A Antonio —de los Miranda de tradición en Getsemaní— la vida lo llevó afuera, lo trajo de nuevo y lo volvió a sacar. Pero él regresaba en las tardes, terco y paciente, a la plaza de la Trinidad de su infancia. Cuando parecía que el destino era quedarse en Los Corales, decidió retornar para vivir a la calle San Antonio. Aquí está lo suyo y aquí se va a quedar.
Nació en esa misma calle el 14 de abril de 1939, por la época en la que el parto era en la casa. Su mamá era Blanca Martínez, de familia santandereana. Su papá, Pedro Miranda, fue uno de los muchos getsemanicenses que se marchó a trabajar en el canal de Panamá. “Estábamos siempre al pie de mi mamá porque mi papá venía de Panamá, hacía su hijo, y se iba otra vez”, bromea Antonio.
Hablamos en un costado de la plaza de la Trinidad, una tarde ventosa de enero. Antonio es otro de los nativos de Getsemaní que pasó años viviendo en otros barrios, pero regresando muchas tardes a esta esquina del mundo porque un invisible cordón umbilical los conecta a sus raíces. “Yo nací aquí y aquí me crié. Tengo el virus de ser getsemanicense”, dice riendo mientras todos alrededor, incluidos nosotros, usan tapabocas, intentando hacerle el quite a ese otro virus que desde hace un año tiene al mundo en suspenso.
Ocho hermanos Miranda Martínez se levantaron en este hogar getsemanicense. En su orden: Ana Victoria, quien murió hace dos años en Venezuela; Concepción, que vive en Manga; el propio Antonio; Lidia Inés, precursora del Cabildo de Getsemaní; Rafael; Josefina, quien reside en España con sus hijas; Pedro; y Amaury.
De ellos, solo tres quedan vivos. A los 82 años, Antonio ha tenido que despedir a mucha gente amada. En el barrio se recuerda mucho a Lidia Inés, la ‘Nena’, quien hizo parte de la generación que ayudó a revivir el Cabildo. Hay fotos con ella en primera línea con Nilda Meléndez y tantos otros vecinos. Ella fue secretaria en el Seguro Social y en el Concejo de Cartagena. También era muy apegada a la parroquia de la Trinidad. Aprovechaba los contactos en aquella corporación municipal para conseguir ayudas para la gente del barrio y la parroquia, así como becas para algunos muchachos. Con sus amigas Dora y Ramona y una de las Venencia se ganaron el apodo de Las Juanas pues era casi infalible verlas juntas en la plaza al caer la tarde.
Otro hermano muy recordado es Amaury, que se graduó de abogado, pero se dedicó a la poesía. Es necesario rescatar y difundir su obra, que al decir de algunos vecinos era de gran calidad.
De niño, quizás hasta los tres o cuatro años lo llevaron todos los días a la Gota de Leche, una institución creada “por una señora de apellido Caballero”. Era una sala cuna que se construyó adosada al Reducto, al pie del puente Román. Allí les aseguraban una buena alimentación a los niños de hogares con menos posibilidades en el barrio. Esa Gota de Leche desapareció cuando empezaron a recuperarse las murallas y a liberarlas de construcciones que se les habían superpuesto. Algunos la vinculan con el Centro Materno Infantil que funcionó después en la que hoy es la sede del Dadis, en la calle de La Aguada.
Justo ahí, en la sede del Dadis funcionó también el colegio Francisco de Paula Santander, donde Antonio estudió su primaria. “Yo era muy aplicado desde los primeros años. Es que entonces había otra educación y más respeto. Si uno cometía una falta, cualquier vecino tenía autorización de corregirlo. Y cuando ese vecino iba a la casa, lo volvían a regañar a uno”. Recuerda haber estudiado con un hijo de Emigdio Morales, el dueño del almacén de repuestos La Puerta del Sol. Como los de su generación, también creció jugando en la calle brinca-brinca, la libertad, bolita de uña o bolita de trapo.
Uniformes blancos
Para el bachillerato comenzó a salir del cascarón del barrio. Primero en el colegio Antonio Nariño y luego en el Liceo de Bolívar, al que ingresó el mismo año que lo fundaron en el cuartel del Fijo. El uniforme era de camisa y pantalón blancos con una corbata roja.
Por aquellos años entrenó y corrió los cien metros planos con Nando Gutiérrez, que fue campeón nacional en la década de los 50. También practicó algo de baloncesto en los campeonatos de Manga con el técnico cachaco ‘Farolito’ Gutiérrez. “Yo era de relleno”, dice. “Donde diga que yo era titular, aquí en el barrio me hacen el reclamo”. Recuerda que hay una línea de sus primos Miranda que han sido grandes deportistas, comenzando por el pelotero Elías Miranda.
Y de uniforme blanco siguió otros tres años de su vida. Se metió a la Armada cuando terminó el bachillerato. Estuvo en Puerto Leguízamo, Buenaventura y Tarapacá, en el Amazonas. “Allá fue bien duro. Tocaba almorzar con toldillo por la mosquitera tan brava. Estábamos pendientes de una colonia de presos”.
