Ahora los edificios suelen diseñarse con líneas rectas y estar despojados de decoración exterior. Pero hubo una larga época en que el embellecimiento de fachadas, cielos rasos e interiores era parte integral del oficio de diseñar un inmueble. Las volutas, curvas y formas vegetales no solo estaban permitidas sino bien vistas. Eran un signo de la modernidad en la que debíamos embarcarnos para dejar atrás la época colonial.
La profesión específica para hacer esas tareas tuvo un nombre: ornatista. Eso fue lo que estudió formalmente el joven suizo Luigi Ramelli en la cercana Italia hace unos ciento cincuenta años. No sabía que más tarde sus pasos lo llevarían a un lejano país llamado Colombia y que allí sembraría una semilla familiar y artesanal que ha sobrevivido hasta nuestros días.
En aquella Colombia lejana habían pasado las primeras y convulsas décadas tras la Independencia. La consolidación de la república y de una nueva nación era la tarea del momento. Se generaron así las condiciones sociales y económicas para que floreciera un estilo arquitectónico que expresaba esa mentalidad. Nacía entonces el estilo republicano, que en Colombia encarnó el estilo neoclásico de otras latitudes y que se caracterizaba por recuperar motivos y formas arquitectónicas de la Grecia y Roma clásicas, así como de algunos elementos del Renacimiento, que en su momento también había redescubierto esas formas clásicas.
“En el caso de Cartagena, la ciudad, como el resto del país, prosperó gracias a la reactivación comercial y a obras de infraestructura como la reapertura del Canal del Dique y la construcción del ferrocarril Cartagena-Calamar, obras impulsadas por el presidente cartagenero Rafael Núñez. En la ciudad se fundaron fábricas de jabones, tejidos y productos farmacéuticos, además del surgimiento de grandes casas comerciales y agencias navieras de la mano de familias como la Román, De la Espriella, Lemaitre, Del Castillo, entre otras”, según Rodrigo Arteaga Ruiz.
“En Cartagena el gusto republicano primero se empleó en la renovación de las antiguas casas coloniales, sin embargo, la limitación en el espacio disponible y el cansancio por el “corralito de piedra” llevaron a la fundación de nuevos barrios como Manga, El Cabrero o Pie de la Popa con la construcción de quintas entre las que sobreviven las casas Román, Lemaitre, Covo, Pombo o Núñez”, explica también Arteaga.
Así, en nuestra ciudad pasamos de las paredes despojadas y simples de la arquitectura colonial a unas construcciones que les daban protagonismo a las molduras, las cenefas, los calados, las columnas con remates decorados y en general, el ornato de la construcción. El arte de la madera colonial fue reemplazado por las diversas formas de la ornamentación republicana. El Club Cartagena es producto de esa mentalidad y esa escuela, de la mano de su diseñador, el francés Gastón Lelarge, uno de los arquitectos más célebres de aquella época en Colombia.
Los nuevos amigos
Coincidieron entonces dos materiales, uno muy antiguo y el otro de uso más moderno: el yeso y el cemento, del que deriva el concreto. El yeso permite hacer figuras y adornos de todas las formas que puedan salir de un molde. Las cenefas que rodean las paredes donde comienza el techo son un buen ejemplo de su uso. Es un material conocido desde la antigüedad, abundante y económico, pero no muy utilizado en nuestra arquitectura como sí lo fue en el período republicano. Se usa para interiores porque absorbe fácilmente el agua y se degrada en ambientes externos; más en uno salitroso y húmedo como el nuestro. Barato sí, pero la maestría para convertirlo en arte es otra cosa, como atestigua la zaga de los Ramelli y sus herederos, que hoy trabajan en la intervención integral del Club Cartagena, frente al parque Centenario.
Para los exteriores se usan principalmente el cemento y el concreto. Este material tiene raíces muy antiguas, pero tras la caída del imperio romano cayó en el olvido. Solo hasta 1824, con la patente del cemento Portland, comenzó el imparable ascenso de este material en la construcción. El mundo en que vivimos hoy sería inconcebible sin el cemento. El concreto es una mezcla de cemento con distintas cantidades de arena, piedra o similares, según el uso que se le vaya a dar. Para los arquitectos neoclásicos representaba una ventaja similar a la del yeso: adopta todas las formas que se puedan imaginar y que puedan plasmarse en un molde.
