Desde niño ha estado vinculado al Cabildo de Getsemaní, del que ahora es el abanderado. Hoy es un joven arquitecto con gusto por la restauración, ideas claras sobre el barrio, el Cabildo y una manera muy estructurada de exponerlas.
Hablamos una tarde de marzo en una mesa recostada sobre la pared de la antigua fábrica Lemaitre, en la calle San Juan. La misma donde pasó una niñez feliz alternando entre su casa materna y la de su abuela, Carmen Martínez. A unos metros del tamarindo en el que se montaba hasta que los gritos de la abuela lo bajaban porque lo iban a dañar y tantos años después el palo sigue ahí, dándonos sombra.
“Me crié aquí en la calle San Juan donde hablamos ahora, aunque es muy distinta a esa calle en donde crecí”, dice y acto seguido empieza a señalar una a una las casas hasta donde nos alcanza la vista, nombrando en cada una de la familias que la habitaban y aún habitan algunas de ellas. Los De Agua; las Miranda; los Montero; las Mejía; la casa de Pedro Zapata -donde hacían unos pastelitos deliciosos-; Gina, la amiga cercana cuya mamá vendía champiñones; Manuel; el señor Isidro, quien sembró el tamarindo; los Coquel y los Ortiz, entre muchos más.
“Me atrevo a decir que era la cuadra que más niños tenía en el barrio. Por lo regular, en cada casa eran unos tres. Todo esto era pura tierra y aquí jugábamos trompo, bolitas, fusilado, fútbol... era un solo desorden. No pasaban muchos carros. Todo el día jugando en esta calle hasta que comenzaba la noche. Había días en los que esto no se callaba porque había una cantidad de niños y otros en los que todo estaba tranquilo”.
“Cuando los balones se nos iban para el lado de la antigua fábrica teníamos que pedirle permiso a ‘La Mona’, la mamá de nuestros amigos Luis Carlos, Iván y Carlos. Era una odisea meterse en ese predio porque había dos rottweilers enormes. Entonces uno tiraba la pelota de regreso y salía corriendo”.
“Dónde ahora está la Trattoria Di Silvio había una tienda atendida por un paisa llamado Silverio. Gordo y con el pelo hasta la cintura. Tú llegabas y le decías —Oye, dame mil de salchichón—. Y él contestaba —No. Ve agarra el cuchillo y cógelo tú—. Entonces entrabas, lo cortabas, se lo mostrabas y salías. Y así se la pasaba todo el día, mamando gallo, jodiendo, nos veíamos las finales de fútbol ahí”.
“También me tocó el ritual de la tirada desde el puente Román. La primera vez que lo hice fue gracioso. A lo que íbamos era a jugar fútbol en Manga, pero de repente alguien dijo —La madre al que no se tire—. Y como yo quiero mucho a mi mamá me quité la ropa y me tiré. Luego me sequé y me vine para la casa, pero uno queda con el olor de la bahía. Mi mamá me pasó los dedos por la cabeza —¡Tú estabas en el puente! Que tu abuela no se entere, porque yo no te pego, pero ella sí—. Sucede que ese mismo día pasaba por allí un reportero gráfico de El Universal. Al otro día, un titular del tipo Adrenalina Extrema en el Puente Román. En esa época repartían el periódico impreso por las casas. —Y tú qué hacías ahí—. Y ¡ta ta ta! Con el mismo periódico azotaron a medio barrio”.
“En Getsemaní ha habido buenos beisbolistas y basquetbolistas. Pero a nosotros nos gustó más el fútbol y la formación cultural, que son clave. Ambos salvaron a gran parte de mi generación de los vicios y la calle, porque nos tocó aquel momento de los expendios de drogas. Somos varios de mi calle que nacimos en el 91. Cuatro cumplimos años en fechas bien pegadas: el 3 de julio, siguiendo el 8, el 10 y el 15. Una cosa medio loca. De esta cuadra están Aníbal, Howard, Thilley, mi compadre Carlos, Julio, Juan, Gina, Zully , Jairo, Johanns. De amigos de infancia sólo dos viven aquí: Aníbal Montero y Rodolfo Rodríguez. Los demás están por fuera: uno en Puerto Rico, otro en Brasil y así. También se han mudado a otros barrios de la ciudad o a Turbaco. Aunque hemos tenido rumbos diferentes seguimos en contacto”
“Mis estudios primarios y secundarios los hice en el Colegio Militar Fernández Bustamante, en Manga. Cuando entré a noveno hice la orientación militar hasta el grado once. Eso lo hace a uno más disciplinado en algunas cosas. La experiencia es chévere, porque a diferencia de los chicos que se levantaban el sábado al mediodía yo me tenía que levantar a hacer las horas de servicio militar. Tengo vínculos muy cercanos con los amigos con los que realice ese servicio. Varios siguieron la carrera militar, pero definitivamente me di cuenta de que ese camino no era el mío”.
Matriarcas y amigas
“Me crié en una casa de puras mujeres. Mi abuela Carmen, mi tía Cecilia Martínez y mi tía Elida Figueroa, a la que le decíamos de cariño ‘Icho’; mi mamá, Nilda Meléndez, y Regina Velasco, que fue la que me terminó criando la mayoría del tiempo. Ella llegó un día a la casa y se quedó toda la vida, como si fuera hermana de crianza de mi mamá, como esa familia que uno escoge”.
