García Márquez vivió y escribió sobre el barrio en muy distintos momentos y registros. Algunas veces sobre los lugares reales que vivió y caminó. Otras, en clave de ficción, trasponiendo lugares y épocas. Siempre un lugar vivo, donde bullen los personajes, las imágenes y los recuerdos. Una selección de sus palabras sobre Getsemaní y sus territorios aledaños.
“Habíamos llegado a la gran puerta del Reloj. Durante cien años hubo allí un puente levadizo que comunicaba la ciudad antigua con el arrabal de Getsemaní y con las densas barriadas de pobres de los manglares, pero lo alzaban desde las nueve de la noche hasta el amanecer. (...) Sin embargo, algo de su gracia divina debió quedarle a la ciudad, porque me bastó dar un paso dentro de la muralla para verla en toda su grandeza a la luz malva de las seis de la tarde, y no pude reprimir el sentimiento de haber vuelto a nacer”.
Vivir para contarla
“Cansados de la búsqueda inútil de cigarrillos sueltos, salimos de la muralla hasta un muelle de cabotaje con vida propia detrás del mercado público, donde atracaban las goletas de Curazao y Aruba y otras Antillas menores. Era el trasnochadero de la gente más divertida y útil de la ciudad, que tenía derecho a salvoconductos para el toque de queda por la índole de sus oficios. Comían hasta la madrugada en una fonda a cielo abierto con buen precio y mejor compañía, pues allí iban a parar no sólo los empleados nocturnos, sino todo el que quisiera comer cuando ya no había dónde. El lugar no tenía nombre oficial y se conocía con el que menos le sentaba: La Cueva”.
Vivir para contarla
“Los agentes llegaron como a su casa. Era evidente que los clientes ya sentados a la mesa se conocían de siempre y se sentían contentos de estar juntos. Era imposible detectar apellidos porque todos se trataban con sus apodos de la escuela y hablaban a gritos al mismo tiempo sin entenderse ni mirar a quién. Estaban en ropas de trabajo, salvo un sesentón adónico de cabeza nevada en esmoquin de otros tiempos, junto a una mujer madura y todavía muy bella con un traje de lentejuelas gastado por el uso y demasiadas joyas legítimas. Su presencia podía ser un dato vivo de su condición, porque eran muy escasas las mujeres cuyos maridos les permitieran aparecer por aquellos sitios de mala fama. Hubiera pensado que eran turistas de no haber sido por el desenfado y el acento criollo, y su familiaridad con todos. Más tarde supe que no eran nada de lo que parecían, sino un viejo matrimonio de cartageneros despistados que se vestían de gala con cualquier pretexto para cenar fuera de casa y aquella noche encontraron dormidos a los anfitriones y los restaurantes cerrados por el toque de queda”.
Vivir para contarla
“Fueron ellos quienes nos invitaron a cenar. Los otros abrieron sitios en el mesón, y los tres nos sentamos un poco oprimidos e intimidados. También trataban a los agentes con familiaridad de criados. Uno era serio y suelto, y tenía reflejos de niño bien en la mesa. El otro parecía despalomado, salvo en el comer y el fumar. Yo, más por tímido que por comedido, ordené menos platos que ellos y cuando me di cuenta de que iba a quedar con más de la mitad de mi hambre ya los otros habían terminado”.
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“El propietario y servidor único de La Cueva se llamaba José Dolores, un negro casi adolescente, de una belleza incómoda, envuelto en sábanas inmaculadas de musulmán, y siempre con un clavel vivo en la oreja. Pero lo que más se le notaba era la inteligencia excesiva, que sabía usar sin reservas para ser feliz y hacer felices a los demás. Era evidente que le faltaba muy poco para ser mujer y tenía una fama bien fundada de que sólo se acostaba con su marido. Nadie le hizo nunca una broma por su condición, porque tenía una gracia y una rapidez de réplica que no dejaba favor sin agradecer ni agravio sin cobrar. Él solo lo hacía todo, desde cocinar con certeza lo que sabía que a cada cliente le gustaba, hasta freír las tajadas de plátano verde con una mano y arreglar las cuentas con la otra, sin más ayuda que la muy escasa de un niño de unos seis años que lo llamaba mamá. Cuando nos despedimos me sentía conmovido por el hallazgo, pero no me habría imaginado que aquel lugar de trasnochados díscolos iba a ser uno de los inolvidables de mi vida”.
