Foto: Jaime Espinosa

De la cal a la fibra de carbono

Un templo colonial vuelve a la vida (I)
MI PATRIMONIO

El templo de San Francisco, en Getsemaní, está resurgiendo como en su mejor época tras cuatro siglos en los que se le cayó la cubierta por un incendio, fue abandonado y vuelto a usar para tantos propósitos que se ha perdido la memoria exacta de todos ellos. Y para devolverlo a la vida hay que combinar técnicas milenarias con tecnología de punta.

En su momento era mucho más imponente que una iglesia de barrio, pero menos que la catedral o la iglesia de San Pedro Claver. De hecho, en sus catorce metros de frente tenía tres naves, que es una marca de templos más grandes. “Alguien en esa época tuvo la ilusión y la visión de construir un templo tan imponente en lo que apenas era una isla despoblada”, dice el arquitecto restaurador Ricardo Sánchez, director de restauración de la obra y principal fuente de este artículo.

Sánchez ilustra que en aquella época de la Colonia temprana se estaban fundando villas que competían entre sí para ascender en el “escalafón urbano” de un reino tan vasto como el español. Y todas necesitaban recursos. Por eso era audaz crear un templo magno en las afueras del casco amurallado, donde no había nada. Lo construyó la comunidad franciscana como parte del convento de la comunidad, que incluía el claustro y las huertas posteriores. Allí se construye actualmente el proyecto hotelero San Francisco, que suma además el antiguo club Cartagena y varios predios vecinos. 

El templo está dividido en dos secciones muy definidas. Por una parte, la cúpula y el presbiterio conformaban una unidad con carácter más sagrado. La nave para los feligreses era la otra. Arquitectónicamente son distintas; cada una con sus propias características y forma de ser construidas. Entre ambas está el arco toral, su punto de unión. Era un conjunto en el que todos los detalles tenían un profundo sentido simbólico, resultado de la tradición católica.

La cúpula, por ejemplo, representaba la bóveda celeste y divina. Debajo de ella, el presbiterio -cuya raíz griega significa anciano-, que era el lugar sacro donde ocurría la transformación de la hostia en el cuerpo de Cristo. El arco toral era el punto donde se encontraban lo divino y lo humano. Los tres escalones que los separaban tenían también un significado cada uno. Bajando esos escalones es donde el sacerdote entregaba la hostia, pues al presbiterio no podían subir los feligreses.

La cúpula 

Imaginemos una caja muy pequeña, más alta que ancha. Y sobre ella, media naranja. Esa es, en esencia, la primera estructura arquitectónica que se levantó en Getsemaní, el punto de origen de todo lo que vino después: un barrio entero sobre una isla despoblada. 

Esa “caja” le da soporte suficiente a la cúpula. Constructivamente es la manera más simple de hacerlo. Los franciscanos la hicieron así porque entonces, hacia 1555, había pocos recursos. Y quedó tan bien que ha soportado más de cuatro siglos en los que el templo de San Francisco conoció períodos de abandono y casi ruina. Incluso la caída total del techo de la nave, al parecer por un incendio. En un reporte de 1758 se señala que los muros de la nave del templo están sostenidos con puntales y que si acaso soportarían un año más antes de caer. Pero no la cúpula.

Parte de su secreto para resistir es que la “caja” del presbiterio está guarnecida con dos imponentes contrafuertes, en los esquinas traseras. Tienen el volumen suficiente bajo tierra para actuar como un peso muerto que resiste la tensión estructural que baja desde la cúpula. Y la cornisa -que vista desde abajo parece ligera, pero que en realidad tiene un volumen considerable- también aporta un peso que ayuda con la estabilidad. “A pesar de ser aparentemente simple, para quienes saben de estas estructuras es el reflejo de una sabiduría milenaria en técnicas constructivas”, dice Sánchez.

Pero una cosa es ser resistente y otra, indestructible. De hecho, parece que es la cúpula de media naranja más antigua en esta parte de la región Caribe. Al empezar la obra del nuevo hotel se encontró que el exterior estaba en mal estado, principalmente por la brisa marina, que había carcomido el pañete y degradado todo aquello con lo que el salitre hacía contacto. En general había sido resanada una y otra vez con métodos simples y materiales poco aptos para el largo plazo, y que volvían a dañarse con el paso del tiempo.

Para hacerla, se hornearon ladrillos de dimensiones especiales, que no se han encontrado en otras construcciones coloniales: de unos cuarenta centímetros de largo, por veintidós de ancho y seis de espesor, aproximadamente. Ahora vemos tres óculos en la cúpula, pero no estaban originalmente ahí. Debieron ser abiertos después, porque los rastros demuestran que para hacerlos dañaron el arte figurativo que había dentro. Quizás se necesitaba más ventilación debido al calor y humedad que generaban los cirios y las velas. Cada óculo tuvo su propio tejadillo y también hace mucho tiempo que fueron tapados de una manera muy rudimentaria.

La cúpula fue la primera obra que se abordó. Pero había que hacerlo cumpliendo unos protocolos estrictos, acordados principalmente con el Ministerio de Cultura, pues el templo de San Francisco es uno de las cerca de mil inmuebles catalogados como Bienes Inmuebles de Interés Cultural del orden Nacional (BICN). La recomendación expresa del Ministerio fue intervenir al unísono la parte externa y la interna de la cúpula. Así se se está haciendo. 

