salón donde hacíamos los bailes, la gente comenzaba a tomar cerveza y a escuchar música”, explica.
“Había un aspecto importante para calentar el ambiente y eran los discos que ponía el picotero o DJ, como se le llama ahora. Cuando sonaba Bomba Camará de Richie Ray todo el mundo cogía su cartera y entraba. La entrada del picotero era una solemnidad: ¡todo el mundo atento a ver que ponía! Nuestro pase para entrar era que nos pintaban la mitad de una uña, con eso podíamos entrar y salir”, dice mientras señala como se hacía la marca a lo largo de la uña del dedo meñique.
“Inicialmente el hombre se levantaba y buscaba a la mujer donde ella estuviera sentada. Pero yo aprendí que mejor era hacerle alguna seña y confirmar sí quería salir a bailar, porque no me iba a levantar, ir hasta donde estaba y que me rechazara. Esas mañas las aprende uno con el tiempo. Existía también dar el barato: si yo veo que hay una pareja bailando y que la pelá baila chévere le digo al tipo: -¡Compa, deme un barato!-, pero esas cosas en nuestros bailes fueron desapareciendo”.
“Hubo unos excelentes bailarines como Manuel Miranda. A veces él estaba bailando y otro lo veía y empezaban las competencias sanas. Esos tipos se fajaban a bailar y a inventar pases. Era pura recocha. Los bailes empezaban hacia las diez de la mañana hasta las nueve de la noche”, rememora.
“Los discos de moda fueron los de toda la música antillana que salió a finales de los años 50 y 60. Aquí la Descarga Chihuahua era un himno nacional. Hubo varios temas que hacían que la sala se llenara y que dejaran el patio vacío como Viva, de Richie Ray y Bobby Cruz o la Descarga de Ray Barretto. A esos temas los comenzaron a llamar himno nacional. Mi querida bomba, Che che colé, esas canciones se pusieron en furor. Me cuentan que en el pasaje Leclerc vivían muchas familias y practicaban unos cuatro o cinco personas en ese sitio. Según me dicen echaban cerveza en el piso y empezaban a practicar ahí”, cuenta Salgado.
¡Por arbitraria!
“¡Un baile sin mujeres, no es baile!”, dice Judith Suarez Guerrero, del callejón Ancho. “Yo empecé asistir a los bailes más o menos cuando tenía veinte años. Mis primeros pasos fueron en las fiestas de noviembre. Eso sí era fiesta. ¡Claro que era fiesta! Yo aproveché todo eso”.
“Yo iba a los salseros desde las tres de la tarde. Junto con una amiga nos íbamos escondidas de nuestras mamás. Les decíamos que estaríamos en función de cine de vespertina, pero ¡embuste!: ¡directo a buscar la fiesta! Un día nos sorprendieron y a mi amiga sí le pegaron por arbitraria”, dice Judith.
“Cuando no podíamos entrar, nos quedábamos en la puerta a mirar los bailes. Ese también era otro cuento uno se paraba en la puerta y en la ventana. No sé cómo se perdió esa costumbre en el barrio”, recuerda Judith.
Palacios reales
“Los ‘Palacios Reales’ eran los escenarios donde las candidatas al Reinado Popular se reunían con la comunidad para recaudar fondos. Eran lo que conocemos popularmente como ‘casetas’ que estaban construidas de palma y la reina hacía la invitación para que la acompañaran. Por muchos años fueron parte de las pre fiestas y fiestas del 11 de noviembre, y eran amenizadas por los picós salseros”, explica el periodista Cledys Romero.
En 2018 Getsemaní retomó esta tradición, no para apoyar a una reina sino a su propio Cabildo. Además se le rindió homenaje a varios dueños de picós salseros que fueron parte viva de los Palacios Reales. Esta actividad fue organizada por la fundación Gimaní Cultural y se realizó en el club social Los Carpinteros, en el callejón Ancho.