La calle de San Juan Evangelista es una de los pocas que aún mantiene su nombre colonial. A principios del siglo pasado hacían una romería que iba de casa en casa y en una de ellas el párroco de la Trinidad hacía una misa. Mide 187 metros, una de las calles internas más largas del barrio. Cuando la pavimentaron, hacía 1967, encontraron muchas piezas como armas y balines en los trabajos de excavación.
Allí existió una burrera, en el pasaje Luján, donde la gente dejaba sus animales mientras vendía sus productos en el viejo mercado de Getsemaní, con el que esta calle tenía una relación vital: gente que vendía en las colmenas como María Iriarte o Guillermo de la Hoz; como José Arias, el que hacía su espectacular chorizo de carnes de chivo y cerdo para vender en el mercado; también hubo prestamistas y cocineras que trabajaron allá.
En el pasaje Luján vivieron los García; Los Morelos, de donde salió Carmen, partera legendaria y Los Pérez, la familia de Lucho, el compositor.
En la calle vivían antes veintiún familias raizales y hoy quedan seis. El origen de muchas fue la provincia bolivarense, pero también estaban los Bethar, los Foliaco y los Coquel, de origen francés : los Mojana, de descendencia árabe y que tenían sus negocios de colchones, ferreterías y muebles en la Calle Larga; los Vargas, que fundaron la clínica que lleva su apellido. Como ellos, muchos profesionales, hijos de esa calle y de la intensa vida comercial de aquella época.
Fue calle de grandes cocineras como Nicolasa Altahona, de Soplaviento, y Fidela Jinete, de Calamar, quien se ganó más de una vez la lotería y desde los quince años ayudó a sacar adelante a sus hermanos, primero como prestamista en el mercado y luego como comerciante. Con ellas, Catalina Cabezas, también de Soplaviento y esposa del químico Ventura Julio, de la Jabonería Lemaitre, quienes adoptaron muchachos al no poder tener hijos propios. Y en los dulces, la familia Noriega Altahona.
Fue la calle de Samir Bethar, el conocido bandido que ayudaba a sus vecinos y que pagaba la medicina de los niños enfermos. La calle de Lucho Pérez, el autor de El Getsemanisense -con doble s- quien siendo ya artista reconocido se sentaba desde las cinco de la mañana en el pretil de su casa con un termo de café para ver y escuchar a los vecinos de la calle que pasaba. Para inspirarse, decía.
También, la calle del dentista empírico José Villegas, de Medellín, quien preparaba su propio analgésico y además era culebrero. Las serpientes se le escapaban de su patio y se pasaban a los vecinos, que pasaban sustos, pero nunca mordieron a nadie.
Era la calle a donde daba el patio de la casa del almirante José Prudencio Padilla, el héroe en la segunda expulsión de los españoles, en 1821. Mucha, mucha historia en esos 187 metros de puro barrio, que aquí no se alcanza a contar toda y a todos.