El humilde pato sabanero, la boronía, el puré de guineo, el maíz criollo o la uvita de playa pueden ser protagonistas gastronómicos en cualquier mesa del mundo. No es una utopía. Está ocurriendo en una casita de la calle del Espíritu Santo, al lado de la ermita de San Roque. Celele ha puesto la antigua cocina del gran Bolívar y de nuestro Caribe en exclusivas listas internacionales. Un restaurante de talla mundial al alcance de la mano.
Sus cabezas principales son dos treintañeros bogotanos que coincidieron en Cartagena hace unos ocho años, en el restaurante El Gobernador. Jaime Rodríguez Camacho llevaba varios años como chef ejecutivo de diversos restaurantes de Jorge Rausch. En El Gobernador tuvo la oportunidad de presentarle al público una propuesta de comida colombiana innovadora en la que trabajaba de tiempo atrás.
Sebastian venía haciendo su propio camino gastronómico, más enfocado en productos locales y sostenibilidad. A El Gobernador llegó para suplir las vacaciones de diversos perfiles de responsabilidad, lo que le permitió tener una visión de 360 grados del negocio y quedarse después.
Con el paso de los años, Jaime y Sebastian vieron cómo confluían sus ideas gastronómicas y su necesidad de alzar el vuelo, pero decidieron que primero necesitaban aprender más. Se fueron a España. Jaime logró sitio en uno de los restaurantes de Pedro Subijana, uno de los chefs más respetados mundialmente, que ha llevado la cocina vasca -es decir, comida regional, como la de Celele- a unos niveles extraordinarios, que le han valido estrellas Michelin. Sebastian se concentró en Bilbao en restaurantes con enfoque de sostenibilidad, un aprendizaje que luego transfirió a Celele.
La cocina clandestina
Al regreso de España se acercaba la hora de concretar el sueño. Buscar el local era una tarea clave. En el Centro los precios eran astronómicos: hacer viable un restaurante así implicaba ponerle un sobrecosto absurdo a los platos. Getsemaní les gustaba desde siempre, por su carácter más popular y arriendos más accesibles.
Pero mientras tanto había que sostenerse. La vía resultó tan inesperada como exitosa. Se trataba de “cocina clandestina”: una noche para un grupo muy reducido, en una casa colonial o un apartamento familiar, con sus recetas propias. “Éramos como niños, probando ingredientes, formas de cocción o presentación. Fue como tener un estudio de mercado todos los días, con una retroalimentación inmediata para saber cómo íbamos de rumbo”, recuerda Sebastian.
Tras un año de búsqueda, aún no encontraban el sitio. Idealmente querían una casita de uno o dos pisos, con un patio o terraza, con sabor de hogar. “Getsemaní todavía tiene magia. Se ve a la señora en la mecedora pelando el ñame todos los días. Veníamos con frecuencia, en particular al Café San Roque o a Caffé Lunático, que quedaba al lado de donde estamos ahora y a mitad de la calle estaba Ciudad Móvil”. La sorpresa fue que el padre de uno de sus viejos compañeros de cocina tenía esa casa que buscaban justo en esa calle. El alquiler se ajustaba a los costos y de ahí en adelante vino el complejo trabajo de montar, abrir y operar un restaurante todos los días.
Al mismo tiempo, debían profundizar en sus investigaciones en la cocina del Caribe. Muchos viajes de cabo a rabo de la región. En particular, los Montes de María fueron muy importantes. Cada vez descubrían nuevos ingredientes y recetas populares que en sus cabezas y su laboratorio se recombinaban para dar lugar a nuevos platos, tras un constante proceso de ensayo y error. “No ser costeños fue una ventaja para esa experimentación. No teníamos ideas preconcebidas. Veíamos un ñame y no pensábamos solo en hervirlo, sino muchas formas más de hacer algo con él. En cierto modo todo era nuevo para nosotros y podíamos jugar todo el tiempo. De ahí surgieron recetas que luego se nos volvieron icónicas como los platanitos en tentación con helado de suero costeño”.
Come local, piensa global
La fórmula de Celele tiene una gran complejidad operativa. Los proveedores son de todo el Caribe, desde la Guajira hasta Córdoba: ajíes de San Andrés y Providencia, pero también de los Montes de María; casabe de Ciénaga de Oro; vinagre de plátano de Montería; miel de abejas de Tierralta; frijoles de diversos orígenes, incluyendo la Guajira; panela de hoja de Colomboy (Córdoba); patos y queso de capas de Mompox. Los ingredientes tienen que ser de máxima calidad y casi todos frescos, pues hay otros que requieren de preparación en su sitio como los camarones secos o el queso costeño ahumado.
Esa fórmula ha ganado mucho terreno en la gastronomía mundial. Por décadas hubo muchas propuestas conceptuales, de experimentación y presentaciones muy estéticas. Pero ahora hay mucha cocina local, que regresa a ingredientes regionales y los recupera o los reinterpreta. Noma, por ejemplo, ha sido una de las referencias globales de la última década, elegido cuatro veces como el mejor restaurante del mundo: basa su cocina en ingredientes nórdicos de mar y tierra, muchos alimentos fermentados, plantas y vegetales de su tradición local.
