El origen// Esta calle no debería existir. No al menos según el riguroso trazado que los españoles hacían de sus ciudades coloniales. Particularmente el de Cartagena, una plaza fuerte para defender las riquezas que se embarcaban hacia España.
La manzana del claustro franciscano, por donde comenzó el barrio, era la más extensa de la ciudad. En la Colonia todo el terreno que va desde el Centro Comercial Getsemaní hasta la actual calle San Antonio -y quizás hasta la del Pozo- estaba ocupado por las huertas de cocos, frutales y otros cultivos para sostener la intensa vida del convento, que además de monjes recibía a las hordas de visitantes recién desembarcados o que esperaban el siguiente navío. Al comienzo el sector de la San Juan era la parte trasera del potrero franciscano, que apenas comenzaba su andadura.
Y sin buscarlo, la fortificación de Getsemaní por el flanco de la bahía de las Ánimas (entre 1631 y 1636) fue la causa indirecta del surgimiento de esta calle. Resulta que en medio de la cortina de piedra dejaron una ‘poterna’ o pequeña puerta que daba acceso a la bahía. Algún día el cabildo autorizó a los vecinos de Getsemaní para que botaran allí la basura y de esa manera, además, rellenaran poco a poco la playeta.
Esa poterna quedaba a la salida del actual callejón Vargas sobre el Arsenal, el mismo que empata con la calle San Juan. Donde estuvo la casa de los Vargas (hoy restaurantes Oh la la y La Cocina de Pepina) había una fuente de aguas ‘gordas’, que servían para el aseo cotidiano.
Así, todo quedó servido, para que los vecinos de la Media Luna, de la plaza del Matadero La Sierpe y la naciente plaza de la Trinidad decidieran que en lugar de dar un ‘vuelton’ para llegar a la poterna y recoger agua, lo mejor era atravesar el predio franciscano por un atajo que varios mapas de la época expresaron con una línea quebrada, no recta como las de las calles del trazado oficial.
De ahí que la San Juan sea una calle estrecha, con una cierta curva y con un lote inmenso en casi todo el frente, que tuvo su propia historia -como ya veremos- y que ha mantenido en estos cuatro siglos una cierta integridad como un mismo espacio.
Las casas accesorias// Getsemaní recibió oleadas de inmigración con el explosivo desarrollo de la ciudad en los comienzos de los años 1600. No era como ahora, un asunto de pasar una o dos noches. Los barcos se demoraban, había que esperar permisos, noticias y avances que tomaban semanas o meses en llegar. Y los que venían buscando futuro necesitaban dónde establecerse por un tiempo y si sabían un oficio, empezar a ejercerlo en una población que necesitaba de todo.
Así nació la modalidad de casas accesorias, que imperan en la calle San Juan y en otras calles de Getsemaní: una sucesión de viviendas estrechas en un esquema puerta-ventana, otra puerta-ventana y así por casi toda la calle. Todas de un piso y con trazas de que originalmente varias de ellas compartían el mismo techo.
No hay que pensarlas con la mentalidad de la casa contemporánea sino con la de aquella época. Un mismo dueño dividía su propiedad en espacios para alquilarle a esa población flotante y residente. Cada unidad estaba dividida en dos espacios simples: uno delantero, donde hoy usualmente está la sala, y otro trasero. Eso era toda el área “privada”. Atrás, un espacio abierto y amplio, como un patio arbolado posiblemente, donde estaban los baños compartidos, posiblemente algún tendal o rincón para poner un anafe para cocinar y donde los artesanos que lo requerían podían tener sus materiales o hacer sus trabajos o se podían dejar caballos y animales.
Un ejercicio de imaginación basada en los datos históricos permite pensar en herreros, carpinteros, zapateros con las puertas abiertas, ejerciendo su oficio; otras casas donde convivían aprendices o maestros de oficios asociados al sistema defensivo amurallado; otras con familias y alguna era propiedad de negros o negras ‘libertas’, es decir gente libre de esclavitud.
Nacía una comunidad y una manera de ser que todavía persiste en el barrio.
El pasaje y la burrera//
Del otro lado de la calle, el que hoy se ve con una pared continua tapiada casi de esquina a esquina, se mantuvieron las huertas hasta hace menos de un siglo. El estudioso español Marco Dorta las visitó y dejó registro de ello.
También hay una vieja fotografía que deja ver la salida de aquel terreno, que todavía tenía palmeras de coco y árboles frutales, solo que ahora le llamaban el “corralón de los Porto”, por el apellido de la familia que los compró a mediados del siglo XIX, cuando la Nación y la ciudad subastaron muchos bienes eclesiásticos al mejor postor.
Las casas esquineras con la calle Larga seguramente provienen desde la Colonia, cuando los franciscanos vendieron lotes sobre esa calle para sufragar costos del convento. El patio de la casa del almirante José Prudencio Padilla, en la calle Larga pero mucho más a mitad de la cuadra, llegaba hasta la calle de la Media Luna.
