“Cartagena me hizo marinero soñador y bachiller”, dijo Manuel alguna vez. Sus abuelos paternos, Ángela Vazquez y Manuel Zapata Granados, eran raizales getsemanicenses, así como su padre, el legendario Antonio María Zapata, que salió del barrio recién casado y regresó décadas después con su prole de siete hijos vivos. Manuel, uno de los menores, tenía siete años. En el centenario de su nacimiento, leamos de su propia mano, su vida en Getsemaní.
De Lorica a Cartagena
“Después de cuarenta años de haber combatido juntos, mi padre debió enterrar al general Lugo, en Lorica. Aquella noche, aún olorosa nuestra casa con el aroma de las coronas fúnebres, conjuntamente con mis hermanos, observábamos los movimientos de nuestros padres acomodando las ropas y libros en los baúles.
—Mañana viajaremos a Cartagena.
La pequeña nave partió del puerto en un día lluvioso. Los alumnos ayudaron a embarcar las pertenencias. Adolescentes y adultos, muchachas solteras y casadas que se quedaban sin maestro. Había lágrimas detrás de los pañuelos, pero yo era muy pequeño para comprender el significado de aquella despedida.
Desde la baranda de la lancha, el maestro se despedía con su bombín, chaleco y casaca de alpaca negra, a la moda de los románticos de la época. En su precipitada decisión de no persistir un solo día en el lugar donde vivió con su amigo, no tuvo tiempo de cambiarse el vestido fúnebre con que lo había enterrado”.
“Al volver a Cartagena, donde había nacido, mi padre retomó los pasos de la cátedra positivista iniciada en Lorica. Abrió las puerta del Colegio “La Fraternidad” en Getsemaní, la barriada de mayor población negra y mulata. Olvidándose del pénsum oficial, sustituyó el catolicismo impuesto como credo oficial para dedicarse a la enseñanza de todas las religiones. Por primera vez en la ciudad un colegio dejó de llevar sus alumnos a la misa y proclamaba como dogma la no existencia de Dios”.
“El cura predicaba en los ranchos y obtenía becas para que los alumnos aventajados cursaran estudios en el Seminario Conciliar de Cartagena. Mi padre respondía ofreciendo educación gratuita a quienes llegaban descalzos a su colegio”.
El barrio
“A la casa de mi familia y la de los Zambrano, en el corazón de Getsemaní, ubicadas en la calle de San Antonio, solo las separaba la estrechura propia de los antiguos callejones coloniales. Por allí forzosamente debían desfilar las vivanderas, amasadoras de bollo, sirvientas, armadores de chalupas, sastres, peineteros de carey, constructores de guitarra, toda esa viva comunidad mulata, zamba, mestiza arrochelada en el interior amurallado del Getsemaní.
—¡Bollo limpio!
Era el primer pregón de la madrugada, todavía a oscuras. Las vendedoras tocaban a las puertas e insistían hasta que la voz del ama de casa o la cocinera respondiera. Una leve luz despabilaba por detrás de la puerta, oyéndose entonces el regateo por el precio de la carga de carbón, la consistencia de las arepas de maíz o el tamaño de las tortas de cazabe. La madrugada se abría paso entre rebuznos, ladridos y el repiqueteo de gallos”.
“Los viandantes procedían de las casas de vecindad y de los pasajes, intensa red comunicante de patios y baldíos, callejones y puertas que desembocan en las plazas de la Santísima Trinidad y del Pozo. A nuestra calle, en otros días glorificada con el nombre de San Antonio, ahora se le denominaba de la ‘Malditidad’. De ella nos fuimos, a vivir cuando murió mi abuela Ángela a la no menos religiosa del Espíritu Santo, pero que ya las malas lenguas la habían rebautizado con el apodo de la ‘Mala Crianza’”.
“El Getsemaní, en otros tiempos reducto de hidalgos criollos, mestizos y mulatos en espera de ascender en la escala social por blanqueamiento, se había convertido en una barriada de abigarrados contrastes sociales y étnicos. A semejanza de los aristócratas del centro de la ciudad que decían poseer abolengos que nunca tuvieron, algunos getsemanisenses sin rango —empleados públicos, jueces, administradores de aduana y simples comerciantes— se sentaban por las tardes en los corredores y balcones para ver desfilar la interminable procesión de la pobrería negra y mulata que brotaba de los callejones, patios y pasajes de vecindad. La paradójica ley de los desplazamientos también había atrapado en los contrafuertes del cinturón amurallado del Getsemaní a pobretones y míseros que constituían la escoria sedimentada de los distintos estamentos sociales habidos desde la Colonia. En esta rochela convivían curas y réprobos, ricos y leprosos, mirándose con la distancia que imponían los prejuicios heredados, pero confundidos no tanto por la promiscuidad sino por ocultos lazos de sangre”.