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“A las diez de la noche, cuando cerró el periódico, el maestro Zabala se puso la chaqueta, se amarró la corbata, y con un paso de ballet al que ya le quedaba poco de juvenil, nos invitó a comer. En La Cueva, como era previsible, donde los esperaba la sorpresa de que José Dolores y varios de sus comensales tardíos me reconocieran como cliente viejo. La sorpresa aumentó cuando pasó uno de los agentes de mi primera visita que me soltó una broma equívoca sobre mi mala noche en el cuartel y me decomisó un paquete de cigarrillos apenas empezado. Héctor, a su turno, promovió con José Dolores un torneo de doble sentido que reventó de risa a los comensales ante el silencio complacido del maestro Zabala. Yo me atreví a introducir alguna réplica sin gracia que me sirvió al menos para ser reconocido como uno de los pocos clientes que José Dolores distinguía para servirles de fiado hasta cuatro veces en un mes”.
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“Los habitantes de la ciudad nos habíamos acostumbrado a la garganta metálica que anunciaba el toque de queda. El reloj de la Boca del Puente, empinado otra vez sobre la ciudad, con su limpia, con su blanqueada convalecencia, había perdido su categoría de cosa familiar, su irremplazable sitio de animal doméstico”.
Comienzo de su primera nota en El Universal
Mayo de 1948
“Era como haber vuelto a los orígenes. Los mismos temas corregidos en rojo liberal por el maestro Zabala, sincopados por la misma censura de un censor ya vencido por las astucias impías de la redacción, mismas mediasnoches de bisté a caballo con patacones en La Cueva y el mismo tema de componer el mundo hasta el amanecer en el paseo de los Mártires”.
Vivir para contarla
Jorge Artel se ha llevado nuestra tierra a Bogotá. En la pieza de un hotel capitalino abrió el poeta sus maletas vagabundas, y lentamente, con la seguridad del viajero que sabe el sitio de cada cosa, fue extrayendo de entre las camisas y los pañuelos las preguntas de la raza, los tejidos, de la música…
Nota en El Universal sobre el poeta getsemanicense
Septiembre de 1948
“Como todo el mundo no lo sabe, Chambacú es la zona negra de Cartagena, moridero de 8.687 personas que se han ido a vivir en una isla hecha de basura y cáscaras de arroz, a pocos metros del centro urbano. Es una ciudad aparte, de casas apelotonadas construidas con tablas viejas, papel periódico y hojas de lata” (...). “Por eso no se ve muy claro lo que quiere decirse cuando se dice que Chambacú será humanizado. Lo más humano que tiene Cartagena es Chambacú, un barrio que hierve y se pudre de pura humanidad”.
Chambacú será humanizado
El Espectador. 1955
Sobre el barrio vecino, hermano y rival de Getsemaní
“Para mí, el rincón más nostálgico de Cartagena de Indias es el muelle de la Bahía de las Ánimas, donde estuvo hasta hace poco el fragoroso mercado central. Durante el día, aquella era una fiesta de gritos y colores, una parranda multitudinaria como recuerdo pocas en el ámbito del Caribe. De noche, era el mejor comedero de borrachos y periodistas. Allí estaban, frente a las mesas de comida al aire libre, las goletas que zarpaban al amanecer cargadas de marimondas y guineo verde, cargadas de remesas de putas biches para los hoteles de vidrio de Curazao, para Guantánamo, para Santiago de los Caballeros, que ni siquiera tenía mar para llegar, para las islas más bellas y más tristes del mundo”.
‘Un domingo de delirio’
Columna publicada en El Espectador
10 de marzo de 1981.