Hace un siglo (1905) le abrió un nuevo frente al barrio, que desde su origen estuvo volcado hacia el Centro y la salida de la Media Luna. Y a partir de ahí más vida económica, social y hasta recreativa: la virgen, la Gota de Leche, la pesca desde su balaustrada, las lanzadas de los muchachos al agua.
Se puede hacer este ejercicio mental: quitar el puente Román y prolongar la muralla hasta el baluarte del Reducto. Pues bien, así fue por casi tres siglos. El puente Román es más reciente de lo que pensamos. Para entender la historia hay que retroceder en el tiempo.
Durante la Colonia esa esquina de Getsemaní era como el patio trasero de la ciudad. Manga no existía como barrio. Era una isla mucho más evidente que ahora, separada por cuerpos de agua más anchos, llena de vegetación y el Fuerte del Pastelillo era su única construcción importante.
El Pastelillo y el Reducto, donde hoy comienza el puente Román, eran una pareja temible para una nave enemiga: sus cañones se complementaban a la perfección. Si caía el Pastelillo los últimos ocupantes debían remar en unas pequeñas lanchas hasta una puerta pequeña y protegida en el Reducto.
Tal posición militar reforzaba la orden de que no se debían construir casas a quinientos pasos de las murallas, para evitar que hubiera bajas e incendios por el fuego cruzado con el enemigo. Por eso allí había muy pocos habitantes, pero sí huertas y sitios donde acumular materiales de construcción.
La entrada a Manga se hacía por el puente de San Lázaro, que hoy llamamos de las Palmas, detrás del diario El Universal, en Pie del Cerro. Pero a comienzos del siglo XIX surgió la idea de construir un barrio de grandes casas y con un urbanismo moderno, bajo un plan que desarrolló Luis Felipe Jaspe y que empezó a concretarse desde 1905. Ese mismo año se abrió el boquete de la muralla por donde cruzaría el nuevo puente.
Nace un puente
Entre 1906 y 1907 se construyó un puente de madera para comunicar Manga y Getsemaní. Estuvo a cargo de Eliseo Navarro, quien organizó algo similar a dos terraplenes que se encontraban en la mitad del agua mediante un pontón hecho de madera y con unas sencillas barandas del mismo material.
El nombre le vino por Hennrique Román, hermano de Soledad y heredero de la farmacia y laboratorio Román. Fue gobernador de Bolívar en tres períodos distintos y sembró un prestigio de buen ejecutor de obras públicas.
Un par de décadas después la ciudad seguía desarrollándose y pedía otra solución, principalmente por el aumento del tránsito de vehículos. Entonces apareció Gastón Lelarge, uno de los arquitectos más relevantes de la época republicana, con un legado importante en Bogotá, que había decidido venir a trabajar y vivir en Cartagena, por razones laborales y de salud. El encargo inicial fue construir la sede del Club Cartagena al frente del parque del Centenario. Empezó a aceptar encargos, entre ellos el de este puente.
Su construcción y apertura datan de 1927. El concreto reforzado reemplazó a la madera como material principal. Costó dieciséis mil pesos y se le consideró entonces una de las obras más relevantes de la ciudad. El diseño de Lelarge era casi a ras del agua, siguiendo el planteamiento previo de Eliseo Navarro. Los caminantes se separaban de la laguna apenas por una barda con bolillos de concreto, a semejanza de los que vemos en los balcones coloniales. Solo en la parte central se elevaba un poco para permitir el intercambio de agua entre la laguna de San Lázaro y la bahía de las Ánimas.
En ese sector elevado Lelarge concentró los elementos más ornamentales del puente, como cuatro columnas rematadas por esferas y cuatro pilares en el centro. Todos ellos con lámparas y un diseño neoclásico muy propio de Lelarge, formado en la escuela francesa.
Una postal de la época que reflejaba el puente mostraba a Manga aún muy verde y con el cuerpo de agua en el espacio que hoy llenan vías y edificios. Una foto posterior, en blanco y negro, deja ver unas intalaciones del cableado eléctrico, que no le hacían mucha justicia a la belleza de ese puente.
