Como aves migratorias, desde hace décadas muchos vecinos, por diversas razones, han emprendido un viaje fuera del barrio. Pero a donde van tratan de mantener la vida que llevaban en Getsemaní, al que extrañan y llegan como si estuvieran en la sala de su casa.
“Es muy difícil desprenderse del barrio. De hecho, muchos de los que hemos salido de Getsemaní vamos todos los días desde las nueve de la mañana hasta las cinco de la tarde. Ahí nos sentamos en la plaza de la Trinidad o en la casa de algún amigo que aún nos queda allá”, cuenta Santander Gaviria quien salió hace más de diez años.
“Mis abuelos fueron la primera generación de mi familia en el barrio. Los Gaviria hemos vivido en muchas calles de Getsemaní. Por ejemplo en la calle de las Palmas, en la calle y plaza del Pozo y en las Chancletas. Decidimos irnos porque la última casa donde estábamos no era de mi familia, sino de mi esposa. Los hermanos tomaron la decisión de venderla y tuvimos que salir. Ahora vivimos en el barrio El Socorro”, cuenta.
Así como Santander, muchos getsemanicenses llegan a la plaza de la Trinidad a cualquier hora del día y allí rememorar las épocas de cuando vivían aquí. Entre ellos empiezan a ‘mamar gallo’, a llamarse por apodos, a comprar tinto o simplemente a recostarse en el atrio de la iglesia. “Tengo claro que lo más difícil de haber dejado el barrio es recordar que yo nací aquí, jugaba por estas calles, mi crianza y hasta mi bautizo. Fue muy fuerte, fueron más de sesenta años viviendo en Getsemaní”, dice.
A quien también se le ve llegar casi todos los días es a Víctor Camacho, mejor conocido como el ‘Piña’. De baja estatura, tez clara y un bigote grueso que ya fue poblado por las canas. Aunque no nació en el barrio, desde los diez años llegó a correr por sus calles. “Yo soy llanero de Puerto López. Comenzamos a vivir en la calle de Guerrero, frente de la familia Castro, de las pocas que aún quedan ahí. Después nos mudamos a la calle del Carretero y a la esquina de la plaza de la Trinidad. Fueron más de cuarenta años”, agrega Víctor, entusiasmado porque alguien lo llamó para hablar de su barrio.
“Mi infancia fue muy bonita. Jugábamos mucho a las tablitas, el seven eleven y dormíamos mucho en el atrio de la iglesia de la Trinidad hasta con sábanas y almohadas. También íbamos mucho a los teatros, mis amigos de esa época eran el Ñarro, Muela, el Tinti y Garay”, cuenta Víctor.
Igual que Santander, ‘Piña’ va todos los días al barrio, aunque por estas semanas ha estado ausente por cuestiones de salud. “Sigo teniendo una relación muy estrecha en parte porque mi negocio me obliga a ir. Reparto mercancía variada y tengo muchos clientes allá. Mis hijas no nacieron en el barrio, pero lo aman. Todos los años vamos al Bando”, agrega.
Santander Gaviria confirma que a pesar de haber salido del barrio, siguen manteniendo relaciones estrechas con varias familias vecinas. “Nos seguimos apoyando entre todos. En otros barrios ya es muy difícil encontrar esa hermandad. No digo que no la haya, pero no como la que viví en mis mejores años en Getsemaní”, agrega.
“En otros barrios la cosa ya es diferente, no se siente el mismo ambiente. Getsemaní era como una sola familia; todo el mundo se conocía y se reunía en varios sitios del barrio. Éramos como una sola masa compacta. Ahora en otros barrios ya nadie se conoce y si vives en edificios, menos”, complementa Víctor.
Las razones
El profesor e investigador de la Universidad de Cartagena, Orlando de Ávila señala que a principios y mediados del siglo XX “un hito muy importante fue el crecimiento del Mercado Público y el incremento del uso comercial de las propiedades. Algunos residentes del barrio comenzaron a ubicarse en otros sectores de la ciudad, procurando viviendas más grandes, ventiladas, y en las afueras”.
La socióloga getsemanicense Rosa Díaz de Paniagua, quien también salió del barrio hace varios años, explica que hubo otro proceso de salida desde los años setenta. “La gente empezó a salir cuando trasladan el Mercado Público a Bazurto. Muchos de los vecinos tenían sus colmenas ahí. Era lógico que se mudaran más cerca a su lugar de trabajo”, explica.
