Las historias, si no se cuentan, se van perdiendo. Esta es la de unos muchachos y unos vecinos bastante mayores que hace más de treinta años se juntaron para hacer algo por su barrio y lo que lograron fue revivir una fiesta centenaria que hoy es un patrimonio vivo de la ciudad y de la Nación.
Esos muchachos se habían criado en un barrio y ahora, de alguna manera, vivían en otro. Getsemaní estaba pasando por una mala época. Pocos años atrás, a comienzos de 1978, se había ido Mercado Público y con él, todo un entramado sociocultural que le había dado forma al barrio que conocieron de niños. Casi al mismo tiempo había migrado al barrio la zona de tolerancia que se prohibió en Tesca. Había problemas de consumo y venta de drogas. Incluso, alguna violencia que causó víctimas fatales, según relatan los vecinos. No era fácil. Ni a los taxistas les gustaba entrar. Para completar el panorama, la ciudad tenía relativamente excluido al barrio de tiempo atrás. Algunos dirigentes pensaban que lo mejor era declararla una zona de desarrollo urbano para demoler y construir desde ceros.
Por aquel comienzo de los años 80 se había creado el Comité de Base. “Un grupo cívico cultural creado ante la descomposición social que permeaba el barrio y pensamos que de alguna manera eso se podía solventar mediante un trabajo cívico y cultural”, recuerda Plutarco ‘Pluto’ Meléndez, uno de los protagonistas de aquella historia. Estos relatos siempre se quedan cortos y se comete alguna injusticia al dejar nombrar a alguien. En adelante se mencionarán, como en el caso de Pluto, cuando el relato los vaya pidiendo. Siempre con la salvedad de que fueron muchos más y que no alcanzamos a nombrarlos a todos aquí.
Aquel Comité de Base se disolvió, por diferencias de criterios entre sus miembros, pero dejó una semilla. Todavía se recuerda el gran pesebre artesanal hecho entre todos en la Plaza de la Trinidad en un momento en que no se creía posible, por la situación del barrio. Una noche, un ladrón se llevó algunas figuras, aprovechando el cansancio de uno de los vecinos que vigilaban. La presión del barrio fue tal que otra noche las restituyó a su lugar. “Nos dimos cuenta que era posible integrar a la comunidad a través de acciones como esa”, relata Pluto.
Descubrir una tradición
Luego se creó la Fundación Gimaní Cultural, bajo el liderazgo de jóvenes como Nilda Meléndez y Miguel Caballero. “Fue algo sublime”, describe Pluto. “No éramos simplemente jóvenes con ganas de hacer cosas; éramos gente joven con gente muy mayor que nos integramos en ese grupo que era una cosa totalmente mágica. Se convirtió en un estandarte, una especie de salvavidas para una comunidad agobiada”. Fueron jornadas y jornadas de reuniones y aprendizajes, de organizarse en comités, de aprender sobre la marcha cómo se hacían las cosas.
Una tarde, en medio de aquella dińamica de reuniones y comités, alguien propuso que se hiciera una recuperación de la memoria oral del barrio. La idea se concretó bastante rápido. Un día José Elías Gomescaceres, Elsa Mogollón Barrios y Pluto llegaron a la casa de Tomasa Heredia, quien les habló de la tradición de los cabildos. Ellos no la conocían. En esa conversación surgió uno de los hilos de la madeja para revivir una tradición.
Otro hilo lo trajo Nilda, quien había terminado muy joven su carrera de abogada y se había ido a Italia a proseguir su formación intelectual y académica. Ella recordaba que de niña se sentaba a hacer tareas en la calle San Juan con la señora Regina Mesa Bru “que era maestra y madrina de medio Getsemaní porque era una mujer muy agradable”. Doña Regina les contaba cuentos de las celebraciones, de las corralejas y de los negros vestidos para rendirle homenaje a la virgen de la Candelaria.
Más tarde, haciendo su tesis de doctorado Nilda tuvo que pasar un temporada en el Archivo de Sevilla, donde se guardan muchos documentos, relaciones y memorias de la época colonial en América Latina. Allí -dicho sea de paso- apenas se ha levantado una fracción de la información sobre Cartagena de Indias y se sabe que hay muchos filones que deberían darle trabajo a investigadores por varios siglos. “Entre las memorias de la Mita y la Encomienda, que era lo que yo estaba estudiando, me encontré con unas estampas bellísimas de los cabildos en la Colonia”.