Ese fue el puente que conocieron muchos vecinos de Getsemaní, pues estuvo en pie hasta que en 1986 fue reemplazado por el actual, que permite el paso de embarcaciones y un mejor flujo del agua.
Comer, rezar, nadar
El puente le dió una nueva dinámica no solo a aquella esquina en la que antes no ocurría mucho, sino también a la calle Larga, que se convirtió en un eje importante no solo para el barrio, sino para la ciudad, como conexión con Manga y después con el puerto y el Bosque. Estaba conectada en línea recta con el Mercado Público, inaugurado también en 1905, y eso la potenció como arteria económica con sus almacenes y bodegas adyacentes.
Eran tiempos en que había muchos menos vehículos que ahora. Y por su estructura casi plana y sus balaustradas al borde del agua era una especie de camellón para caminarlo, como lo hacían cotidianamente muchas personas. Don Daniel Lemaitre, por ejemplo, lo cruzaba cotidianamente en la mañana y en la tarde, de ida y vuelta entre su casa, donde hoy queda la Universidad Tecnológica de Bolívar, hasta su jabonería en la calle de La Sierpe.
Bajando del puente y adosada al Reducto se hizo una construcción nueva: la Gota de Leche. Era una iniciativa surgida en Francia y luego seguida por España, en la que se le daba buena alimentación a niños de escasos recursos para combatir las altas tasas de desnutrición y mortalidad infantil. Muchos getsemanicenses pasaron por allí, pues era un puerto seguro de alimentación en una época de sobrepoblación en el barrio.
También los mayores recuerdan a la virgen, en el mismo Reducto, que es la que ahora preside la bahía interna. Fue una iniciativa del memorable sacerdote Rafael García Herreros, el del Minuto de Dios, que se completó con aportes de los feligreses, incluyendo unas alcancías en el Mercado Público.
Del otro lado de la bajada del puente, frente al actual hotel Armería Real, se organizó décadas más tarde una estación para los buses que venían de pueblos como Turbaco, Villanueva, Santa Rosa o Turbana.
Era también un sitio de pesca y seguridad alimentaria. “Siempre pescábamos en el puente Román, con el que casi todo el barrio tenía que ver. Como éramos de escasos recursos conseguíamos la parte del arroz y salíamos un momentito ahí al puente para conseguir la ‘liga’. Es decir: el pescado. Había tanto en la bahía que uno lo escogía a diario: “Hoy no voy a comer róbalo, voy a comer pargo” o “hoy no quiero pargo sino jurel”. Podíamos capturar la cantidad y calidad de peces que quisiéramos. Estamos hablando por ahí del año 67, pero eso venía de mucho tiempo atrás. Aquello se acabó con la contaminación de la bahía, cuando comenzó a crecer la Marina del Pastelillo y se construyó el nuevo Puente Román”, recuerda Florencio Ferrer.
Y la memoria alcanza hasta hace poco, incluso los más jóvenes, era el sitio para los chapuzones de los adolescentes. “También me tocó el ritual de la tirada desde el puente Román. La primera vez que lo hice fue gracioso. Un día a lo que íbamos era a jugar fútbol en Manga, pero de repente alguien dijo —La madre al que no se tire—. Y como yo quiero mucho a mi mamá me quité la ropa y me tiré. Luego me sequé y me vine para la casa, pero uno queda con el olor de la bahía. Mi mamá me pasó los dedos por la cabeza —¡Tú estabas en el puente! Que tu abuela no se entere, porque yo no te pego, pero ella sí—. Sucede que ese mismo día pasaba por allí un reportero gráfico de El Universal. Al otro día, un titular del tipo Adrenalina Extrema en el Puente Román. En esa época repartían el periódico impreso por las casas. —Y tú qué hacías ahí—. Y ¡ta ta ta! Con el mismo periódico azotaron a medio barrio”, nos recordaba Camilo Polo, que hoy está apenas por los treinta años.
A Camilo y su generación le tocó lanzarse desde el puente nuevo, el de 1986, que aún siendo moderno mantuvo el lenguaje de los balaustres y cuyos colores amarillo y blanco ayudan a integrarlo mejor al paisaje patrimonial. Los chapuzones y la pesca van quedando en la memoria. Ahora es un lugar de paso, pero su memoria quedará.