El convento de Getsemaní fue algo ḿas complejo y mucho más integrado a la dinámica de la Cartagena colonial de lo que se percibe hoy, a siglos de distancia. Había oración y recogimiento, por supuesto, pero también una intensa vida práctica. Esto incluía su faceta como hospedaje: un hotel antes de los hoteles.
Hay que recordar al menos tres cosas. La primera es que en la Conquista había una integración pŕactica y de objetivos entre la corona española y la iglesia católica. Unos querían someter el territorio y los otros, “ganar almas”. Por eso era común que en las expediciones militares hubiera también sacerdotes entre las huestes.
La segunda: se trataba de territorios inmensos y muy difíciles de recorrer, con viajes extenuantes que se medían en meses —no en horas, como hoy—, que comenzaban en alguna provincia española y podían terminar en alguna otra de los actuales Perú o Ecuador. Y viceversa. Otros viajes, un poco más cortos y al parecer regulares, conectaban a Cartagena con Santo Domingo -a unos diez días de navegación-, La Habana o Panamá.
La tercera: Cartagena era la puerta de entrada a ese inmenso territorio. Por aquí salía la riqueza de sus metales y gemas, pero también entraban los bienes importados, así como los incontables contingentes de hombres esclavizados traídos de África.
¿Cómo jugaban esos tres factores en un claustro de monjes franciscanos ubicado al lado del puerto? En que este convento suplía las necesidades de alojamiento, descanso y alimentación de esos contingentes de monjes y tropa que iban de un mundo “viejo” a otro en el que soñaban con ganar almas, tierras y tesoros. Por su vocación misionera la comunidad franciscana fue una de las más entusiastas en el proyecto de evangelizar en aquellas tierras “nuevas”. Fueron de los primeros en llegar y expandirse por nuestra región, como hicieron en buena parte de la América hispana.
Imaginemos el tipo de personas que reposaban en ese convento convertido en hospedaje. Por lo general, hombres en una edad en la que tenían las fuerzas para acometer semejantes recorridos. Venían cansados: unos porque la travesía por el Atlántico podía durar entre uno y dos meses, si los vientos y las circunstancias les favorecían. Otros, porque habían atravesado el territorio continental en viajes que usualmente eran tortuosos. Al final de la Colonia, solamente el viaje en canoa entre Honda y Cartagena podía durar unos veinte días, a lo que había que sumar todo el recorrido por tierra.
Vivir de paso
Un testimonio recogido por Nicolás del Castillo Mathieu lo puede explicar mejor: “Fray Juan de Santa Gertrudis, el autor de Maravillas de la Naturaleza, llegó a Cartagena en marzo de 1756, después de cincuenta y seis días de navegación, lo que era perfectamente normal. Por cierto que el viaje no fue muy agradable porque cundió tal plaga de piojos en el navío que un marqués que iba para Lima ‘se mudaba ocho camisas cada día’”. A Fray Juan le fue peor en el regreso: “de Lima a España tardó siete meses y medio en el viaje, sin contar con que tuvo que esperar un año para que el navío que encontró en Lima se decidiera a salir”.
Así era. Los viajes no zarpaban en fechas inamovibles. Marzo, agosto y septiembre eran meses propicios para partir desde España, por el régimen de vientos y corrientes oceánicas, pero una flota podía zarpar después. O salir hasta la temporada buena del año siguiente. Para el regreso se podía planear algo en agosto, pero también los plazos se corrían por múltiples razones. Los que llegaban aquí eran, pues, hombres exhaustos que podían durar semanas o meses esperando la continuación del viaje. “Allí no se pasaba, sino que se vivía”, describió Del Castillo Mathieu. Eso ayudó al desarrollo, muy en particular en Getsemaní, de la modalidad de las casas accesorias, como se explica en el recuadro de esta nota.
