En la primera parte de esta historia nos concentramos en la faceta de Getsemaní como ribera donde se reparaban y aprovisionaban barcos, así como su rol en la defensa del sistema amurallado, que ocupaba muchos hombres y recursos. En esta edición nos dedicaremos más a la dinámica comercial desde la Colonia hasta finales del siglo XIX.
El profesor Sergio Paolo Solano señala que en Cartagena “confluía el comercio interior y exterior y el mercado diario, al tiempo que lugar de atraque de naves y pequeñas embarcaciones. Durante mucho tiempo mercado y puerto constituyeron una sola entidad en el sentido espacial, económico y cultural. Las carnicerías, pulperías, bodegas y almacenes comerciales, obligatoriamente aparecían como sus prolongaciones. Desde la colonia, al puerto de Cartagena arribaban por vía del mar y del Canal del Dique las provisiones diarias como los productos de pan coger, carnes, verduras, pescados; materias primas para artesanos y talleres; materiales para la construcción; leña; hierba para el ganado, etc”.
“Es fácil imaginar lo que sucedía en estos sitios. Alrededor de las embarcaciones se arremolinaban vivanderos, tenderos y pregoneras para adquirir los productos para la reventa, como también jornaleros -luego llamados "braceros"- ofreciendo sus servicios para transportar las cargas: carretilleros y cocheros nunca faltaban. Adquiridas las provisiones desde muy tempranas horas y aprovechando el fresco de la mañana, los vivanderos instalaban sus toldas, las barracas y tiendas abrían sus puertas y el público afluía en medio de un ambiente festivo. En esos espacios abiertos se confundían marineros, bogas, pescadores, navegantes fluviales, pequeños, medianos y grandes comerciantes, comisionistas, vivanderos, jornaleros, braceros, artesanos, vagos y prostitutas. Eran espacios propicios para que en sus alrededores surgieran establecimientos de diversión, lo que se facilitaba mucho más en los puertos del siglo XIX carentes de obras de infraestructura y formados espontáneamente donde las condiciones naturales lo toleraban”.
A nuestro puerto -con intermitencias y cambios según los vientos de cada época- arribaban los convoyes de galeones españoles que se llevaban el oro y la plata de la Nueva Granada. Oficialmente, en sus entrañas venían repletos con productos de la península ibérica, pero escondían de formas bastante ingeniosas el contrabando de otras naciones, que toda la ciudad consumía con avidez. Las semanas cuando aquí paraban los galeones se armaba una feria general en la que fluía el dinero de unos y otros. Muchos de la marinería se alojaba en Getsemaní, mientras que los mandos lo hacían en el Centro. Los mesones para comer y los alojamientos temporales significaban también para el barrio ganancias amarradas a la vida portuaria.
También estaba el comercio de esclavos, con las necesidades de comida, medicina y alojamiento requeridos. Si a eso se suman las embarcaciones pequeñas y medianas que se movían entre las posesiones españolas en el Caribe y las que se comunicaban con la provincia cercana, tenemos entonces un puerto muy movido y un gran generador de riqueza para la ciudad.
“Allí se formó una amplia tradición artesanal ligada al barrio de Getsemaní, cuya inmediatez a la zona portuaria lo convirtió en epicentro de talleres y en sitio de pequeños y medianos astilleros improvisados en las orillas por maestros de riberas, herreros, calafates, quienes con sus actividades impregnaban el ambiente con el olor de la estopa y el alquitrán”, dice el profesor Solano. No fuimos, eso sí, constructores de grandes embarcaciones como La Habana, Guayaquil o El Callao, cerca de Lima.
Ese mundo que describe el profesor Solano resultaba en un lugar donde “los controles sociales funcionaban de manera distorsionada y el orden surgía más de un acuerdo tácito entre sus múltiples actores que por los controles ejercidos por las elites y las autoridades”.
