En la edición anterior exploramos cómo la calle del Arsenal nació de la conexión entre el agua y los lotes traseros de la calle Larga; que el playón original fue rellenado de a pocos con las sobras de las carpinterías de ribera y también de basura, autorizada por el Cabildo. También vimos cómo se estableció al Apostadero de la Marina -antecesor colonial de la actual fuerza naval- y donde, además, se reparaban barcos.
Baluartes y un muro alto
No hablamos de la muralla, que merece un capítulo aparte. El sistema defensivo de Getsemaní fue construido entre 1631 y 1636. Del lado del Arsenal había tres baluartes, del que solo queda uno en pie: el Baluarte de San Lorenzo o, como lo conocemos hoy, El Reducto. Los otros dos eran el baluarte de Santa Isabel, que sobresalía de la línea recta de fortificación y cuyos cimientos se encuentran parcialmente sumergidos en aguas de la bahía; y el baluarte de Barahona, en la esquina que da hacia el Centro, sobre cuyos cimientos se edificó parte del viejo Mercado Público y que ahora ocupa el Centro de Convenciones.
Por el lado del Arsenal no se erigió una muralla alta con contrafuertes, como en el resto de la ciudad, sino apenas un muro alto. Apenas más alto que una tapia. No se consideró necesario hacerlo más fuerte pues ese flanco estaba resguardado por los tres baluartes citados arriba y que se complementaban con las otras piezas del sistema defensivo, como el Pastelillo, en Manga.
Los historiadores tienden a coincidir en que una función adicional de ese muro era controlar el contrabando que abundaba en toda la ciudad y que España intentaba atajar con poco éxito. Era un raudal de productos extranjeros que atentaban contra sus arcas.
Lanceros y Padilla
Y avanzando en el tiempo hasta unas pocas décadas antes de la declaración de Independencia nos encontramos que en el Arsenal coinciden el Apostadero de la Marina y las tareas de mantenimiento del sistema defensivo amurallado. Esa conjunción será clave en 1811. Los “pardos” -es decir, la población resultante del mestizaje tempranero que se vivió en nuestra ciudad en la época colonial- habían ganado mucho terreno. El sistema amurallado requería interminables labores de mantenimiento y reconstrucción. Y el apostadero también requería buenos trabajadores, además de los marinos. Quienes comandaban esos esfuerzos usualmente eran hombres con formación y hábitos militares. Labores especializadas como la carpintería, la herrería o la construcción tenían un esquema rígido de aprendices, artesanos y maestros. Y lo común era que estos hombres tenían un entrenamiento militar básico y una organización prevista en caso de un ataque pirata. Eran la milicia. Los lanceros de Getsemaní, que inclinaron la balanza a favor de la independencia de España eran esos artesanos con disciplina militar cuando esta fuera necesaria eran Por eso se les temía: significaban la gente con mayor nivel de organización y destreza militar entre los civiles cartageneros. Y su escenario natural eran ese playón y las calles aledañas.
Por ello, una vez lograda la liberación de España, había gran preocupación de que los “pardos” -y eso quería decir Getsemaní, el barrio donde más se concentraban- se tomaran el poder. La “pardocracia”, como se le llamó despectivamente era lo que encarnaban hombres como Pedro Romero o el almirante José Prudencio Padilla, que tuvo una casa en un predio de gran tamaño aproximadamente donde quedó el teatro que llevó su nombre en la calle Larga y en el que hoy funciona el Centro Comercial Getsemaní.
Justamente Padilla y sus hombres comenzaron su gran gesta de la noche de San Juan por el flanco del Arsenal. Era el 24 de junio de 1821. Habían estudiado al detalle los cambios de ronda. Aprovechando la oscuridad de la noche se tomaron los tres baluartes en una batalla sigilosa, a punta de espadas y cuchillos para no alertar con ruido de disparos o pólvora al resto de posiciones españolas en la bahía y el castillo de San Felipe. Esa noche comenzó la liberación de Cartagena, a su vez el último bastión español en la Nueva Granada. Por el Arsenal, pues, se inicia el sello definitivo de la Independencia nacional.
Solo por eso merecería mantener la memoria histórica de esta calle y de su tradición, pero esta calle aún tenía muchísimo más por ofrecerle a nuestra historia y tradición.