Díaz sostiene que después de este acontecimiento quedaron muchas casas desocupadas. “Luego se dio el proceso de erradicación de la zona de Tesca, que quedaba a las afueras de la ciudad. Muchos negocios se fueron para Getsemaní y empezó a llegar la venta de drogas, la inseguridad y prostitución. Muchos de esos, incluso mi familia, salimos de Getsemaní buscando mejores condiciones y calidad de vida, ya que el barrio fue muy estigmatizado. Tanto que el gas natural pasó de Bocagrande a Manga, cruzando toda la calle Larga y al barrio no se lo pusieron e incluso enterraron muchas redes eléctricas en el Centro Histórico y no en Getsemaní”, cuenta Díaz.
“Me atrevería a decir que es desde hace unos ocho años cuando comienza un verdadero proceso de gentrificación, que es cuando salen los habitantes nativos y se van a otras partes, porque el barrio empieza a ser habitado por personas de mejores condiciones económicas y estatus. Eso no pasó en aquel momento”, aclara Díaz.
“Cuando el barrio empieza a valorizarse las personas vendían sus casas y eso le permitían comprar en otros sectores, porque les significaba la posibilidad de tener diferente y mejor calidad de vida”, dice la socióloga.
El barrio en el corazón
El gestor cultural Jesús Taborda cuenta que el sentir getsemanicense sigue intacto. “Los Taborda somos una familia con más de cien años de tradición en el barrio. Relativamente hace poco nos mudamos a Torices. Como getsemanicenses somos muy fuerte y radicales con nuestras costumbres y tradiciones”, agrega.
“En Torices hay muchas personas que salieron de Getsemaní, incluso hace más de sesenta años. Sin embargo, se siguen vanagloriando de que nacieron en el barrio . Yo me considero toricense de corazón, porque es el barrio que me recibió, pero jamás dejaré de ser getsemanicense”, cuenta Taborda.
“Donde está un getsemanicense, ahí está Getsemaní. Cualquier nacido y criado en el barrio encierra tradiciones como la de comer en la puerta o el estar pendiente de la necesidad del vecino, entre otras cosas. He visto jóvenes que siguen esta misma línea. Sin nosotros inculcarles estas cosas, ellos solos lo replican. Tengo tres hijos y son iguales a mí ese aspecto. Lo llevamos en nuestros genes; ese amor por lo nuestro, esa solidaridad con nuestros vecinos”, cuenta Taborda.
“Como getsemanicense seguimos viviendo allá en el barrio. La mitad afuera y la mitad dentro. Por ejemplo, el negocio de mi papá siempre quedó ahí; nosotros seguimos yendo todos los días; mi oficina siguió estando en Getsemaní, hasta hace poco porque la cerré”.
“En el Socorro saben cuando alguien es de Getsemaní. Los primeros días nos preguntaban -¿Ajá, por qué estás aquí?- y yo respondía: -Cosas de la vida-. Sin embargo, trato de amañarme”, agrega Santander.
Taborda explica el porqué de la firmeza de las tradiciones en el barrio. “Quizá tengamos todo ese arraigo cultural por nuestra historia y por las etnias que han pasado por acá. Getsemaní no solo ha sido la cuna de la insurgencia, sino también de todos los procesos de migración que han pasado a la ciudad. Precisamente porque aquí estaba el puerto, todo entraba por acá. Aquí no solo vivieron negros. De hecho ni siquiera hubo un cabildo de negros aquí. Al barrio llegaron migrantes europeos, asiáticos, árabes, africanos, entre otros. Desde la colonia nos acostumbramos a ver entrar y salir personas”, explica Taborda.
Semilla de otros barrios
“Por supuesto que los barrios más cercanos fueron donde empezamos a vivir los getsemanicenses como Torices, el Espinal, Chambacú, Pie de la Popa, Manga entre otros”, cuenta Rosa. “Aquí en el Socorro hay mucho getsemanicense, para estos lados se vinieron bastantes familias tradicionales, como son los Mendoza, los Alvear, los Torres”, dice Santander Gaviria.
También hay que recordar que el barrio Daniel Lemaitre surgió porque don Daniel, fundador de la jabonería que lleva su apellido y que funcionó en el barrio, compró un terreno en el que construyó diez casas para dárselas a sus empleados por la suma simbólica de cinco pesos. Pronto las casas fueron 26 y de ahí en adelante creció hasta el contorno que conocemos hoy.
“Todos esto nos lleva a entender que la vida de barrio es un estilo de vida, que uno asume y trata de replicar en cualquier parte donde nos encontremos”, concluye Rosita.
Ese estilo de vida propio es el que intentan mantener en el barrio las familias que han decidido permanecer. Queda en el barrio una comunidad fuerte, que le sirve de núcleo a los que se han ido. Hay en sus casas y calles, liderazgos, negocios y personas que, como los que se han mudado, mantienen viva la esencia del barrio.