Comer en Celele no es una experiencia de gastronomía llena de trucos visuales, de porciones diminutas o nombres sofisticados. No es una puesta en escena o un show. La comida y los sabores son los protagonistas absolutos. Por supuesto: hay texturas, colores y contrastes, pero porque hacen parte de la comida misma. No se requieren protocolos ni formalidades. El servicio es cercano y amable. Un pequeño restaurante donde cualquiera se puede sentir cómodo.
Abrir y disfrutar
Abrieron en diciembre de 2018, después de retrasos y ajustes en el cronograma. A diferencia de la mayoría de restaurantes, no tuvieron que esperar semanas o meses para que la clientela los conociera, pues ya la venían construyendo con sus cenas clandestinas. El éxito fue clamoroso e inmediato. Los que comían una vez, regresaban luego con más personas. No era moda, como suele ocurrir con los restaurantes nuevos. Jaime y Sebastian habían logrado tocar una fibra distinta: los sabores de nuestra región podían competir de igual a igual con otras gastronomías del mundo.
Parte del éxito quizás se haya debido, entre otras cosas, a los precios que resultan competitivos comparados con los restaurantes de mayor prestigio de la ciudad. A veces incluso menores. Hoy un plato fuerte está entre los cuarenta y los sesenta mil pesos, que resulta una fracción de lo que cuestan restaurantes de nivel gastronómico excepcional en las grandes capitales de América Latina.
Siguieron trabajando, investigando y proponiendo nuevas recetas. El batacazo vino antes de completar su primer año de operaciones. En 2019 ganaron el premio "Miele One to Watch Award" de "The World's 50 Best Restaurants Latinoamérica", que señala a un restaurante en ascenso que pronto entrará a la lista de los mejores. En 2020 entraron a la lista de los 50 mejores restaurantes de América Latina.
Un laboratorio, un restaurante
Un restaurante así no se sostiene con tener unas recetas exitosas, repitiendolas indefinidamente. En su naturaleza está buscar, experimentar e innovar. Tanto los chefs como los comensales saben que esa es la apuesta. Así lo hace Noma, referido arriba, con un equipo de cinco personas dedicado únicamente al arte de la fermentación, sin pensar aún en platos o usos concretos. Así lo hacen Mugaritz o lo hizo El Bulli, con Ferrán Adriá al frente, hasta su cierre voluntario en 2011: detrás de cada plato había años de investigación y creatividad en ingredientes y procesos.
Por eso, Celele no es solo Celele. Detrás suyo está el Proyecto Caribe Lab, que se encarga de la investigación. Por ejemplo, con aval del Jardín Botánico y practicantes del Basque Culinary Center, de España, se están documentando especies con sus usos y sus propiedades organolépticas. También está La Tiendita, una especie de mercado de delicias locales que se fortaleció con la pandemia, pues era una manera más de acercarse a su clientela, que resultó fiel y agradecida de recibir en casa algo del sabor del restaurante. Aún no han podido recuperar los empleos perdidos, pero con el paso de los meses y la previsión de menores restricciones en horarios y capacidad es posible que eso ocurra un poco más adelante.
La mesa del Gran Bolívar
Antes de que Córdoba y Sucre se separaran de Bolívar, en 1952 y 1966, respectivamente, Cartagena fue la capital de un departamento tan grande como toda Costa Rica. Era el epicentro regional donde todos querían venir a estudiar o trabajar. Getsemaní era el barrio marinero y el primero en recibir a estos viajeros regionales. Y tenía el Mercado Público, con su puerto al que llegaban embarcaciones trayendo productos de todo el litoral y de los ríos, caños y ciénagas internos.
Aquí se aclimató desde tiempos coloniales la comida de esa inmensa región. En la época del Mercado se conseguía carnes de monte y todo tipo de frutos, vegetales y tubérculos. La Colombiana, por ejemplo, en la esquina donde desemboca la calle Larga, era un famoso comedero nocturno en donde igual se conseguía tortuga, venado o guartinaja. En aquellos tiempos las preocupaciones por conservar la fauna local no estaban en la lista de prioridades. Correspondía más a la mentalidad de cazadores y de comida de la tierra. Diagonal al pasaje Leclerc se conseguía la famosa ‘zarapa’ del viejo Villa: un plato que aún se sirve en los pueblos y consiste en una porción generosa de arroz en una hoja de bijao, rociado con mucha salsa de carne y distintos acompañamientos.
Y en aquellas mesas del mercado de Getsemaní nacieron las tradiciones culinarias que hoy se ven en el mercado de Bazurto. Las mesas comunes y el surtido increíble de comidas en distintos calderos, tienen sus bisabuelos en los puestos del Mercado Público de los que hay memoria desde los años 30. Son esos mismos sabores e ingredientes que Jaime y Sebastian comieron muchas veces en sus incursiones en Bazurto y que con ellos han regresado al barrio, reinterpretados y convertidos en gastronomía de talla mundial.
Una cocinera del Mercado Público, o de las que hoy nos quedan en Lomba o los callejones, reconocería casi todos los ingredientes que usan ellos. Quizás se asombraría de esas nuevas maneras de combinarlos, cocinarlos y presentarlos. Pero comenzando por un buen celele de frijol pronto se darían cuenta que Jaime y Sebastian son de los suyos; que dialogan y prolongan una estirpe que merece mantenerse entre nosotros por siempre.