Siglo XX
La foto de 1893 que publicamos en la edición pasada revela cómo la parte del Arsenal más cercana al Reducto -donde comienza el puente Román- estaba casi pegada a la muralla baja formando una calle estrecha apenas más ancha que la acera actual. De hecho, debajo de la calzada vehicular actual están los vestigios de la antigua muralla. En la foto se ven pocas construcciones y sí bastante vegetación. Hay que recordar que en general estos predios eran en la Colonia los patios de las casas que daban sobre la calle Larga. Eso se ve aún hoy, con varios predios que tienen acceso por ambas calles.
Salvo El Reducto, el resto del sistema defensivo del Arsenal fue demolido en 1902 para permitir la construcción del Mercado Público. Hoy sería impensable, pero en aquel momento no lo era. Aunque hubo algunas voces de protesta en general se consideraba que las murallas eran fuente de desaseo y atraso. Y el Mercado Público era la primera gran obra pública de una ciudad que por fin, después de un siglo, se empeñaba en salir del marasmo en el que había caído tras la Independencia.
Y el Mercado Público, abierto en 1905, marcó casi todo el siglo XX del barrio. El edificio principal era un rectángulo que ocupaba lo que hoy es el Patio de Banderas y el flanco del Centro de Convenciones que da hacia el Centro. Hacia 1920 en paralelo a la calle del Arsenal se abrió el sector de carnes y, en 1925, el sector de granos. Todo ello activó un comercio paralelo en los predios del Arsenal, donde abundaban todo tipo de negocios.
Más allá del sector de granos y hasta llegar al baluarte del Reducto se organizó un puerto al que arribaban productos traídos del litoral y las riberas de ríos como el Cauca y el Atrato. Había sectores para los cocos, para los plátanos y para el carbón. Aquello era un playón enfangado, repleto de goletas y embarcaciones. Entrando a las aguas y con un camino soportado por estacas había una letrina de uso público.
Frente a ese sector se iban alzando a la par bodegas, negocios y edificios. Una mirada rápida de las construcciones de varios pisos deja ver los balcones de concreto que imitaban las formas coloniales y que son característicos de los años 30 en adelante. La carbonera quedaba donde hoy se ubica el Instituto de Patrimonio y Cultura de Cartagena (IPCC). Al principio la energía eléctrica aún no se había popularizado como un servicio corriente para cada casa. Pero, más importante aún, la comida se hacía en fogones alimentados por carbón. Todavía hay muchos que asocian el olor de las calles de su infancia a la comida hecha con fuego de carbón y a los anafes que las abuelas ponían en los patios. Y qué decir de la tradición de los fritos getsemanicenses y las matronas que levantaron familias trajinando los calderos sobre las brasas vivas. Por eso, la carbonera era un sitio clave en la vida del barrio.
Como las embarcaciones necesitaban reparación allí había carpinteros de ribera, herederos de la tradición colonial. Por ese puerto informal también entraban las maderas recias traídas de las selvas, en una época en que la conservación del medio ambiente no estaba en la agenda de la sociedad. Esas maderas alimentaban los abundantes talleres de ebanistería y los aserraderos que hubo en el barrio.
El playón era el sitio desde donde los vecinos del barrio se hacían al agua para pescar. Casi siempre lo hacían alrededor de la bahía, pero a veces se animaban a ir al mar abierto bordeando el litoral. La tradición duró hasta no hace mucho, quizás unos treinta años. Al llegar se hacía el reparto de la pesca del día entre los hombres del bote. Cada quien a su vez regalaba pescado entre familiares y vecinos. Y había días en que había tanto pescado que las neveras de las casas no daban abasto y había que sacar de ellas hasta el agua para arrumar tanto pez.
Nutrición y fe
El Reducto también tendría su propia historia. Estuvo abandonado a su suerte por mucho tiempo, como un rastro inutil de otra época. En la primera parte del siglo pasado se le adosó una construcción de dos pisos para una obra de beneficencia que se llamaba La Gota de Leche. A semejanza de instituciones similares que nacieron en Francia y España, la Gota de Leche era una especie de guardería que procuraba darle buena alimentación a los niños más necesitados del que entonces era un barrio muchísimo más poblado que el Getsemaní actual y en donde la riqueza comercial y material de muchos -tantos ligados al pulmón comercial que era el Arsenal-convivía con la pobreza y necesidades de muchos otros.