Luego, Nilda vino una temporada a Cartagena y conversando con Juan Sierra y José Elías en donde Eparkio Vega, “intentando tocar una gaita y preocupados por lo que estaba pasando en el barrio y con el desmadre de las festividades del 11 de Noviembre nos preguntamos qué hacer. Yo les dije que no se preocuparan, que a mi regreso íbamos a hacer Cabildo”, recuerda Nilda. “Así empezó para mí esa aventura maravillosa. Un barco del que aún no nos hemos podido bajar”.
Los miembros de Gimaní Cultural siguieron documentando el tema. Las siguientes paradas memorables ocurrieron en Ararca y Bocachica, donde, con el apoyo de la Universidad de Cartagena, consiguieron más información. Gente como Edgar Gutiérrez, que hizo el levantamiento sociológico, Jorge Álvarez Pretelt, Carmenza Morales y Delio Zuñiga fueron encontrando más pistas. En Ararca encontraron un tamborero que les habló del Cabildo, de la tradición del ‘negro chiquito’ y les dijo que en Bocachica estaba el resto de la historia. Nery Guerra descubrió que el último rey vivo del Cabildo vivía mucho más cerca de lo que hubieran imaginado: por la calle Real de Torices, cerca de la tienda Impala. Delia Zapata Olivella, por su parte, ya tenía su Cabildo Negro en Bogotá. “Solo nos faltaba la musicalidad y la ritualidad porque los cabildos eran cantados y cuando volvimos a Ararca encontramos que el tamborero, que tenía más de cien años, había muerto unas semanas antes. Una pérdida inmensa”, recuerda Nilda. Pero no regresaron con las manos vacías: habían encontrado elementos como el ‘paliteo’, las campanillas y las pailas.
La organización
“Entonces nos unía más la alegría, que los temas de la financiación. No era fácil, pero las cosas se daban. A veces, en los primeros tiempos, después de danzar nosotros mismos nos poníamos de meseros a repartir la comida a los invitados. Pasaba que no teníamos ni para hacer una fotocopia de un boletín de prensa para llevar a una emisora. A veces me pongo a pensar cómo hacíamos. No tengo mucha memoria de cómo llegaban las cosas, pero la verdad es que siempre aparecían”, recuerda Pluto. Para el primer cabildo, en 1989, Jesús María ‘El Perro’ Villalobos donó para hacer un gran sancocho que prepararon mujeres del barrio y se repartió en San Roque para un gran gentío, comenzando por los danzantes que habían traído de la región Caribe porque sentían que sus bailes tenían que estar ahí.
Se ha dicho arriba que eran tiempos difíciles para Getsemaní, pero también, en general, para las festividades en Cartagena. Desde las emisoras había mucha más burla que respeto por la cultura popular y las reinas de los barrios eran un blanco fácil. Por eso tuvo tanto valor que las señoras y señores mayores del barrio se vistieran de cabildantes. Y, mejor aún, que ese primer Cabildo se volvió “un remanso de paz, alegría y jolgorio. No hubo buscapiés, ni piedras ni maizena ni agua. Nos pusimos a pensar: ¿y aquí qué pasó? Nos dimos cuenta de que los vándalos no querían tirar agua porque mojaban a su abuelo que iba en el desfile, no querían tirar un buscapie porque quemaban a su abuela que también iba en el desfile, no tiraban cosas porque podían lastimar a su hermanito o a su prima”, dice Pluto.
“Eramos toderos, un equipo muy reducido con Nilda, Edelmira, Plutarco, Miguel, Jorge Alvarez, los de Calenda y algunos pocos más. Entonces no existían los celulares y Nilda andaba con el dedo ñato de tanto marcar ese teléfono de ruedita, siempre toda calmada, consiguiendo cosas con esta persona y los demás alteradísimos corriendo por toda Cartagena para conseguir las cosas. La parte más fuerte de nuestra labor comenzaba en septiembre e iba hasta cuando se acababa el desfile y los grupos invitados se iban. Entonces cada uno cogía para su casa y nos desaparecíamos por unos días. Desde comienzos de noviembre dormíamos un par de horas en la casa donde nos cogiera la noche, a veces en la de Nilda, a veces en la de Miguel. Los grupos invitados se quedaban en la casa de Edelmira. Al final, después de todo, yo me encerraba tres o cuatro días y no quería saber del mundo porque todo eso era muy bonito, pero muy trabajado y agotador: nos tocaba buscar los grupos, montar las coreografías, ir por la gente, bailar en el desfile, repartir los refrigerios y el sancocho: lo que tuviéramos que hacer. Después nos volvíamos a juntar para hacer la evaluación del Cabildo”, relata Dixon Pérez González
Como Dixon, todos terminaron aquel primer Cabildo fundidos de tanto organizar y corretear. Pluto recuerda la sensación nítida de estar tumbado en la cama y en medio de un patatús sentir “que algo grande había acabado de pasar” pero que aún así “lo bueno estaba por llegar”.