Soldados y hamacas
No hay evidencias de que al claustro de San Francisco hayan llegado comerciantes o capitanes de barcos negreros. Pero ¿cómo sabemos que sí se alojaron tropas? Por una vía indirecta bastante más que probable. El claustro franciscano de San Diego -donde hoy quedan Bellas Artes y los terrenos circundantes- era subsidiario del de Getsemaní. Una memoria de la época valoraba el apoyo que desde allí se les daba a los pobres del sector y a “soldados de armadas y flotas en un refectorio que para este efecto hicieron junto a la portería”.
Ocurría que cuando llegaban las flotas de galeones, la ciudad acogía como un todo a esa población flotante: los capitanes de navío, militares de alto rango y comerciantes de buenos recursos se alojaban en las casas principales del Centro. La marinería rasa, en San Diego y Getsemaní. Había disposiciones y acuerdos para que los conventos ayudaran a esos viajantes, que también significaban ingresos para la ciudad. Pero a veces también se alojaba tropa en tiempos regulares, para contribuir con la escasa capacidad de los cuarteles, que no daban abasto con la tropa fija situada en la ciudad.
Esa vocación de hospedaje dejó huellas materiales en los muros del convento. La más evidente, los vestigios de amarres de hamacas en los muros. Estos se descubrieron en la intervención reciente para integrar el convento al hotel que construye el Proyecto San Francisco. Las alas para dormitorios no se subdividían en habitaciones sino eran como “galpones” en los que se superponían a distintos niveles las hamacas de unos y otros huéspedes. Algunas de las modificaciones que le hicieron al claustro, tumbando, levantando o moviendo muros divisorios pudieron corresponder a adaptaciones para ese uso como alojamiento.
Monjes y artistas
La presencia de huéspedes se registra desde muy temprano. “En 1610 los primeros inquisidores de Cartagena llegan a esta ciudad procedentes de Santo Domingo, en donde habían residido algún tiempo”, detalla Castillo Mathieu. Y el primer lugar al que llegaron, según conocen los estudiosos, fue al convento de los hermanos franciscanos.
La vocación de hospedaje cobijó también, por supuesto, a los propios franciscanos. Muchos iban de paso a otras provincias lejanas, mientras que otros hacían parte de la comunidad diseminada en muy distintos poblados de la región.
En 1757, por ejemplo, se alojó a un grupo de dieciocho misioneros que iban para Cali y Popayán. Entre ellos estaba el propio fray Juan de Santa Gertrudis, quien dejó anotado que fueron muy bien recibidos por el superior del convento.
“Fue tan comedido que nos despachó cuatro religiosos a darnos la bienvenida. Quedamos muy admirados de verlos, porque estaban muy flacos, macilentos y descoloridos; y preguntando por la causa, es el ir en aquella tierra con el cuerpo desabrigado, sudar de día y de noche porque es su clima muy caliente. Los religiosos no pueden aguantar el hábito ni túnica de sayal. (...) Al cabo de 38 días nos embarcamos en dos botes y fuimos a dar a Pasacaballos, que es una bocana del Río de la Magdalena que desemboca dentro del puerto de Bocachica”.
Pocos años después fray Esteban Rivas dejó una detallada relación de los monjes recibidos entre el 1 de diciembre de 1770 y el 31 de marzo de 1772. Algunos venían de La Habana, de Quito, o Perú, pero también había los que iban de regreso hacia España. La cuenta se llevaba en meses, como la del hermano fray Blas Carrascales, que duró alojado todo el período registrado en aquella memoria, dieciséis meses; fray Nicolás Noguera se quedó siete meses en dos estadías distintas; o fray Hermenegildo Vergel, que duró cuatro meses y cinco días. Y así los demás. La excepción corrió por cuenta del dominico Nicolás Ramos, que se quedó apenas un día.
Esa población flotante era tal que las cuentas cotidianas se les desordenaban. Al punto que para el informe económico para presentarle al Capítulo Provincial de 1767 no hubo manera de saber cuánto se había gastado en pan. “Por no haber número fijo de religiosos, por los huéspedes que vienen, no se pone individual”, se dejó escrito en el informe.