“Había aljibes en todos los antiguos caserones y conventos. En los veranos, cuando desaparecía hasta la última gota de agua, los pelafustanes del barrio convocábamos aquelarres para expulsar alacranes, arañas y almas en pena, allí refugiadas. Por unas cuantas monedas y medallas benditas, nos armábamos de linternas de gas, baldes, escobas, escapularios y bendiciones”.
“Otro día la meta de nuestros juegos infantiles era alcanzar lo más alto del castillo de San Felipe. Agarrados de las raíces de los tumbaparedes, destripando huevos de lagartijas y salamanquejas, escalábamos hasta la encumbrada garita que oteaba el mar; entonces supe que los horizontes se abrían a los piratas, a los traficantes de prisioneros y también a los náufragos del ensueño”.
“Cada uno de mis compinches se aposta en su garita: el bizco “Maqueco” cabalga un cañón y su tea encendida descarga balas de hierro; “Cariseca”, quien vino a ser después magnífico boxeador, se encarama en la más alta almena de San Felipe y cuenta los barcos hundidos; allá abajo, en la profundidad de los túneles de la fortaleza, carretea desesperada la tropa defensora de “Maco” y Trino Zambrano ahora apacibles revendedores de plátanos en el mercado; el difunto “Mojarra”, ansioso por entrar en combate, se arroja al caño de Chambacú por donde avanza una patrulla de ingleses con el pecho tatuado de anilinas. Y él solo los contiene con sus golpes de canalete. Después moriría ahogado en el fondo de los muelles buceando máquinas de coser “Singer” que habían caído a más de diez brazas de profundidad desde la grúa de un barco”.
“Mi más temprana memoria de las murallas se remonta a la edad de siete años. Carecía entonces de la comprensión necesaria para relacionar que también mi espíritu y mi carne hacían parte de su historia. Mi padre, negro por la vertiente materna y cuarterón por la paterna, había nacido en el barrio de Getsemaní, gran reducto de antiguas casamatas de esclavos”.
“La agria transpiración de las murallas aguzó mi olfato infantil por los olores: el agua estancada de la bahía de las Ánimas con su hedor de almejas podridas; chalupas, balandros, goletas y vapores de cabotaje mezclaban sus miasmas a las voces salitrosas de los marinos; el aroma de los mangos, piñas y nísperos confundido con el ácali de las huevas fritas de sábalo y róbalo; el humus vegetal del carbón a lo largo de la playa, pero sobre todo, descubría en mi propio cuerpo el almizcle de los negros. Eran los primeros atisbos conscientes de mi negredumbre”.
Los Zambrano
“Las Zambrano, cualesquiera que fuesen su edad, abuelas, hijas o nietas ganaron fama de bailadoras. La vieja Hermenegilda, ya quebrada por los sesenta años, solía desafiar a los machos charlatanes entrando al ruedo de la cumbia con varios paquetes de espermas encendidas en lo alto de su puño. Podía bailar toda la noche y aún varias noches sin que flaquearan sus piernas y su ritmo. Su cuerpo se adornaba con el velamen de sus polleras, meciéndose serenita sin que el oleaje de los tambores la descompusiera”.
“Al amparo de su bandera izada para cualquier tipo de combate, los Zambrano constituían en el barrio un clan de púgiles dispuestos a desafiar por igual a los vecinos, viandantes, policías, ladrones o vilipendiadores de sus hermanas. Para ellos era mengua que se les tuviera por fuertes, si no se les sumaba fama de atrevidos e irreverentes”.
“Los Zambrano constituían una familia más temida por las lenguas de las mujeres que por todos los puños de sus hermanos. Tejían y destejían la vida secreta de toda la vecindad como si la antigua claraboya de la casamata de esclavos, en lo alto de la pared, les sirviera de atalaya diurna y nocturna para espiar los pasos en falso de adolescentes, ladrones, curas, viudas y masturbadores. En su ventanal desportillado se fijaba de madrugada el pasquín oral donde aparecía a la luz del sol lo que la noche quiso ocultar. Algunas almas cándidas se acercaban al herrero para que las hijas enmendaran alguna calumnia. El primero en sorprenderse de los reclamos era el propio Sofonías y los agraviados debían huir por los portillos”.
