Para el Imperio español una cosa eran las ciudades portuarias y otras las de tierra adentro. La Habana, Campeche, Veracruz, La Guaira o Cartagena tenían su razón de ser en que eran puertos resguardados y defendibles militarmente.
Por los puertos llegaban barcos, personas libres y esclavas, productos, colonos, soldados, religiosos y muchísimo contrabando. Pero también eran la salida de los metales preciosos y las riquezas del Nuevo Mundo. Por eso había que fortificarlos y defenderlos. Todo el orden colonial de la Corona española dependía de ellos. Ser una buena bahía portuaria fue la razón del nacimiento de nuestra ciudad. Incluso esa ventaja se juzgó superior a la falta de un río o un lago para proveer el agua potable, que era otro criterio esencial para fundar ciudades. Sin su puerto, Cartagena no habría nacido. Y Getsemaní, nuestro barrio, era el epicentro de toda esa actividad.
La bahía de las Ánimas era el punto de llegada y desembarque tras atravesar un complejo defensivo que empezaba en Bocachica. Pronto, en los años tempranos de la Colonia, la actividad asociada al puerto empezó a crecer exponencialmente. Se estaba inventando una nueva economía mundial y los productos necesitaba atravesar un océano que antes no se sabía que existía. No hay que pensar solo en las flotas de galeones que venían una o dos veces al año sino en que la ciudad era el nodo de colonización de toda la región Caribe y que de ella se alimentaba. Eso implicaba embarcaciones de distinto calado: desde las que son capaces de remontar un río como el Magdalena o el Atrato, las que bordeaban la costa (lo que llamaban cabotaje) para transportar bienes y personas, hasta las canoas para ir a las islas y locaciones cercanas por cosas de comer. Todo ello significaba carpinteros especializados en hacer y reparar cotidianamente toda clase de naves.
Las embarcaciones de mar, en particular, necesitaban constante reparación y mantenimiento. A sus cascos de madera se les adherían moluscos y criaturas marinas que casi se fundían con la embarcación. ‘Carenar’ era la palabra que expresaba el duro oficio de sacarlos del mar para retirarles esos cascotes de conchas y animales. Calafatear era la labor de cerrar las junturas de madera usando brea o alquitrán. Eran labores pesadas al rayo del sol porque no se podía andar trasteando un barco hasta una bodega al interior del barrio.
La parte interna de Bahía de las Ánimas, donde hoy están La Bodeguita y Los Pegasos resultaba insuficiente para esas labores. A duras penas daban abasto como desembarcadero de gente y comercio. Por eso todo el costado del Arsenal resultó muy adecuado para establecer esos servicios, además de otros asociados, como proveer de agua fresca a los barcos que partían.
Pero el Arsenal que vemos hoy no es el playón original sino un relleno. Cuando se erigió el sistema amurallado del barrio, entre 1631 y 1636, sobre el lado del Arsenal se dejó una cortina sencilla que era casi una tapia simple de piedra y relativamente alta, pero no un lienzo de muralla como los que se ven en el Centro. La razón es que ese lado estaba suficientemente resguardado por los baluartes vecinos: Barahona, Santa Isabel y el Reducto. Luego, el cabildo de la ciudad permitió que se le abriera una pequeña puerta por el actual callejón Vargas, que desembocaba desde la naciente calle San Juan, que en realidad era un paso permitido a través de las huertas franciscanas. El Cabildo autorizó que por allí se botara la basura de Getsemaní para ir rellenando ese sector junto con el aserrín y los restos de madera que salían de los trabajos navieros.
En sentido estricto el Arsenal correspondía al sector comprendido entre el Reducto, que es el baluarte al comienzo del puente Román, y el baluarte de Santa Isabel, cuyos restos subterráneos reposan a la altura del parqueadero del Centro de Convenciones. La otra playa o playón era la de Barahona, que quedaba entre el baluarte del mismo nombre y el de Santa Isabel. Ambos fueron derribados para dar paso al Mercado Público, a comienzos del siglo pasado.
Antes de continuar hay que hacer alguna precisión sobre galeones y embarcaciones. En Cartagena se carenaban, se calafateaban, y se reparaban, pero no se construían grandes embarcaciones. Ese papel le correspondió a La Habana, que según los entendidos hacía de los mejores barcos del mundo, en particular por el cedro local, que era mucho más resistente y se astillaba menos al impacto de las balas de cañón. Además, tenía artesanos extraordinarios y muy especializados. Por otra parte, hay que anotar que fue un tiempo muy dinámico en arquitectura naval. Con la aparición del Nuevo Mundo el intercambio mundial de bienes se multiplicó en muy poco tiempo. Como resultado de eso, en apenas setenta años -entre 1540 y 1608- el tonelaje de los barcos se multiplicó por cuatro. Era como pasar de la carreta a la tractomula en muy poco tiempo. Para extraer los metales del continente España inventó el galeón, que era un embarcación de gran capacidad de carga, buena velocidad y menor calado, características que requerían para sus puertos. Todo eso nos habla de innovaciones que corrían demasiado aprisa para que Cartagena pudiera alcanzarlas. Nuestro papel en ese sentido fue menor, así junto con La Habana, Veracruz y Portobelo nuestra ciudad se contará entre los puertos más importantes del Caribe. Sí construíamos barcos, pero más modestos y adecuados para el alcance de la región costera.
