Foto: Ana Gabriel García y Marcos Acevedo

Carmelo Hernández pinta a Getsemaní

SOY GETSEMANÍ

“Al frente de nuestro patio, en el apartamento número 2, vivía una familia de apellido Díaz. Casi todo ellos dibujaban como por naturaleza. Uno de los hijos, Jaime Díaz, era contemporáneo conmigo; lo admiraba porque tenía una memoria fotográfica. Entonces estaban de moda las películas de karate, como las de Bruce Lee. Jaime iba siempre a los teatros a ver los afiches y las fotografías; las miraba una vez y cuando venía a su casa, las reproducía tal cual. Viéndolo a él y a los otros, se me dio por dibujar y competíamos con eso; de ahí nació mi vocación hacia el dibujo y la pintura”, recuerda.


Y entre aquel niño y el artista que en septiembre hizo una exposición de más de cincuenta cuadros en la Alianza Francesa han pasado años de muchas vivencias, pero la esencia getsemanicense ha permanecido.


Primero, pasó por el colegio Juan José Nieto donde en la asignatura de Vocacionales los compañeros le pedían ayuda en los trabajos de estética, principalmente en los dibujos. Viendo eso una maestra le aconsejó entrar a Bellas Artes y así lo hizo. 


En la casa había todo lo necesario, pero no había para materiales costosos. Sin embargo, en medio de un grupo difícil, Carmelo recuerda haberse hecho un espacio a punta de solidaridad, esa de “rompo mi lápiz si te hace falta uno, que luego sus compañeros le retribuían cuando él lo necesitaba.


En su grupo comenzaron unos ochenta alumnos. “Y si había cuatro o cinco que no supieran dibujar bien era mucho. Fue un grupo muy bueno”. De ellos se graduaron unos quince, entre ellos el también getsemanicense Hermes Becerra, hoy docente y quien vivía entonces en la calle del Espíritu Santo. Aún ese grupo de graduados mantiene una buena relación y quieren hacer una exposición colectiva, como la que hicieron como tesis de grado.


España a lo lejos

Tras graduarse vino una época de su vida en la que trabajaba como docente en Chocolates Club -una iniciativa que atesora con mucho cariño- y también como mensajero en un par de agencias aduaneras y en un pequeño hotel. En la noche estudiaba inglés y contabilidad, pero siempre la pintura estaba ahí, como su destino principal, aunque un poco aplazado.


Entonces le abrieron la posibilidad de viajar a España a especializarse en artes. Dijo que sí con todo el entusiasmo. Se fue a Bogotá a gestionar y se alojó en un taller de metalmecánica donde vivía Martín Morillo, amigo getsemanicense de la infancia que conocía la ciudad y lo invitó a acompañarlo. En Bogotá también vivía Ariel Figueroa, graduado con él en Bellas Artes, quien se había dedicado a la restauración y lo animó a probar en esa área.


Una nueva vocación

Carmelo había dado sus primeros pinitos aprendiendo al lado de Janeth Molina en la restauración del cuadro de las Ánimas, un cuadro de gran formato en la iglesia de la Trinidad.


Regresó a Cartagena pero la beca a España no salió. Decepcionado, volvió a Bogotá tratando de recuperarla, “pero allá me encontré con la restauradora Patricia Caicedo Zapata, quien iba a hacer un trabajo acá. —¿No quieres ir a Cartagena para trabajar conmigo?— me preguntó”.


Su respuesta positiva le marcó la vida por las siguientes dos décadas. Trabajó con ella; con el reputado Rodolfo Vallín -un mexicano con alma colombiana que restauró el tríptico del claustro franciscano-; con Carlos Martínez, su padrino en el bautizo que tomó en la iglesia de La Trinidad cuando tenía treinta y tres años; con Augusto Martínez Negrera, que formó un buen grupo de restauradores en la ciudad.


Eso fue en 1991, el comienzo de una década con una creciente movida de restauración en Cartagena. “Pero yo no trabajé mucho aquí: estuve en el Museo Naval, en la Trinidad y de ahí salté a Cali, Popayán, Bogotá, Medellín, y así. En eso duré casi veintiún años, pero siempre venía, duraba aquí máximo quince días, y otra vez salía”.


Getsemaní cotidiano

Entre tanto seguía pintando y perfeccionando las distintas técnicas: óleo, dibujo, acuarela, tinta china, pastel, grafito. Y pecó por ambición al querer que su primera gran exposición incluyera todas las técnicas. Entre ellas una muy particular y propia, que trabaja desde sus primeros años: el uso de anjeo sobre lienzo al momento de imprimir el óleo y que produce unos matices visuales muy distintivos.


“Es bueno que la gente sepa que no estoy encasillado haciendo óleo, sino que también domino las demás técnicas”, afirma. La vía contraria le resultó para su primera exposición: concentrarse en una técnica, como la acuarela, para expresar su ambiente ancestral. “El nombre lo dice todo: Getsemaní cotidiano, los colores de mi barrio”. Hoy son más de setenta acuarelas y contando.


“Estos cuadros son momentos únicos porque la transformación de Getsemaní viene con pasos gigantescos; ya no me siento como nativo sino como extranjero en mi propio barrio, prácticamente en el papel de turista. La impresión artística por medio de la acuarela congela momentos que ya no volverán; esto va a quedar en la memoria visual de Getsemaní”.


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