Lo del molde es un tema clave: es la garantía de poder repetir la cantidad de piezas que se necesitan a una escala industrial, algo muy propio de la era moderna. El delicado remate de una columna en la antigua Grecia significaba el trabajo a mano de artesanos dándole forma por largas jornadas a una sola pieza de mármol. Con moldes y concreto se pueden hacer todos los remates de columnas que pida un edificio en cuestión de semanas o unos cuantos meses. Con las infinitas formas que podían asumir tanto el yeso como el concreto empezaron a haber variaciones, caprichos y nuevos caminos en nuestra arquitectura republicana. Hay un término para hablar de esas edificaciones ambiguas: el eclecticismo.
De Lugano a Bogotá
Habíamos dejado al joven Luigi Ramelli Foglia, nacido en Lugano, Suiza, estudiando ornatística en Italia. Es hora de traerlo a la Colombia de finales del siglo XIX.
En Bogotá había necesidades enormes de ornatistas, pero eran muy escasos y sin la maestría y experiencia que se requerían. El Capitolio, el Palacio Liévano o actual alcaldía, la gobernación de Cundinamarca, el teatro Colón: todos son inmuebles republicanos, pero apenas el puñado más vistoso de lo mucho que se levantó en la capital en aquella época. Había muchos más edificios públicos e institucionales que requerían estos trabajos de embellecimientos. No solo en Bogotá, sino también en ciudades y poblaciones principales: plazas de mercado, teatros y escuelas municipales, las sedes de gobernaciones y alcaldías, por mencionar algunos.
Y con ellos competían una notable cantidad de villas y casas privadas de las clases más pudientes, que ahora viajaban a Inglaterra, Francia y Estados Unidos, de donde se traían las ideas para nuevas construcciones. Como escribió Hugo Delgadillo: “se generó un lento desprendimiento de las costumbres heredadas durante el periodo colonial que fueron en su mayoría consideradas sinónimo de atraso y ambigüedad” (...) no fue casualidad que Bogotá lentamente modificara su apariencia utilizando como modelo las ciudades de Londres y París”. Sí: lo colonial que hoy valoramos tanto era considerado entonces como una época ya superada.
Ante la escasez de ornatistas, el propio gobierno nacional tomó cartas en el asunto y a finales de 1883 Ricardo Roldan, el cónsul en Roma, organizó un concurso para traer a Colombia a un maestro ornatista para las obras que adelantaba el arquitecto Pietro Cantini, principalmente las de del Capitolio Nacional que se habían retomado tras estar varadas por años.
¿Quién ganó el concurso? Por supuesto Luigi Ramelli. En el contrato, firmado a comienzos de 1884 se estipulaba que también debería dar cuatro horas diarias de clase en la Escuela de Bellas Artes para formar talento local en la ornatística. El contrato inicial era por cuatro años y con un pago anual equivalente a nueve mil seiscientos francos. Ramelli tenía entonces treinta y tres años, estaba casado hacía tres y un hijo recién nacido. Trabajó en Colombia hasta 1911 y aquí nacieron casi todos sus diez hijos, dos de los cuales -Colombo y Mauricio- permanecieron en el país y continuaron con el legado del padre. El listado de obras públicas y privadas en las que participaron en Bogotá, pero también en otras ciudades es tan numeroso como para que se haya perdido la cuenta. Los tres son considerados figuras clave en la ornamentación republicana de Colombia. Durante veinticinco años, entre 1886 y 1909, Luigi cumplió con mucha disciplina su compromiso de enseñar en la Escuela de Bellas Artes, donde formó a generaciones enteras de maestros ornamentadores.
Descendientes directos de la familia Ramelli como Elvecio, Carlos y Germán mantuvieron el oficio. Ellos ejercieron como contratistas en obras a lo largo del país. Ya no se trataba solamente de hacer obras nuevas sino, cada vez más, de restaurar lo que habían hecho sus antecesores. Los decorados del teatro Colón, obra inicial de Luigi, significa un mantenimiento sinfín: se termina de restaurar una serie de barandas y pronto hay que restaurar una serie de palcos, y después todas las molduras. Son tareas que demoran meses o, incluso, años.