Otros que pasaban y dejaban huella eran los artistas, que podían pertenecer o no a una comunidad religiosa. Por ejemplo, el Tríptico de la Crucifixión, cuyo fragmento se encuentra conservado en la sacristía del convento franciscano pudo haber sido pintado por uno de aquellos pintores europeos que se internaban en la Nueva Granada y llegaban hasta Quito y Lima, donde había muchos más recursos. Era común que donde se alojaban por un tiempo dejaran como aporte sus pinturas y frescos en los muros durante esas largas semanas de permanencia en espera de continuar su camino.
Algo de esa vocación pervivió en el siglo XIX, tras la Independencia. Para entonces el claustro estaba en un casi franco abandono por parte de la comunidad que lo fundó. Hay registro de que hasta febrero de 1828 fray Jerónimo Caro cumplió las funciones de padre guardián del convento, pero ya la suerte estaba echada. Luego fue usado para muy diversos propósitos. Entre ellos, el de albergar tropas en algunos de los abundantes enfrentamientos militares de ese siglo y, durante la Guerra de los Mil Días, a la comunidad de Franciscanas Misioneras de María Auxiliadora, de la Madre Bernarda Butler.
Desempolvar la historia
La restauración del claustro franciscano está normada por el Plan Especial de Manejo y Protección (PEMP), que requirió una profunda investigación. La parte dedicada a las funciones de alojamiento en el claustro quedó resumida e integrada así en la resolución 1458 de 2015:
“Fue lugar de arribo y derrotero transitorio de pasajeros desde y hacia la metrópoli, frailes de todas las religiones, órdenes y provincias; así como viajeros de toda naturaleza; albergue temporal y en ocasiones final de aquellos viajeros que no superaban la convalecencia después de la larga travesía del Atlántico. El convento fue lugar de recepción y hospedaje de los primeros funcionarios de la Inquisición, así como auxilio de quienes no tenían dónde comer, mesón de pobres y menesterosos; lugar de formación de predicadores de la gobernación de Cartagena durante el período colonial; refugio de las tropas auxiliares en ocasión de las guerras entre las potencias; lugar de salida de los pardos y vecinos de Getsemaní hacia el edificio del Cabildo para exigir la independencia absoluta de la corona española”.
De mesones y accesorias
Recibir visitantes era también un asunto de todo el barrio. La llegada de la flota de galeones significaba una feria que duraba semanas en la que la ciudad recibía una oleada de gente: quienes viajaban en ambas direcciones y también los que venían desde la comerciar en esos días.
A ellos se sumaba la tropa y los traficantes de esclavos. Con ellos, en la primera parte de la Colonia, mercaderes de diversos orígenes: italianos, holandeses o portugueses, entre otros, si los llamáramos por el gentilicio actual. Getsemaní, aledaño al puerto, podía llegar a ser un hervidero. Para alimentar tanta gente había mesones; nada muy diferente de lo que se veía en el Mercado Público: largas bancas donde se sentaba el que lo necesitara sin importar a quien tenía comiendo al frente.
De aquello no quedaron muchas huellas, pero sí de una modalidad de vivienda muy propia del barrio: la accesoria. Como está visto, los plazos para embarcar se contaban en semanas y meses, que a veces se convertían en años. Getsemaní fue un barrio de alquiler para estos hombres que se quedaban por temporadas.
Un esquema usual -con distintas variaciones a lo largo de los años- podía ser este: un propietario subdividía el lote en varias “casitas” muy sencillas, con dos espacios internos: el que daba a la calle y el que daba al patio. El arrendatario podía ser -entre otros- un artesano de paso que ponía su taller u ofrecía sus servicios en el espacio del frente. El patio era amplio y común: allí quedaban los baños, quizás algún tendal para cocinar y también se podía trabajar. Un herrero, por ejemplo, podía tener sus elementos de forja y guardar sus materiales. Las accesorias no eran solo viviendas temporales sino espacios productivos.
Su huella se ve en muchas de nuestras calles: donde haya una sucesión de casas de un piso y la misma altura, que parecen compartir el mismo tejado y tienen un esquema repetido de puerta y ventana, casi no habrá dudas: casas accesorias que nos hablan de otro tiempo en que Getsemaní hospedó a muchos de los que luego partirían al resto del virreinato.
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