Pero por fuera era una cosa y por dentro, otra. Cada una tiene sus retos. Por fuera se está interviniendo con una técnica en la que se trazan una especie de cascos de naranja, para intervenir luego cada casco opuesto al otro, reemplazando los morteros viejos o pañetes. Esto se hace con un tipo de cal que se debe madurar en agua por varios meses, según técnicas antiguas. Esa cal le permite “respirar” a la cúpula, que por su forma y posición tiende a acumular los vapores y la humedad que suben desde la parte baja y se mantienen allí. Los morteros modernos la sellarían demasiado y tenderían a desprenderse por completo con el correr los años.

Tres retos

Por dentro el asunto es todavía más complejo. Ya no se trata solo de lo estructural, sino de lo artístico. Para intervenir la cúpula había que soportarla desde adentro. Y otra vez, retos por solucionar. El primero: en las obras para los teatros, el presbiterio completo se utilizó como basurero y depósito de cosas “inservibles” (ya veremos el tesoro constructivo que se encontró allí). Tuvieron que sacar de allí todo aquello y aún así quedó un relleno compactado de metro y medio de altura.

Sobre ese relleno se creó el soporte para la cúpula. Y ahí estuvo el segundo reto. No se trata de un andamio simple, sino uno de carga multidireccional: uno que soporte  uniformemente el empuje que una media esfera hace hacia todos los lados. Ese proceso estuvo a cargo del ingeniero estructural Arnoldo Berrocal, quien al mismo tiempo es doctor en restauración.

Tercer reto: todo eso había que hacerlo cuidando la parte pictórica de la cúpula, con espacios para que los restauradores pudieran trabajar. En la base de la cúpula podían verse una especie de cinta alrededor con inscripciones e iluminaciones. En la parte curva había unas demarcaciones que sugerían grandes bloques. Y habría que ver lo que se encontrara debajo de las innumerables capas de cal. Luego el conjunto pictórico final hay que fijarlo para que quede preservado para la posteridad. Todavía se está trabajando en ello, siguiendo el plan trazado por el maestro restaurador Rodolfo Vallín, fallecido de manera sorpresiva hace pocas semanas en Ciudad de México.

 

El presbiterio

Debajo de la cúpula estaba el presbiterio, la parte más sagrada del templo. Siendo un inmueble hecho tan temprano en la Colonia, a Sánchez le sorprende lo esbelto y ancho que es, con una altura monumental. 

Originalmente tenía una sola ventana y ahí estuvo unos de los principales problemas: de ella se desprendieron dos grietas profundas, que se subsanaron mediante la técnica italiana del fioco, una especie de “garra” hecha con materiales de alta tecnología. También había dos puertas en la parte trasera que habían sido tapiadas con bloque sencillo de cemento, que fue cambiado por materiales que contribuyan a resistir la carga de la cúpula. 

Todo el conjunto se rodeó con fibra de carbono. Se evitó el reforzamiento de concreto con barras de acero, una técnica muy común en el siglo XX,  que bien puede funcionar en otras latitudes pero no en el húmedo y salitroso Caribe colombiano. Acá el hierro se oxida, se va “hinchando” y deformando, destruyendo las estructuras de adentro hacia afuera. Por eso para el templo se combinan técnicas contemporáneas con el saber de hace tantos siglos. La premisa es regresar lo más que se pueda a su estado original y, al mismo tiempo, que la edificación quedé conservada para los siglos venideros.

Arriba habíamos señalado que el presbiterio fue rellenado con escombros y materiales. Pues hubo una sorpresa: entre esos elementos había restos del artesonado original de madera que brindaron pistas imprescindibles para reconstruir la totalidad del mismo, como el paleontólogo que reconstruye un dinosaurio a partir de un par de fragmentos de huesos y un molar. Cuando al terminar la obra se mire hacia el techo se verá algo muy aproximado a lo que veían los feligreses del siglo XVII.

Arco toral

De los cuatro lados de esa caja que es el presbiterio hay uno especial, el que da hacia la nave, llamado arco toral y que marca la división entre las dos grandes partes del templo. Es como si a uno de los lados de la “caja” que hemos venido hablando le abrieramos un arco en casi toda su superficie. Para la construcción del teatro se le cubrió totalmente con la pantalla de cine y todo el presbiterio quedó oculto al ojo del espectador. 

Cuando se le despejó, hubo otra sorpresa: se encontraron los vestigios originales donde los redoblones de las tejas de la nave se incrustaban en el pañete del arco toral. “Eso nunca nos lo esperábamos encontrar”, dice Ricardo Sánchez. Ese hallazgo los obligó a replantear esa parte del conjunto porque los vestigios mostraban que el tejado original del templo tenía una pendiente menor a la que habían previsto y además estaba un poco más abajo. “Nos hizo cambiar todo. Esa es la importancia de hallar un vestigio a tiempo. Es como si el edificio nos hablara”, dice.

Para intervenir el arco toral también hay que apuntalarlo y para eso no se requiere tecnología de punta sino un saber heredado de generación en generación: “encarmonar”. Eso significa el apuntalamiento que hace un carpintero tradicional de todo el arco. La carmona es la formaleta en arco y de ahí viene el nombre. 

 

Próxima entrega: 

La cúpula que guardaba un secreto

 

Fachada frontal con estructura de soporte. Detalle del arco de la entrada con relleno de concreto.

Cúpula y presbiterio apuntalados por fuera.

Apuntalamiento interno de la cúpula.

Óculo de la cúpula con ladrillos expuestos.

Fotografía del arquitecto Diego Torrecilla.

Presbiterio y arco toral encarmonado.