Después de la Gota de Leche, al Reducto se le tomó como base para soportar a la icónica Virgen del Carmen que hoy reposa en la bahía y es quizás su mayor símbolo. Fue una obra en la que se empeñó el sacerdote Rafael García Herreros, el del Minuto de Dios, desde 1946. Los veintidós mil dólares que costó en su momento -todo un dineral- fueron financiados mayormente por los feligreses. En el Mercado Público se dispusieron muchas alcancías, unas de madera y otras de vidrio, para recoger las limosnas destinadas a costear la estatua, realizada en Italia por el taller de Luisi Heredi, en Pietra Santa. El monumento se inauguró el 16 de julio de 1958 tras una procesión multitudinaria que empezó en la Catedral y llegó por la avenida del Arsenal. La virgen estuvo emplazada allí hasta 1983. Luego el Reducto volvió a quedar a su suerte, salvo algún bar bohemio y para un puñado de conocedores, al que había que subir o -peor- bajar por una escalerilla que se bamboleaba. Luego, a comienzos de este siglo, vino la restauración para usarlo como sede de un bar-restaurante.
Playa del Arsenal
Daniel Lemaitre Tono (1884-1961) tuvo un enorme aprecio por Getsemaní. En las calles San Juan y La Sierpe aún perviven los largos muros que demarcaban los terrenos de la Jabonería Lemaitre, en la que trabajaron muchos vecinos.
Fue alcalde de Cartagena, pero también cronista, poeta y compositor. De él son las letras del Himno de Cartagena y el Himno de la Armada, pero también de la popular Pepé (“Cuando me aprietan bailando, yo me siento sofocá (...) Y no es que Pepe no apriete, sino que sabe apretar”) y muchas otras canciones.
En 1949 escribió en su columna de El Universal la siguiente semblanza de Getsemaní escrita en décimas. Vista desde nuestra época habrá alguna descripción que resulte incómoda, pero esto no invalida que sus líneas sean un reflejo de cómo se percibía al Arsenal hace más de setenta años, con algunos detalles llamativos.
Típica del Corralito,
la playa del Arsenal
es un bien municipal
que huele a pescado frito,
pero le sirve al Distrito
de comedor, de astillero,
de bazar hojalatero
y es mercado de carbón,
dormitorio del hampón
y por poco un basurero.
Rincón entre los rincones
del barrio de Getsemaní.
Pintoresco popurrí
donde se venden horcones,
bollo limpio, chicharrones
y hasta cualquier cosa ajena
donde hay botes en carena
y donde bajo un alero,
está Pedro Caballero
vendiendo pilas de arena.
Por la mañanita, cuando
bruñe el agua sus espejos,
pegados a sus reflejos
vienen los botes entrando.
En uno que estoy mirando
y se acerca despacito
sentado como monito
sobre un saco de carbón
viene un negrito ombligón
comiéndose un platanito.
Otro, tal vez de Santana
o de algún lugar del Dique
parece que se va a pique
con tantos huevos de iguana.
Va subiendo la mañana.
El calor se hace más franco.
Canta la azuela en barco
y entre tanto chirimbolo
va muellando don Bartolo
con su paragüitas blanco.
Tanta cosa amontonada
hace difícil la vía.
Dígalo esa barbería
debajo de una enramada
y allá la calle bloqueada
por una vela mayor
porque el maestro Schotborgh
que es preciso en el detalle
se coge toda la calle
para trabajar mejor.
Cuando la tarde declina
y las sombras son ya largas
el maestro Eusebio Vargas
está parado en su esquina.
Mira una vela latina
que inflada a lo lejos pasa
y mientras que se solaza
mirando la embarcación
se oye triste un acordeón
sobre la “Bella Tomasa”
Estos predios estuvieron muy relacionados con la cambiante dinámica comercial del Mercado Público (1905-1978). Entonces casi todos pusieron locales comerciales en el primer piso. Muchos construyeron pequeños edificios de apartamentos del segundo piso hacia arriba, que parecen ser, en general, de la primera mitad del siglo XX. Sin una calle al frente y sin casas individuales se vivió una dinámica vecinal distinta a la del resto del barrio. Esto hace muy difícil recuperar nombres de familias nativas y de mucha tradición. Por Covid 19 muchos negocios cerraron y los locales están en arriendo.
Este era el playón del Arsenal.
Terraza Municipal
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