“Trino, el más callado de los hijos del forjador, solía remendar velas de barco. Las extendía en el patio, a la sombra del almendro y desde allí, protegida la palma de la mano con una coraza de cuero, hundía la lezna engrasada con cerote. Una puntada a la vela y otra mirada al boxeador que hacía sombras. A su lado aprendí que los barcos no solo servían para navegar en el mar. Se había hecho marinero de los sueños. Con ellos yo viajaba a geografías inventadas, oyéndole contar las aventuras de piratas, barcos fantasmas y ballenas que anclaban en Cartagena y que nadie había visto”.
“Desafiando el riesgo de la contaminación y las advertencias de mi padre, yo era un visitante clandestino de los Zambrano. La algarabía del público aplaudiendo los combates de los boxeadores; los trompos de totumo de Trino, capaces de volar por encima del techo de las casas, eran tentaciones demasiado fuertes para que pudiera resistirlas. Siempre que podía abandonar cuadernos, tiza y lápices en el colegio de mi padre, me escapaba a la universidad de mis vecinos, donde era bien recibido. Allí aprendí que la solidaridad de los pobres es mucho más fuerte y generosa que las dádivas y limosnas de los opulentos. En el subfondo de las necesidades comunes, lo que la pobreza negaba lo suplía abundantemente la risa, el sol y la intemperie. Siempre había una mano tejedora que remendara los rotos del pantalón; el tornillo de la palabra para ajustar el desvarío; un grano de maíz asado para llenar el más hambreado de los estómagos. La cura milagrosa de tantos sufrimientos la constituía el tono sacramental de las palabras. Los refranes o las coplas groseras de alguna pulla callejera lograban cerrar las heridas sangrantes”.
Don Sofonías
“El yunque madrugador de Sofonías Zambrano despertaba la vecindad con un latido visceral. Suave, pellizcando apenas la piel resonante del hierro, hería el oído con el timbre de una campanilla infantil. Dos o tres golpes espaciados con silencios sugerentes y luego, in crescendo, el repique sobre el lingote sonoro, más bailarín que fuerte y áspero. Después, mucho después, cuando seguramente el sacristán sacudido por el yunque había tenido tiempo de lavarse la cara, recorrer la nave de la iglesia y aún subir al campanario, se escuchaba el tañer de los maitines. Entre el herrero y el sacristán se establecía entonces un duelo donde rivalizaban cantos y coros de olvidados ritos. Silenciadas las campanas y vigorizado el martillo con la plenitud del sol y los tragos de café amargo, la vida del barrio ya solog palpitaría al son del maestro Zambrano”.
“De su fragua iban saliendo brazos de anclas, cabezotes de cabrestantes, ruedas de garruchas para revitalizar los viejos barcos de vela anclados en la bahía más por cansancio senil que por sobrevivir a la última tormenta. Paradoja en la larga ascendencia de este forjador era verse convicto de machacar el fierro de las cadenas que aprisionaron los tobillos y gargantas de sus antepasados. En los momentos de tregua, cuando se agotaba el carbón mineral o los huesos adoloridos le reclamaban descanso, se
asomaba en el portal desmantelado de su casa, grasiento y sudoroso, el costillar desnudo como raíces expuestas al viento. Unos espejuelos rotos con un cristal blanco y otro oscuro, tapaban más que esclarecían su vista. Abría los brazos y agarrado al marco de la puerta, semejaba un Cristo negro, la mirada vagabunda, atento a los transeúntes del barrio. Llamaba, reía, preguntando e hiriendo con la ironía del que nada espera porque todo lo ha dado”.
“En el lado opuesto, sentado en su taburete de cuero, mi padre repetía el mismo diálogo con sus estudiantes o con algún desconocido pescador en la fluida corriente de la calle. Algunas veces el herrero se le acercaba y sentado en el pretil, establecían una larga conversación sobre personas y hechos que denotaban haber tenido la misma aventura en los mismos escenarios. Nada extraño para quienes procedían de las aguas revueltas de la esclavitud. Ahora, sin embargo, de una u otra orilla de la calle había mucho que diferenciar y trajinar. Mientras el envejecido cuerpo del herrero ya nada tenía que dar, sino los últimos golpes sobre el yunque, mi padre, agobiado por la pobreza, se ilusionaba con su siembra en la mente joven de sus discípulos”.