El último de la dinastía
Germán Romero es un ornatista de toda la vida y el continuador del arte de los Ramelli. Se ha convertido en un experto y nos ayudó junto con Hugo Delgadillo a descubrir la historia de esta familia. Los conoció muy jóven y con ellos se quedó. Estudió los once semestres de contaduría y presentó casi todos los preparatorios, pero cuando le faltaba un par decidió no graduarse. “Este trabajo me gustaba mucho y sabía que no iba a dedicarme a eso”, resume mientras hablamos bajo el ruido del último aguacero grande que cayó en Cartagena en noviembre.
“Los Ramelli tuvieron el taller en el barrio Las Cruces en Bogotá. De muchacho mi papá estaba cogiendo el camino de la calle. Entonces mi abuela, aprovechando que el taller le quedaba cerca de la casa, habló con don Mario para que le tomara al muchacho de aprendiz. Don Mario era nieto de don Luigi y se había quedado al frente del taller tras la muerte de don Colombo. Permanecía en overol como los obreros y al final de la tarde se ponía su “percha” y se iba con sus hermanos a los clubes que frecuentaban”.
Así, el papá de Germán aprendió desde los doce años todo el arte con don Mario y con él empezó a trabajar por todo el país: en iglesias, en pueblos, en monumentos, en casas representativas, donde quiera que les salieran contratos, que no escaseaban. Llegó a convertirse en subcontratista de don Mario hasta que éste murió. Luego continúo trabajando con don Carlos y Mery, que se hicieron cargo del taller, aunque no trabajaban directamente en las obras, y que luego murieron con un año de diferencia. Germán -que a su vez empezó desde niño a aprender el oficio con su padre- los conoció a todos y alcanzó a trabajar con Germán Reitz Ramelli, apasionado por el tema y fallecido también a una edad relativamente temprana. Su última etapa con los Ramelli fue durante los cinco años que trabajó con Santiago Reitz Ramelli, hasta que este decidió vender la casa de La Candelaria donde estuvo el taller en su última etapa, tras pasar por Las Cruces, donde los conoció Germán, y luego en el barrio Santa Bárbara.
Don Santiago ordenó empacar con cuidado casi mil moldes, pero no daba más abasto en el lote de su finca en el Sisga, así que decidió botar el resto. Germán averiguó con el conductor dónde los había arrojado y terminó en un botadero de Soacha, recuperando las piezas maltratadas que pudo y que luego reconstruyó en su nuevo taller. “A la larga casi no se han utilizado porque cada vez que hay que hacer una restauración los modelos son diferentes”.
Él mismo ya ha acumulado más de mil moldes desde entonces, que tiene repartidos en tres sitios distintos porque no le caben en uno solo. “Cuando me muera quizás a los herederos les estorbe todo eso y se irá perdiendo la memoria. Al paso que vamos hay riesgo de que se extinga el arte. Me han propuesto que haga cátedras para formar gente nueva, pero no se ha concretado. También hay que ver que esto es de mucho trabajo práctico”.
Del cuero del ganado
Cuando Gastón Lelarge recibió el encargo del Club Cartagena decidió inspirarse en el teatro de la Ópera de París o Palacio Garnier, por el nombre de su diseñador. El ritmo arquitectónico de la fachada es claramente un reflejo de aquel edificio parisino.
Pero Lelarge no hizo una simple adaptación, pues él mismo era un arquitecto original. Aquí reformuló el recargado estilo neobarroco del Garnier y lo volvió más neoclásico. También lo “tropicalizó” un poco, para adaptarlo a las condiciones de nuestro clima, como atestiguan el esfuerzo para que la ventilación cruzada refrescara adentro, a partir de los óculos en la fachada o de las amplias ventanas sobre el parque del Centenario. Y además, en algunos remates de las columnas internas incluyó motivos nuevos como unas estrellas o unos “botones” que recuerdan la estética de los remaches metálicos en las construcciones de acero tan en boga entonces en Estados Unidos.