Un getsemanicense puede leer entre líneas algunas características de cómo el puerto ayudó a moldear al barrio y su personalidad histórica: mucha migración de diversos orígenes, gran espíritu comercial, capacidad por el trabajo manual, un ambiente menos formal y con un cierto desorden respecto de la ciudad fundacional. Y un rasgo que duró mucho tiempo: una conexión directa entre el puerto y el mercado de productos agrícolas y naturales de toda la región, que era casi un país en sí mismo.
La bisagra
El proceso de Independencia es la bisagra de dos épocas -la colonial y la republicana- que marcaron el destino de nuestro barrio. En un reciente artículo la historiadora María Teresa Ripoll nos describió así:
“La población de Getsemaní registró un aumento importante, al pasar de 4.075 habitantes en 1777, a 5.490 anotados en 1808. En Getsemaní vivía más de la mitad de los trabajadores libres y no libres de la población, la mayoría de ellos con actividades relacionadas con el puerto. De los 125 hombres cuyo oficio se describe como “hombres de la mar”, noventa y nueve vivían en Getsemaní. También había muchas pulperías, especialmente en la zona del puente o terraplén que comunicaba al arrabal con el centro de la ciudad. En Getsemaní vivía el músculo que ponía en movimiento la vida cotidiana de esta urbe”.
Y esa vida cotidiana de Cartagena estaba muy conectada con una red de comercio fluvial con un tejido de puertos en el litoral y en las riberas de los ríos de la región: por el Magdalena, el Cauca, el Sinú y hasta el Atrato había cabotaje para bienes y personas. Colombia no era entonces un país de buenos caminos. El tren y las carreteras aparecerían mucho después. El agua era, entonces, el medio de transporte regular y la bahía de las Ánimas el punto natural de llegada de las embarcaciones. Nuestro barrio era el primer receptor de todas las gentes que venían del Bolívar grande, que incluía a los actuales departamentos de Córdoba y Sucre.
Pero no era lo mismo un puerto en la Colonia que en la República. El primero tenía una connotación de monopolio imperial, control y aduana. Al segundo se le veía más como una conexión con el mundo y con el libre comercio. Cartagena, además, tuvo la peculiaridad de no contar con agua dulce en sus alrededores. Eso impidió que se establecieran fincas de producción agrícola, como sí ocurrió en otras ciudades portuarias. El comercio, pues, era el modo más expedito para crear riqueza. Y ubicarse en la mitad del intercambio entre lo que producía y lo que importaba la nueva nación era una buena vía para lograrlo. En esos nuevos tiempos el color de piel y el origen de cuna eran algo un poco menos importante que antes. Por supuesto que se mantenían las élites heredadas de la Colonia, pero la movilidad social estaba al alcance de algunos con tenacidad, algo de suerte y habilidades para los negocios. Ahí se abrió una rendija por la que se colaron vecinos getsemanicenses como Manuel Marcelino Nuñez y algunos descendientes de Pedro Romero (ver recuadro).
En la segunda mitad del siglo XIX apareció en el horizonte una ciudad que le disputaría a Cartagena la supremacía portuaria del Caribe: la actual Barranquilla. Tenía la entrada directa al río Magdalena mientras que nuestro acceso al Canal del Dique presentaba problemas persistentes por la sedimentación. En 1849 se autorizó a Sabanilla como puerto de exportación. Entre 1869 y 1971 se construyó allí la primera vía férrea hecha en la actual Colombia. En 1888 comenzó la construcción del muelle de Puerto Colombia, que en su momento fue el segundo o tercero más largo del mundo, según la fuente que se consulte. Y mientras que aquí no se construyeron grandes embarcaciones de madera, cuando cambiaron los tiempos y aparecieron el metal y las eficientes máquinas de vapor como los ingredientes principales de una nueva manera de hacer barcos, los emprendedores de Barranquilla dieron el paso adelante y comenzaron a levantar astilleros apropiados para ese nuevo país.