Los animales y la ciencia
“Por esa época fue cuando un viejo pescador me reveló que los cangrejos se pasan toda la noche recogiendo cuanto desperdicio encuentran alrededor de su cueva. Colillas de cigarrillos, tapas de gaseosas, migajas de alimentos. En el día examinaban su botín y cuidadosamente iban arrojando al exterior todo cuando no les servía”.
“Inducidos por mi padre, viajero sedentario que recorría la geografía del país sin traspasar la órbita cotidiana de su casa al aula, varios estudiantes organizamos una excursión a los volcanes de Turbaco descritos por Alejandro Humboldt como los más pequeños del mundo”.
“Convencía a mis condiscípulos de zoología, con la aprobación del profesor de la materia, para que saliéramos a los bosques en las inmediaciones de la ciudad en busca de serpientes venenosas. Después, en cajas de madera o en botellas, las exhibíamos con alardes de atrevidos cazadores. También quise domesticar avispas y abejas salvajes”.
“Coleccioné aves zancudas y palmípedas de distintas especies, la mayoría capturadas por mí en las orillas del mar, ciénagas y esteros en los alrededores de Cartagena. Otras procedían del Sinú, y hasta flamencos capturados en la península de La Guajira. Chavarríes, chelecas, garzas blancas y morenas, chorlos, ibis, pisingos. A todos debía alimentar con pescado, granos y vegetación acuática”.
“Dos años mayor que yo, Virgilio se constituyó en el hermano mellizo de aventuras, sueños y afanes. Ya fuese por demostrarme madurez, él daba el primer paso convencido de que le seguiría cualquiera que fuese el riesgo. Incursionar por la bahía y sus caños en botes alquilados para pescar; descubrir nidos de garzas y alcatraces para robar sus huevos y tratar de empollarlos en la nidada de alguna gallina clueca; correr a lo largo de la playa en las madrugadas, todavía oscuras, para bañarnos con las primeras luces del sol nadando en el mar. Cuando llegaba algún circo a la ciudad, mientras los obreros clavaban la arboladura de las carpas, él construía la trampa para cazar gatos utilizando como cebo las hojas de valeriana que los atraían con apetito irresistible. Una vez borrachos, los conducíamos en sacos al circo donde los permutábamos por entradas a las funciones. Nunca los vimos arrojar a las fieras, pero sabíamos que proseguirían durmiendo su borrachera en el vientre de los leones”.
La abuela negra
“Mi abuela Ángela Vásquez era rezandera de profesión. En Cartagena de Indias no es extraño encontrar entre los descendientes de esclavos a mujeres dedicadas al oficio de bien acompañar a los difuntos en su tránsito hacia la otra vida”.
“Ganó fama de ser buena rezandera en los velorios no solo por el tono de su voz y la riqueza de sus letanías, sino porque sentía la presencia física del muerto siempre que elevaba sus oraciones. Le hablaba, invitándolo a que se retirara de esta vida y entrara en paz en el reino de Dios, cualesquiera que hubieran sido sus deudas pendientes”.
“Mi abuela negra no podía sustraerse a esta ley natural del dolor. Mis primeros recuerdos la evocan frente a un ataúd, vestida de luto, los ojos húmedos, la serpiente viva de su camándula enroscada en el Cristo Crucificado”.
“En el cercano Palenque de San Basilio, donde los negros evadidos de la esclavitud fundaron una comunidad independiente, y aún en algunas barriadas de Cartagena, se lloraba y bailaba en los velorios. En realidad el llamado lumbalú por los negros palenqueros era todo un ceremonial para asegurar que el difunto no se extraviara en su tránsito hacia la búsqueda de sus ancestros. Mi abuela y mi tía Estebana, alienadas por el culto católico, jamás cantaron lumbalú en los velorios, pero sus voces sosegadas, dolidas, llevaban el sentimiento africano en sus rezos y letanías, mientras los presentes se limitaban a salmodiar el avemaría con golpes de pecho y bendiciones”.
“En este ambiente de mulatería comenzó a despertar mi conciencia mágica. En Cartagena respiraba la potente africanidad de la abuela negra aunque estuviese sofrenada por escapularios católicos. En contraposición, yo recibía el severo, librepensador y practicante influjo de mi padre. Ambas fuerzas se interpolaron en forma natural sin que por aquellos años de pubertad y adolescencia afloraran en mi mente contradicciones perturbadoras de la conducta”.