Lo que aprendió de máquinas le sirvió de base para lo que luego fue una vida de trabajo itinerante. Pero antes de seguir con eso, hay que hacer una nueva parada en la calle San Antonio. Frente a la casa de la familia vivían los Herazo, una familia de origen barranquillero y ascendencia chocoana. Antonio y Sixta Tulia, una de las niñas de la casa, se conocieron y se fueron encariñando. Las familias no gustaban de aquello, pero las cosas se fueron dando. “Y cuando menos me di cuenta nos estábamos casando”.
Llegaron los años 70 y Antonio arrancó para Venezuela, donde vivía Ana Victoria, la mayor. Era la época de la bonanza venezolana, cuando comenzó el éxodo de cuatro millones de colombianos buscando oportunidades, entre ellos varios getsemanicenses. Allá se enganchó con la Cervecería Polar, que es un emporio industrial. Empezó en los cargos más bajos, pero empezó a ascender pronto hasta llegar a ser jefe en su área, que tenía que ver con maquinaria. Lo movieron mucho, de planta en planta en distintas ciudades del país. Se veía la plata. “Imagínese, con cien bolos yo hacía mercado para quince días y sobraba”.
Pero regresó cuando mejor estaba, con trabajo garantizado para muchos años. Al terminar un contrato dejaban pasar un mes para engancharlo en el siguiente. Era una rutina administrativa. Hasta que eso coincidió con unas fiestas de Noviembre, acá en el barrio. Antonio se dijo: -Ya no vuelvo-. Así de simple.
“Oye, Toño”
Y, de nuevo, a la calle que lleva su nombre. A la casa de los suegros que al principio de la relación no lo querían. Le empezaron a salir contratos de trabajo. Uno que recuerda mucho fue en El Cerrejón, en la Guajira. Cada quince día venía por un fin de semana. “Aplicamos a un lote en El Campestre y salieron sorteados”, recuerda. Ese fue el motivo para salir del barrio por segunda vez. Y así fueron pasando los años. Distintos trabajos estables aquí en la ciudad, hasta que llegó el de Monómeros, donde se jubiló.
En uno de esos trabajos, en la firma KMA, le correspondió supervisar la reforma completa de la plaza de la Trinidad, esa de la que ahora es habitual. “Oye, Toño, como tu conoces el barrio te vamos a mandar para allá, me dijeron. En el diseño original esto iba a tener unas palmeras y una fuente luminosa, pero el presidente de la Junta de Acción Comunal se opuso”, recuerda.
Mientras él seguía trabajando, sus hijos estaban creciendo y tomando su propio vuelo. Habían crecido con él y con Sixta Tulia en Venezuela, Blas de Lezo y la casa del Campestre. Hoy, Antonio Carlos vive en Bogotá. De ese lado le han salido ocho nietos, tres bisnietos y un cuarto que viene en camino. Su hija Claudia Patricia le dio un nieto que hoy está por los veinticinco años. Ella hizo vida en Alemania, donde se enamoró y está casada con un ingeniero mecánico. Sixta Tulia, su esposa, murió hace algunos años.
Viaje a la semilla
Con los ires y venires que tiene la vida, hace algunos años se vio viviendo con su nieto mayor en la casa del Campestre. “Esto está muy grande y solo. Yo me voy para Getsemaní”, se dijo. Lo regaló todo y se vino a vivir con Dilia Inés en la casa de un hermano. Otra vez el barrio y sus aires conocidos. “Pero se muere la Nena y quedamos en el aire”. Los sobrinos le pidieron la casa para venderla. Otra vez al Campestre, con una compañera que tenía entonces.
Pero el barrio le daba vueltas en la cabeza y no encontraba acomodo, hasta que hace menos de un año decidió regresar definitivamente. “Encontré una pieza muy cómoda donde Rafael Pérez, en la calle San Antonio”, dice. Un retorno a la calle que tantas veces los vio ir y venir. Le quedan unos primos en San Juan y Callejón Angosto. Y los amigos de antes y los nuevos, con quienes se saluda mientras seguimos hablando al lado de la campaña de bronce del lado de la calle del Pozo. Se enorgullece de ser uno de los vecinos nativos de más edad, junto a personas como Agustín Julio o Francisco Salgado. Y siente que todavía tiene cómo aportar.
Ahora quiere apostarle al liderazgo cívico. “Aquí hay mucha desidia”, dice y no está conforme con los liderazgos que ve. En El Campestre ayudó algo en ese sentido. Hace poco estuvo hablando con Pacaribe para intentar una limpieza de focos de basura que se esperaba para la semana que hablamos. Más o menos a la edad que tiene Antonio y después de una vida muy itinerante, como la suya, el inmenso fotógrafo cartagenero Nereo López, uno de los grandes maestros de ese arte en Colombia, decidió irse a Nueva York para inventarse una nueva vida. Y lo logró: hizo nuevos proyectos y libros. Antonio trae a la mente una energía similar. Salvo que, en lugar de irse, está regresando a su semilla.