Otro aspecto a tener en cuenta es que la presencia de la flota de galeones no fue constante durante toda la Colonia. Entre 1580 y 1640 los viajes fueron regulares y los galeones podían ser hasta treinta, a los que había que sumarle la flota de naves que los acompañaban. Luego hubo un notorio declive en la producción de oro y plata, una crisis económica global y, además, China se convirtió en el gran reservorio de plata del mundo. La Flota del Tesoro Español -como era su nombre oficial- empezó a espaciar sus viajes entre ambos continentes. A veces pasaban varios años, hasta que en 1739 partió el último convoy. Atrás quedaban las semanas de feria y la economía boyante pues la ciudad recibía una inmensa población flotante si sumaba los que venían en los buques y los que los esperaban en tierra tanto para recibir como para enviar mercancías. Aquí en Cartagena y no en Portobelo es donde la flota de galeones prefería esperar el tiempo necesario para retornar a España. Y eso implicaba una vida muy activa en el puerto y en el Arsenal.
El apostadero de la Marina
Justo por el lado de la playa Barahona quedó el Apostadero de la Marina, que oficializó y organizó el uso de esos playones como sitio de reparaciones navales a cargo de las arcas de la ciudad, que a su vez se alimentaban de las arcas reales y las de otras poblaciones de la Nueva Granada que con el llamado “situado” reconocían económicamente el papel de Cartagena en la defensa de todo el virreinato.
Pero esa defensa no consistía únicamente en levantar y reparar murallas para repeler ataques de piratas y corsarios. El tema de las embarcaciones como las guardacostas era clave y fue el sector que más trabajadores ocupó en la segunda mitad del siglo XVIII. El profesor Sergio Paolo Solano, de la Universidad de Cartagena, ha estudiado a fondo documentos de la época y ha descubierto que en el apostadero llegaron a ser contratados casi novecientos trabajadores en un año, que era un número enorme para el tamaño de la ciudad, que contaba con cerca de catorce mil habitantes.
Pero la mayoría de esos trabajadores hubo que traerlos del interior. Un ataque contra la ciudad en 1751 causó que muchos cartageneros prefirieran irse al interior de la provincia. Los salarios ofrecidos comenzaron a subir, al punto que un trabajador raso ganaba aquí el doble que uno igual en el interior de la Nueva Granada. Pero entre más se subía en la escala se multiplicaba la diferencia. Especialistas como los maestros calafateadores, los que reparaban las velas o los carpinteros de ribera podían ganar hasta dos pesos diarios, que equivalían a 16 reales. El salario mínimo para subsistir era de un real y medio, así que estos maestros tenían excedentes para comprar bienes y ganaban un prestigio social que aunque no los igualaba con los blancos españoles sí los hacía distintos en cierto sentido al resto de trabajadores. “Era una especie de aristocracia del trabajo manual con buenos ingresos”, explica el profesor Solano. En otro relato se contará cómo situaciones como esta derivaron en que justamente los asentistas (contratistas) y obreros del apostadero se convirtieron en un núcleo principal de los lanceros que reclamaron la independencia absoluta de España en 1811.
Los marineros representaban también un gremio importante en número e influencia. El padrón de 1777 señaló que había 125 hombres "de la mar", casi todos concentrados en Getsemaní, debido a la cercanía del puerto. Ese mismo censo habla de 20 artesanos “matriculados a la mar”. Pero el censo de milicianos y matriculados de la mar de 1780 cifró que en el barrio habitaban 381 marineros. Otros informes de aquellos años coinciden en cifras de alrededor de trescientos hombres que estaban navegando.
Tanto los marineros como los asentistas del apostadero protestaban y hacían ruido en la ciudad como cuando entre 1764 y 1776 hubo dificultades para pagarles los jornales por lo que estos entraban en huelgas, lo que obligaba a los oficiales y al comandante del Arsenal de la Marina a buscar los recursos para pagarles los meses atrasados.
Aunque los términos sean especializados -pero al mismo tiempo hermosos- veamos este texto del profesor Solano para hacernos una idea:
“El Arsenal contaba con almacenes para arboladuras, jarcias y demás pertrechos, tinglados para la pipería, norias para las aguadas, contaba con dispositivos para carenar, calafatear y refaccionar embarcaciones. En 1769, Antonio de Arévalo informaba que "en esta plaza se hallan abiertos varios trabajos de consideración, como son los de la construcción de carenero para las embarcaciones de Su Majestad en esta bahía, en cuatro brazas de fondo”.
Un informe de 1801 de la Expedición de Costas dirigida por Joaquín Francisco Fidalgo describió esta zona del Arsenal así:
“En la lengua de arena estrecha del pie de la muralla occidental del barrio Getsemaní, entre los baluartes de Barahona y San Lázaro y unido al de Santa Isabel, se halla el Carenero de la Marina Real, reducido a un muelle de madera para tumbar o dar de quilla a los bajeles guardacostas, un tinglado u obrador de maestranza más bajo que la muralla, y un pescante que sirve de Machina para arbolar y desarbolar los guardacostas u otros buques menores, como también para embarco y desembarco de artillería u otros grandes pesos. Se comunica el carenero con el barrio de Getsemaní por el portillo del Boquete que se halla entre los baluartes de Santa Isabel y San Lázaro más próximo al primero.”
Ambas citas sirven para poner de presente la compleja vida marítima en el barrio, solamente hablando de las labores defensivas y sin tocar el tema del comercio y el contrabando, que tendrán su espacio en el próximo artículo.