El abuelo Manuel
“La sangre negra de los Zapata nos venía de un tronco poco conocido. El liberto Manuel Zapata, machetero temido, llegó de Antioquia diez años antes de la emancipación de los esclavos en la tropa de libertos del general Francisco Javier Carmona, quien sitió a Cartagena en el año de 1840. No hay vestigios de la semblanza física de este bisabuelo, pero sí de sus artes como gladiador de arma blanca”.
“El primero en gestar una fortuna fue el abuelo Manuel, quien inició su patrimonio económico recogiendo el cisco caído de las ventas de carbón en la playa del Arsenal. Madrugaba muy temprano y con uno y otro puñado de desperdicios conseguía lo suficiente para vender en la vecindad. El espíritu innato de comerciante, herencia de algún antepasado árabe, judío o bantú, fue la mejor herramienta para acumular su rica fortuna. Su otra sombra protectora le venía por el apellido Granados. Sabemos que un antecesor blanco, emparentado con la aristocracia samaria, anduvo de comerciante en los ajetreos del puerto en Cartagena. La memoria de mi padre no abundaba en mayores puntadas sobre él. En una oportunidad, interesado yo en desenredar la maraña de nuestra genealogía, detuvo mis preguntas con una frase que me dejó mareado por siempre:
—No indagues tanto tu sangre blanca si no quieres descubrir un bisabuelo negrero.
El abuelo Manuel: “Pronto, muy pronto, comprendió que la fuente pródiga en el negocio del arroz, los cocos y plátanos estaba en comprar los frutos en la tierra de cultivo. Para entonces ya soñaba con una flota de chalupas y canoas. Primero una, después otra. Tripulante, pasajero, patrón, dueño y capitán de sus embarcaciones siempre con su honradez como escudo para recibir préstamos, acreditar despachos y abrir bodegas. En los ríos chocoanos cambalacheaba oro en polvo por carne salada y queso del Sinú. Vendía el mineral en Panamá para comprar allí sedas chinas, tabaco y whisky americanos que ofrecía a los panzudos y retozones aristócratas de Cartagena. Su fama de gran comerciante y armador de canoas no aventajaba la de mujeriego. Los hijos regados por los puertos solo podían contarse por el número de sus concubinas. Indias, negras, blancas. Las atarrayaba con su labia, con el manoseo de sus dedos acostumbrados a sacar brillo a las monedas de oro. Indiferente para las letras, hábil para las matemáticas. Cambalacheó canoas por casas; hipotecó bienes raíces para lanzarse a la aventura de la navegación comercial. En vida nunca encalló en un mal negocio. Pero sus herederos no contaron con igual habilidad y fortuna. Sus hijos legítimos no tuvieron un albacea honrado que cuidara de su patrimonio. Mi padre, el único universitario entre sus hijos, rehuyó aceptar un solo céntimo, disputar o defender su herencia de quienes se llamaban “legítimos”. Acreedores, abogados y médicos suplantaron a los verdaderos herederos, quienes ansiosos de mantener el falso brillo de la ostentación, descuidaron el prudente ejercicio del trabajo y la modestia”.
Antonio María, librepensador
“Mi padre, el primer letrado en la larga cadena de su ascendencia esclava, solía ufanarse de haber dado un salto de cuatro siglos desde la bodega negrera a la Enciclopedia francesa. Por el contrario, yo veía regocijado que esos cuatro siglos de opresión colonizadora habían tratado inútilmente de borrar la cultura de mis antepasados africanos”.
“Como correspondía al hijo de una rezandera, de niño fue entregado al cura párroco del barrio de Getsemaní para que lo iniciara en el camino de la santidad. Cuando sus compañeros tañían las campanas menores de la iglesia de la Santísima Trinidad con pecaminoso soterrado sandungueo: ¡El pan y la leche y el clavo caliente!”
“Las múltiples actividades de mi padre como maestro de escuela, editor de un periódico, ideólogo político, militante del liberalismo radical y libre pensador, además de organizador de actos culturales y de dirigir la única compañía de comedias en Lorica y Cartagena, encontraron en mi hermano Juan, dos años menor que yo, la célula más receptora y recreadora de sus enseñanzas”.
“En su afán de conocer los fundamentos de su filosofía materialista, mi padre se había convertido en un autodidacta: astrónomo, geógrafo, biólogo, físico, filólogo, historiador y matemático. En el colegio de bachillerato de la Universidad de Cartagena estuvo al frente de todas las cátedras de ciencias naturales. Asustadas por su irrefrenable vocación de pedagogo y librepensador, las autoridades universitarias le habían separado de los cursos donde pudiera levantar sus tesis ateas, nombrándolo en las ciencias puras de la aritmética, la gramática y la ortografía. Pronto advirtieron que al iniciar sus clases, no importaba cual materia, inevitablemente introducía su pensamiento filosófico”.