Mariamulatas y farotas
Dixon -fundador de Ekobios y uno de los más reconocidos maestros de danza de la ciudad- era entonces un muchacho nacido en Papayal y que a sus quince años vivía en Los Caracoles. Por cosas de la vida conoció a Edelmira Massa Zapata y terminó viviendo en las casas de los Zapata Olivella. Primero en San Diego y luego, en 1986 y por una década, en la de Getsemaní. Allí, Edelmira lo dejó a cargo tanto de la casa como de sus iniciativas de danza, fundamentalmente Calenda porque ella tenía que radicarse en Bogotá, desde donde venía con mucha frecuencia. Delia Zapata y Edelmira resultaron figuras clave en el proceso porque le incorporaron todo el tema de las danzas, del cuerpo y sus propios aportes investigativos pues desde su especialidad habían estudiado los cabildos de negros. Sin ellas, la tradición de Cabildo no se hubiera podido recuperar como se hizo. Su Calenda fue el núcleo primigenio de las danzas del cabildo getsemanicense.
Aunque las Zapata tenían una conexión íntima con el barrio porque aquí había vivido mucho tiempo la familia, curiosamente el factor que aceleró su llegada al proceso del Cabildo vino de afuera. Fabián de la Espriella, que estaba al frente de la corporación de turismo de la ciudad, invitó a Delia, entonces la máxima figura de las danzas tradicionales en Colombia, a que fuera la directora artística de las festividades de la ciudad. Ella acogió a muchos de quienes hicieron parte del Cabildo original y alentó a Nilda y a Gimaní Cultural a realizarlo. Armó un semillero del que surgirían maestros actuales de las danzas en Cartagena como el propio Dixon, Delio, Vicente o Nery.
Nilda recuerda que con la ayuda de folcloristas hicieron un balance de las danzas ancestrales del Cabildo y sobre todo cuáles mantenían alguna tradición viva en el Caribe. Decidieron traerlas con un apoyo de Pedro Pereira Ramos para el transporte. Vino gente de Sucre, Córdoba, Magdalena y del sur de Bolívar. Del Atlántico se trajeron comparsas de paloteo y congo, pero también de fantasía y a los arlequines de Sabanalarga. De Palenque trajeron sus tradiciones y del tan cercano Torices, la de los gallinazos. Con las muchachas del barrio se hicieron comparsas alegóricas como las de las Mariamulatas y temas alusivos a Cartagena. También se incorporaron danzas nuevas como la de los monos y el ‘carro charro’, que se convirtió en el preludio de lo que iba a acontecer al día siguiente. “Con los vecinos montamos la danza de Cabildo, que era la principal: la reina con una corte de regencia que fueron los ancianos de la comunidad, la corte de marqueses y duques, las damiselas de la corte que eran las que hacían las danzas”, describe Nilda, que desde ese primer Cabildo fue nombrada como Reina Vitalicia porque en los Cabildos son importantes las estirpes y los linajes.
De todo aquello, Dixon recuerda con gracia la danza de las farotas de Talaigua, que se baila con paraguas y unos grandes faldones. “Los muchachos de la comunidad eran muy machistas. Yo me paré firme y les dije que tenían que aprenderse esa danza, mientras Edelmira les marcaba el ritmo con un tamborcito. Después que no querían, duraron como cuatro días con las faldas puestas, en tremenda borrachera y con los paraguas en las manos”.
El desfile que no estaba
El desfile que hoy tiene un recorrido fijo y unos rituales no estaba planeado. Nació por un clamor popular. El primer año la idea fue tomarse la plaza de la Trinidad haciendo que los distintos grupos de danzas confluyeran desde las distintas calles: San Antonio, Pozo, Carretero, Sierpe y Guerrero. Lo habían concebido como algo más teatral, con el atrio de la iglesia como si fuera el escenario.