“Mi abuela era una mujer estricta. Con esa crianza rigurosa uno ve las cosas un poco diferentes: aprende a cocinar, a lavar, a valerse por uno mismo. Igual que mis otras dos tías abuelas, ella se levantaba a las cuatro de la mañana, el almuerzo estaba siempre a las doce en punto y comían a las seis de la tarde. Para la noche tenían una costumbre rara y es que compraban una Coca Cola y antes de dormirse se la tomaban con galletas de soda y mantequilla. Era muy religiosa, como mi tía Cecilia, que aún vive con nosotros. Juntas pasaban muchísimo tiempo en La Trinidad, casi que eran monjas, de misa todos los días”.
“Siempre noté que las niñas de Getsemaní tenían más velocidad que nosotros, los niños. Era una cosa inculcada desde la casa: un carácter más fuerte, más explosivo. Ese era como el común denominador. De hecho, creo que las niñas peleaban más que los niños. Desde que tengo memoria siempre han habido más mujeres que hombres en la mayoría de las casas getsemanicenses”.
Directorios y edificios
“A Nueva York me fui a probar mundo antes de ponerme a estudiar arquitectura. ¡Y con la cantidad de edificios que uno puede estudiar allá! Mires a la izquierda o a la derecha ves gran arquitectura. Trabajé repartiendo directorios telefónicos y eso me dio también la oportunidad de ir a las calles. Básicamente recorrí toda Nueva York a pie y en una camioneta. Era duro porque trabajaba de día y en las noches iba a las clases de inglés. Llegaba a la casa como un zombie. Aprendí buen inglés y, sobre todo, mucha calle. Duré en eso como seis o siete meses y vivo muy agradecido con mi familia en la Gran Manzana porque fueron importantes para mi crecimiento como ser humano”.
“La Universidad Jorge Tadeo Lozano tiene un enfoque en restauración y eso lo marca a uno. Fue la materia que más me gustó. Mi proyecto de grado fue sobre vivienda social patrimonial. Empecé estudiando el concepto de vivienda social en el mundo, luego lo patrimonial material y desde ahí, lo inmaterial. Fue una tesis un poco compleja”.
“Desde que era estudiante me puse a trabajar con el arquitecto restaurador Ricardo Sánchez, que más que un tutor lo veía como una institución. Al comienzo y hasta 2014 ayudé con el equipo que hizo el levantamiento arquitectónico del hotel que está construyendo el Proyecto San Francisco frente al parque Centenario. Fue una experiencia muy nutritiva en términos académicos y profesionales. En una fase siguiente, en 2016 entré a trabajar en el proyecto de restauración: yo digitalizaba y hacía el acompañamiento de los temas de dibujo. Iba a la obra y hacía los apliques arquitectónicos, ayudaba en las investigaciones. Era un cúmulo de cosas. Sumando tiempos duré con ellos unos cinco años. Luego trabajé unos dos años en temas en el Distrito de Cartagena, más exactamente en la Secretaría de Infraestructura”.
“Ahora estoy trabajando como independiente: culmine unos cuantos trabajos aquí en el barrio y otros de mantenimiento en la obra de un amigo que me contactó. Me gustaría especializarme en restauración porque veo que se puede amalgamar bien con un tema vital para mí como es el desarrollo del barrio y su patrimonio vivo más allá de los muros”.
Cabildo desde el vientre
“El Cabildo se me vuelve un estilo de vida, desde que yo estaba en la barriga de mamá cuando ella desfiló en el primero, ya como reina. Cuando era niño todos los años sacaba mi vestuario. De mis recuerdos de infancia está el Cabildo de Niños. Todos los pequeños del barrio sabíamos del tema, salíamos a practicar las danzas y a desfilar por las calles. Los profesores nos instruían sobre la historia del Cabildo y unida a eso, la historia de Cartagena”.
“Luego, más grandecito como abanderado, que siempre fue un puesto emblemático. Eso -con mi mamá, con Miguel Caballero, Regina y todos los demás- ha sido una escuela de formación en la que uno se empapó de toda la tradición. Me fui metiendo en el cuento de a poquitos, luego en la gestión de la organización y, bueno, actualmente soy más o menos el que coordina las actividades”.
““El Cabildo no es solo un desfile. Es una puesta en escena que te va narrando un tema sobre la ancestralidad de los negros, de los indios y los españoles marcando nuestra trietnia. Si uno tiene claro esos conceptos es difícil perderse en el camino. Es tradición, todo está muy acotado. Y se volvió un desfile de ciudad, no solo barrial. Aún así tiene un margen de mejora enorme. Si ya funciona bien, no significa que no se pueda mejorar. Podemos llevarlo a otro nivel sin perder de vista su esencia”.
“El año pasado hicimos el Cabildo virtual. Nos inventamos esa locura por lo de Covid 19. La idea es no perder esa chispa de innovación que ya se tiene. Siento que la Fundación Gimaní Cultural y el Cabildo suelen ser de una u otra forma los que marcan el camino para hacer cosas diferentes y servirles de paso a las otras manifestaciones y desfiles de la ciudad y la región”.
“En el Cabildo hay gente que de generación en generación ha pasado la batuta. Eso es importante. De nada sirve tener algo grande si no tienes un relevo generacional que asuma bien las riendas. Ese es un gran reto. De mi generación está Camila Ahumada, que fue la primera reina infantil y actualmente maneja el área de diseño del Cabildo. Está Francys Caballero, la hija de Miguel. Estamos hablando de interdisciplinariedad porque cada uno es fuerte en un área distinta. De los que no nacieron en el barrio, pero tienen un vínculo grande con todo el proceso pensaría en personas como Cristian Rivas o Laura Elisa Posada, entre otros. Hay jóvenes que están muy interesados”.
“El Cabildo se puede convertir en un proyecto de vida, pero la idea de comprometerse. No es solo es hacerlo sino ver ese margen de mejora y llevarlo a cabo. Que sea autosostenible, que sea un ciclo de trabajo de todo un año”.