En las primeras décadas del siglo XX en el borde de las antiguas huertas franciscanas sobre la calle San Juan se construyeron pequeñas casas similares a las accesorias. Debajo de los cuadros de la gran galería de arte urbano en que se ha convertido ese muro aún se pueden ver los rastros de sus puertas y ventanas.
Esas casas y otras habitaciones y accesorias más conformaron el pasaje Luján, que albergó a familias y trabajadores en la primera época del Mercado Público, inaugurado en 1905 y que fue un inmenso motor económico que atrajo mucha población a Getsemaní. Allá vivieron familia como la de la partera Carmen Morelos, los Pérez o los García.
Ahí, en ese lote, también quedó ‘La Burrera’: el sitio donde los campesinos dejaban los burros en los que traían los productos para venderlos en el Mercado Público. De ello dejó razón uno de sus habitantes más memorables: Lucho Pérez, nacido en el pasaje Luján, músico y compositor que gustaba de sentarse de mañana frente a su casa en la calle San Juan, a componer y ver pasar la vida con su termo de café caliente al lado.
Nací en la calle San Juan
hijo de Nau y Manuela
y en el pasaje Luján
donde quedó la burrera
yo me iba pa’l platanal
a jugar con Micaela
Dice la letra de El Getsemanisense, escrita por Lucho y convertida en el himno informal del barrio.
La jabonería// Un siglo atrás don Daniel Lemaitre instaló en ese lote la Jabonería Lemaitre. Compró el Pasaje Luján y uniendo esas casas por dentro adecuó allí la planta de glicerina y otras dependencias. En la parte más despejada del lote se construyó luego una bodega industrial, cuya cúspide aparece en la serie de fotos de 1988 que acompañan este artículo.
Las distintas marcas de la jabonería tenían fama nacional, al punto que la planta tuvo tres turnos continuos para cubrir las veinticuatro horas del día. Fue una de las grandes empleadoras del barrio, tanto para hombres, principalmente en la planta, como para mujeres, como empacadoras en la bodega que quedaba sobre la calle de la Sierpe, al lado del pasaje Franco, donde todo el día salían perfumes
Pero para la parte trasera de la calle San Juan el recuerdo no era tan fragante, pues les tocaba el olor a potasa y correr algunas tardes a recoger la ropa colgada porque la ceniza de la fábrica se venía para estos lados.
La calle del recuerdo//Esa calle con la fábrica al lado, en pura tierra, con la calzada bastante más baja que la actual es la que recuerda hoy la generación mayor. También era la época del Mercado Público, en donde hoy es el Centro de Convenciones y en el que trabajaban o tenían negocios muchos getsemanicenses.
Eran veintiún familias nativas, de las que la mayoría ya no están en la calle y que relacionamos en nuestra segunda edición casa por casa. De entonces se recuerdan a las cocineras Nicolasa Altahona, Fidela Jinete y Catalina Cabezas, consideradas entonces las mejores del barrio, que siempre ha tenido buena gastronomía.
Después de que el mercado fue trasladado a Bazurto, el barrio entró en un declive y en una época que todos recuerdan como complicada. Fue la época de Samir Bethar, el recordado malhechor con alma de barrio, cuya familia vivía en la San Juan.
Para la generación un poco más jóven, como la de Camilo Polo, la calle ya estaba pavimentada, había pasado la etapa más brava y en su niñez, hace veinte o veinticinco años, era vecindad pura, sin las galerías y cafés que hoy la salpican y le dan un ámbito propio. Los espacios al lado de la vieja jabonería, donde hoy hay mesas para los clientes, eran puros peladeros de tierra para jugar muchas veces hasta tarde en la noche, cuando las mamás les gritaban para entrar a la casa.
De su infancia Camilo recuerda a los De Agua y los Miranda, que todavía viven en sus casas; a los Montero, Mejía, Ortíz o los Coquel, que dejaron sus recuerdos; a Pedro Zapata, en cuya casa hacían unos pastelitos deliciosos o al señor Isidro, quien sembró el tamarindo que aún da sombra, y muchos otros que ya no están.
La calle del futuro//En este 2022 se ha abierto la puerta institucional para generar del lado de la antigua Jabonería Lemaitre “un proyecto Piloto de Vivienda de Interés Cultural de uso mixto, que estimule el repoblamiento de vecinos del barrio”, según el Plan Especial de Manejo y Protección (PEMP) aprobado este año y que cobijó estos predios dado su orígen en el convento franciscano.
Dicho PEMP, que es una norma de carácter superior ese proyecto debe propender “por la recuperación, protección y conservación del patrimonio cultural inmaterial representado en la vida y quehacer cotidiano de sus pobladores, gestores y/o portadores de conocimientos y saberes tradicionales y con ellos buena parte de su patrimonio cultural material e inmaterial”.
Así, la calle que no debió existir, pero que se convirtió en un bastión de la vida getsemanicense, podría ser ahora un núcleo fuerte para proteger el modo de vida y las tradiciones del barrio, en un proyecto de viviendas y servicios que permita el retorno de algunos de los que se fueron.