“Cuando la gente vio esa maravilla, que por una parte entraban los congos y por otra los diablos espejos; a ver los cabildantes engalanados y a su propia gente haciendo su fiesta; que la plaza se llenó de colores. Al ver eso tan lindo los vecinos empezaron a gritar ¡que desfilen, que desfilen! y nosotros como en una cosa espontánea salimos desfilando con una alegría infinita. Salimos por Guerrero, Tripita y Media, cruzamos por las antiguas Empresas Públicas, subimos por la avenida Venezuela y entramos por la Media Luna”, dice Nilda.
“Nosotros queríamos era una muestra, pero ahí nos dimos cuenta de que habíamos despertado el gusanillo del derecho universal al goce. Esto, con una comunidad que siempre ha gozado, pero que tenía como un atrancón en aquellos años. Aquello era una hermosa locura de vecinos. Y la gente empezó a pensar: yo el año que viene me disfrazo. Aspiraron a ser parte de la fiesta. Es que no puedes hacer fiesta sin la gente del lugar, tú tienes que ser el primer invitado a tu fiesta”, afirma. Muchos en Getsemaní recuerdan con orgullo que familiares suyos estuvieron entre los primeros cabildantes. Cómo no mencionar a Mario Vitola, al profesor Fortunato Escandón, a la señora Elida, a Gladys Moreno.
Para los años siguientes salieron de San Antonio, daban la vuelta a varias calles de Getsemaní y llegaban a la plaza de la Trinidad; luego le agregaron una vuelta al parque del Centenario. Pero el desfile del Cabildo siguió creciendo y el barrio le quedó pequeño. Luego empezó a salir de la bomba de Santa Rita, hasta llegar al actual el punto de partida fue la plaza de Canapote. Y aunque algunos de sus protagonistas opinan que para el remate del desfile ya es hora de buscar un espacio más amplio, como el Pedregal, nada le ha quitado a la plaza de la Trinidad su lugar como punto de llegada.
Dio la casualidad de que aquel primer Cabildo coincidió con la remodelación de la plaza de la Trinidad, a cargo de Samuel Palacio, a la que el Distrito había intervenido de fondo por primera vez en muchísimas décadas, con una inversión bastante alta. Quedó convertida en un espacio más despejado y tapizada con adoquines que no llevaban pega de cemento para que el agua drenara. Pero no se sabía si iba a resistir a una multitud en fiesta. No solo resistió sino que sigue siendo el piso de la plaza y ha aguantado treinta cabildos.
Qué es un Cabildo
Cabildo viene de cabildar, que a su vez significa discutir y tiene una tradición católica y europea. En Sevilla había cabildos de negros esclavos aún antes de que esa costumbre arraigara en América. Aquí, arrojados violentamente a un mundo nuevo, los esclavos de raíz africana tenían sus cofradías, usualmente según su lugar de origen o nación como bantúes, mandingas, congos, ararás o carabalíes, a manera de ejemplo. En general, las llamaron ‘cabildos’, a la manera española.
Antes que algo festivo, el cabildo era una organización social permanente que se ocupaba de los suyos, en particular de integrar a los esclavizados de su etnia recién desembarcados en la ciudad. Cada cabildo tenía su toque de tambor, su música y corporalidad, que iban de acuerdo a la nación original africana de sus miembros.
Por otra parte, en la Colonia, y en particular en Cartagena, los esclavos tenían un día libre y festivo al año. Comenzó siendo el mismo día de la fiesta de la Candelaria, el 2 de febrero. Se tienen pistas de que la primera celebración fue en 1608. Ese ‘día de libertos’ se subvertía el orden y ellos podían disfrazarse de amos. Para estos también se convirtió en un motivo de prestigio mostrar a sus esclavos como los mejor disfrazados y se daban casos en que les prestaban ropa de altísima calidad y todo cuanto necesitaran para lucirse en su desfile. Ese día, tras la fachada una corte europea en realidad celebraban sus tradiciones ancestrales. Un ‘marqués’ significaba otra cosa. Podía representar tanto a un ‘príncipe’ de su nación original como a una deidad que ‘bajaba’ y se adueñaba del cuerpo de quien la representaba.
Tras la liberación de España, la festividad se pasó para noviembre, en el marco de las celebraciones de Independencia. Tomó entonces matices de fiesta cívica y cultural, aunque bajo la superficie siguiera latiendo el sentido original. Hubo cabildos en Torices, Pekín, Lo Amador y otros barrios, pero no hay evidencias de que lo hubiera en Getsemaní. De todos, el único que sobrevivió fue el Cabildo Vivo de Bocachica, cuyos últimos representantes fueron los que redescubrió Gimaní Cultural en su intento de revivir esa tradición.