Germán ha trabajado con distintas obras de Lelarge en Bogotá y nota una diferencia. “Él utilizaba los elementos muy decorados. Por ejemplo con capiteles corintios muy marcados o con unas hojas de acanto bastante realistas. Aquí el diseño es bonito, pero simple, si lo comparamos con los de Bogotá”. Germán piensa que la causa está en los moldes. “Allá se hacían en cola, que es un material muy flexible que permite que los decorados tengan relieves muy profundos y bien marcados, como en los distintos tipos de hojas vegetales. Aquí el clima no se presta para ese material, que es como una gelatina derivada de la raspadura del cuero del ganado. El calor no es amigo de ese material. Se derrite como si estuviera en un baño de María”, explica.
Su labor en el Club Cartagena, como en tantas obras, comienza con encontrar la pieza que servirá de modelo. La restaura a la perfección y luego le hace el molde. De ahí se sacan las copias que sean necesarias. Ahora, en el lote de la calle Pacoa donde quedan las oficinas de la obra de restauración, está haciendo con su equipo casi un centenar de balaustres que hacen parte del balcón y la terraza de la fachada. La manera como se elaboran la contamos en detalle en este artículo de nuestra edición 25. Una cantidad similar de estas piezas para la parte interna del edificio está a cargo de la Alfarería Jiménez, un emblemático taller que ha mantenido esta tradición ornamental en la ciudad, con un cuidado celoso de sus moldes, que como hemos visto, son parte esencial de estos oficios.
El cemento como arte
Antonely de la Barrera nació en Lorica, pero hoy, a sus cincuenta y ocho años se siente tan cartagenero como cualquiera. Estudió Artes Plásticas en la Escuela de Bellas Artes y tras tres décadas y media de experiencia es reconocido como uno de los mejores contratistas de la ciudad para elementos de restauración: en yeso, cemento, madera, bronce, herrería o los materiales que sean necesarios. Incluso se ocupa de temas como esculturas o muebles. Es capaz de solo de restaurar sino crear desde cero. Justo el tipo de profesional que quería formar Luigi Ramelli.
Del trabajo en el Club Cartagena le llama la atención la profusión de formas y decorados, que lo ha obligado a multiplicar el número de moldes. Usualmente con unas cinco piezas se resuelve el tema en otras edificaciones estéticamente menos complejas.
Como Germán o la Alfarería Jiménez, Antonely debe atenerse de manera estricta a los diseños que le proporcionan pues este es un Bien Inmueble de Interés Cultural del Orden Nacional (BICN) cuya intervención está altamente regulada por un Plan Especial de Manejo y Protección (PEMP). Esto obliga a un trabajo en equipo con los arquitectos restauradores Ricardo Sánchez y Angelina Vélez, entre los principales, que se reúne con frecuencia para diseñar soluciones específicas. Antes de elaborar un molde y después de elaborar las piezas hay reuniones periódicas para revisar prototipos, la calidad de las piezas o la exactitud de un prototipo.
En el Club Cartagena Antonely está encargado principalmente de piezas que van al interior: centenares de metros lineales de molduras para techos y paredes y decenas de tipos de piezas distintas para la escalera, el atrio y el arco magistral, en el segundo piso, así como las pilastras que decoran los muros. Los elementos para las columnas y unas vigas falsas en forma de “U” son las piezas más voluminosas. Todo ese conjunto interno de elementos es el que terminará por recuperar las formas propias del club. Sin ellas, sería algo de líneas simples y despojadas, como la arquitectura contemporánea.
En su taller de la avenida Pedro Romero, Antonely y su equipo producen piezas fundidas con morteros de cemento reforzado con filamentos de una fibra de vidrio especializada, conocidos como GRC por sus siglas en inglés. También, en otras piezas, con una mezcla de cemento y algo que parecería un contrasentido: pequeñas esferas de icopor. Se trata de materiales probados mundialmente y que representan la evolución del cemento como material de construcción y ornamentación. Pesan menos, resisten más carga y tracción y sobre todo, envejecen muchísimo mejor que el concreto de nuestro periodo republicano, cuyas construcciones aún en pie están siendo intervenidas y reforzadas en todo el país, sobre todo en un clima como el nuestro en el que se degradan de adentro hacia afuera.
Para saber más:
La casa republicana en el Caribe colombiano, de Rodrigo Arteaga Ruiz, en Credencial Historia, febrero de 2018.
Repertorio ornamental de la arquitectura de la época republicana de Bogotá. Hugo Delgadillo. Publicado por la Alcaldía Mayor de Bogotá en 2008.
Fotografías por Maxxi Pro.