¿Y el puerto de Cartagena? Bien, gracias. En esa segunda mitad del siglo XIX entró en una creciente penumbra económica y demográfica de la que le costó mucho salir. La historia de qué pasó entonces con la parte marinera de Getsemaní da para un siguiente artículo.
Manuel Marcelino Núñez:
Comerciante getsemanicense
El nacimiento de la nueva república, a partir de 1821, les hizo un poco menos difícil ascender en la escala social a los pardos y mulatos, que eran mayoría en Getsemaní. La élite “blanca” seguía manteniendo sus privilegios, pero el desolador panorama dejaba espacios para alguien como Manuel Marcelino Nuñez, a quien la profesora María Teresa Ripoll ha estudiado y quien nos los describe así para El Getsemanicense:
“Manuel Marcelino era hijo de español y criolla, huérfano de padre y también de recursos. En 1795, a los catorce años, ingresó a las milicias. Parece que era muy hábil porque cinco años más tarde, en 1800, servía como criado personal del gobernador Anastasio Zejudo. Este lo apreciaba tanto que al morir le dejó mil pesos, un esclavo zapatero, una berlina, y un crédito por 4.000 pesos (una fortuna en esa época) que podía usufructuar sin intereses por cuatro años. Manuel Marcelino vivía en Getsemaní, donde abrió su primera tienda”.
“Su desempeño durante la guerra de Independencia le valió ser promovido a capitán del Regimiento Fijo. Durante el sitio de Morillo había combatido al frente de cincuenta haitianos en la defensa de la plaza. A la hora de la evacuación se embarcó en una goleta con toda su familia, con los fondos que tenía y parte de la mercancía de su tienda, rumbo Haití, lo que le permitió organizarse en ese lugar durante los seis años en el exilio. Mantuvo entonces un activo comercio de importación y exportación con Francia. Regresó a Cartagena en 1822, con capital y mercancía. Para esa fecha suscribió con el ejecutivo un contrato de suministro de uniformes y vestuario al ejército patriota, lo que le hizo acreedor del Estado por una crecida suma que le fue cancelada con dinero del célebre empréstito inglés y con vales redimibles en las aduanas, lo que permite suponer que siguió en el comercio”.
“Con la llegada de Santander a la presidencia (1832-1836), hubo un reordenamiento político en la Costa que lo favoreció pues era del bando santanderista. Era también resultado de la ampliación de la base política que trajo la República. Ocupó algunos cargos políticos, inicialmente como prior del reestablecido Consulado de Comercio en 1830, y entre 1832 y 1835 como diputado al Congreso. Sus negocios experimentaron un auge entre 1830 y 1840, lo que le permitió expandir sus redes comerciales, y a mediados del siglo XIX era dueño de tres bergantines y había abierto nuevos almacenes en el centro de la ciudad. Los comerciantes como él también invertían en bienes raíces, por la función que éstos cumplían como hipoteca o respaldo de operaciones de crédito. Por ejemplo, para un préstamo que hizo en 1840, Núñez hipotecó once casas de su propiedad”.
“Sus hijos estudiaron en prestigiosos colegios en Santafé de Bogotá. La trayectoria de Manuel Marcelino Núñez hace pensar que el gobierno republicano hizo posible que se estrechara la brecha entre las jerarquías sociales. Había una nueva valoración basada en el desempeño individual. Y el oficio de comerciante le había facilitado esa mutación a Núñez”.
Nuñez no tenía parentesco con Rafael Nuñez, quien luego fuera presidente de la República. Quien sí tuvo nexos con una figura ilustre fue Federico Romero, nieto de Pedro Romero, el prócer mulato y vecino getsemanicense. Este Federico, importador y comerciante al por menor, fue quien más pagó impuestos en 1875, con 385 pesos. Pero era habitante del Centro, no de Getsemaní. Murió como uno de los hombres más ricos de la ciudad. El caso de su familia es otro ejemplo de cómo la actividad comercial en Getsemaní, tan conectada con el puerto, significó el ascenso social de algunos nativos del barrio.
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