La diáspora familiar
“Mientras vivió mi abuela, las hijas sin marido, los nietos, los sobrinos, primos y extraños y criados se guarecieron a su sombra más amplia y acogedora que el legendario baobab de los ancestros africanos. La muerte de Ángela Vásquez anunció la ruptura del fuerte nudo de la familia extensa. Dispersos, zombis sin sombras, unos desaparecieron extraviados en las callejuelas del Getsemaní y los extramuros de la ciudad. Otros emigraron hacia las tierras del Sinú, por los olvidados litorales de la costa baja; por Colón y Panamá. Apenas las tías Mercedes y Estebana, con su corta parentela, nunca abandonadas por mi padre, pudieron resistir el vacío de la abuela Ángela en los destartalados patios de Chambacú”.
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“Firme en sus convicciones científicas, enseñaba a sus alumnos la única metafísica de ultratumba en la que creía:
—En la sepultura nadie viaja más allá del vientre de los gusanos.
No obstante, descendiente de africanos, no había perdido el sentido mágico de la muerte:
—Enterradme sin cura y con música.
Le llevamos al cementerio en una mañana asoleada. Los transeúntes a lo largo del recorrido por las callejuelas y avenidas de Cartagena, en su mayoría negros y mulatos, se sorprendían de tan insólito entierro. Sobre los hombros de amigos y discípulos, solemnes; al son de una banda de músicos, enterramos al más rebelde de los babalaos contra todo intento de catequización”.
Un trotamundos apasionado
Manuel Zapata Olivella nació en Lorica, Córdoba, el 17 de marzo de 1920. Murió en 2004 y sus cenizas fueron esparcidas en el río Sinú, imborrable en su primera infancia. Hacia los siete años, según su propio recuerdo, llegó con su familia a vivir en Getsemaní. Estudió Medicina, en la Universidad Nacional (Bogotá), aunque hubiera preferido Zoología, carrera que no existía en el país.
En paralelo empezó a trabajar en el reconocimiento de la cultura afro, negra, mulata y mestiza. Fue pionero de dichos temas en un país que todavía miraba de soslayo a esta fuente de su nacionalidad. En junio de 1943, junto con su hermana Delia y con Natanael Díaz y Marino Viveros organizó en Bogotá el Día del Negro, que causó controversía y hasta acusaciones de racismo por parte de líderes de los partidos Liberal y Conservador.
Sin terminar los estudios de medicina comenzó su vocación confesa de trotamundos, que no abandonaría casi hasta el final de sus días. En Centroamérica, México y Estados Unidos trabajó en oficios tan disímiles como picapedrero, periodista, boxeador o médico. Y las correrías siguieron tanto por el mundo como por el interior de Colombia, donde con su hermana Delia se dedicó por años a investigar; él desde una perspectiva social y antropológica y ella, desde las danzas y la corporalidad.
Dedicó muchos esfuerzos a generar -por cuenta propia o con otros- espacios de reflexión y acción a favor de temas afro: la Fundación Colombiana de Investigaciones Folclóricas; el Centro de Estudios afrocolombianos; el Movimiento Joven Internacional José Prudencio Padilla, Cultura Negra e India en Colombia; la primera Semana de la Cultura Negra, en 1975, y los tres primeros congresos de la Cultura Negra de las Américas, en Cali, Panamá y Sao Paulo, respectivamente; así como mantener una fluida correspondencia con intelectuales preocupados por la cultura afrodescendiente.
Para saber más
El Ministerio de Cultura declaró el 2020 como el ‘Año del Centenario de Manuel Zapata Olivella’. En ese marco, un conjunto de instituciones -incluida la Universidad de Cartagena- bajo el liderazgo de la Universidad del Valle, publicaron en PDF su obra completa (novelas, cuentos, ensayos, artículos periodísticos y una autobiografía) para descarga gratuita. Zapata Olivella es considerado uno de los narradores e intelectuales más destacados que haya dado el país.
Las citas publicadas aquí corresponden a ¡Levántate mulato! en donde detalla su infancia y adolescencia en Getsemaní, entreveradas entre reflexiones sobre raza, historia y sociedad. Los párrafos se han respetado íntegramente, pero han sido reorganizados para claridad del lector. El otro libro con referencias al barrio, aunque un poco más dispersas y veladas es su novela Chambacú, corral de negros.