En noviembre hace un siglo

Las fiestas de Independencia en Getsemaní
CULTURA VIVA

¿Cómo se viviría entonces la celebración festiva más importante de Cartagena. Manuel Zapata Olivella, vecino trotamundos del barrio, fue un testigo de excepción y nos lo cuenta en sus memorias.

Por noviembre en Cartagena de Indias nos venían brisas de carnaval con su cargamento de alegrías, resentimientos y frustraciones. Durante cuatro o cinco días, el viejo molino de las razas revolvía sus profundas contradicciones de castas en los bailes y mascaradas populares.

Las fiestas paganas consentidas en España, se prohibieron en América para impedir desmanes de negros e indios. Pero los súbditos españoles, entre ellos no pocos amos, entendieron la conveniencia de un poco de desahogo en el tráfago del trabajo y la vida monacal. Finalmente fueron permitidos por cédula real y pese a las protestas de los obispos, los esclavos e indígenas sacaron sus tambores a las calles. Rápidamente la comunidad africana vio en aquella licencia un medio de exteriorizar su más profunda identidad cultural y religiosa. Originarios de distintas comarcas, pronto se organizaron en naciones para participar en el carnaval con sus tambores, banderas y danzas. 

De acuerdo con sus lugares de habitación, en cada barrio se conformaron cabildos, los cuales a su vez nominaron sus reyes y reinas; sus generales para vigilar el comportamiento de capitanes y capitanas de danza; los tamboreros con jerarquía religiosa; los correveidiles, los edecanes, los sargentos, policías y la organización del común. En esta forma yo alcancé a conocer en Cartagena los cabildos del Getsemaní, de San Diego y del Cabrero, así como otros en los extramuros de la ciudad. El mismo proceso se generalizaría en Santa Marta, Portobelo Colón, Panamá, Barranquilla y otras ciudades coloniales.

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Para el 11 de noviembre el recinto amurallado engalanaba con luces sus balcones y monumentos públicos. Pero el fervor era más vivo en los barrios populares. En Getsemaní, donde vivía mi familia, la alegría se evidenciaba desde los primeros días de octubre. Sus vecinos negros y mulatos tenían fundadas razones para celebrar las fiestas patrióticas. Antiguo reducto de esclavos, fue aquí donde irrumpió el grito de independencia. En aquella mañana, según lo acordado por los líderes de la revuelta, el mulato Pedro Romero, jefe de las maestranzas, convocó a los habitantes del barrio al son de su tambor:

¡Pum! ¡Pum!

¡Los patrioteros!

¡Pum! ¡Pum!

¡Los señorones!

¡Pum! ¡Pum! 

¡Vengan ahora!

¡Pum! ¡Pum!

¡Los chapetones!

Un siglo después, otras manos fuertes y callosas baten los mismos tambores, ya olvidados de sus dioses africanos. Pero en ello hay algo más que simples evocaciones: la persistencia del propio pueblo negro.

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En el patio del rancho de mi abuela Ángela Vásquez, en la calle del Espíritu Santo, se congregaban los vecinos del barrio. La irrupción desbordante de bailadores y cantadoras rompía el ciclo cotidiano de los rezos de mis tías y golpes de martillo de mis primos zapateros. La abuela poco interés ponía al baile ocupada en su mesa de frito, donde preparaba para la venta sus empanadas de huevo, sus carimañolas de yuca, carne o pescado, todo aromado con el café. 

Mientras los varones palmoteaban incansables los tambores, macho y hembra, las mujeres de todas las edades —niñas, púberes, ancianas, casaderas y embarazadas— se reunían a su alrededor para corear con sus voces y palmas. Las cantadoras improvisaban coplas y décimas con agudos falsetes que aludían al dolor de la raza, a la memoria de algún difunto o cantaban la esperanza de que algún día llegara la pura y real libertad.

De repente, algún varón venía al grupo de las mujeres y ceremoniosamente invitaba a una cualquiera a bailar. La tomaba de la mano y acercándose a los dos tambores, a veces tres, les hacían una reverencia y comenzaba el baile. El reburujo de los tambores y el palmoteo de los presentes se hacían más resonantes, entretejiendo el ritmo. La mujer se paseaba serena, moviendo sus caderas en abierta incitación. Golpeado en su hombría, el varón levantaba las manos, girando sobre sí mismo, y luego, persiguiendo a la pareja, fingía atraparla en el remolino de sus brazos. Sin que se tocaran, había en ambos una abierta alusión a la cópula. Miradas provocadoras, senos ofreciéndose a los dedos centelleantes. El varón acentuaba su picardía, agachándose, abanicando con su sombrero las faldas entreabiertas. Las axilas lluviosas y las piernas sofocadas conjuraban con sus revueltos grajos la lujuria de los cuerpos, la detonante explosión de los tambores.

Sobre el filo de la media noche, aunque algunas botellas de ron quemaran las gargantas deseosas de prolongar el bullerengue, todo se dormía cuando mi abuela apagaba el mechón de gas sobre su mesa. Después de levantar el caldero con la manteca bien caliente, en un gesto mágico rociaba agua a los carbones encendidos.

En otros patios y barrios también cundía el entusiasmo por organizar las comparsas, juegos de teatro callejero, disfraces y carrozas. La creación del pueblo, restringida y saqueada por la casta aristócrata, buscaba realizarse libremente. Para cada nuevo año se proponían mejorar las coreografías, los conjuntos musicales y la destreza de sus intérpretes. Los constructores de carrozas concebían los más exóticos tronos para exhibir a las muchachas del pueblo escogidas entre las más hermosas. Aparecían disfrazadas de sirenas, zarinas rusas o vestales romanas. Si habían obtenido premios en años anteriores, los artífices de carrozas se esmeraban por ganar nuevos galardones. Las economías familiares, las prendas heredadas de los abuelos, los anillos matrimoniales, cuanto había sobrevivido de las fiestas pasadas, por fin llegaban a la tesorería del carnaval donde se concentraban los bienes comunes. Una fuerte hermandad ataba a las cofradías de las comparsas como si se hubiesen mantenido vivas por las fuerzas mágicas de los ancestros.


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Las festividades novembrinas comenzaban con el bando. En la época en que alcancé a presenciarlo, la ceremonia había perdido mucho de su pompa. Me cuentan los mayores que en sus tiempos, una pareja de heraldos con birretes y capas precedía el desfile, cabalgando monturas enjaezadas. Detrás, en coches tirados por caballos, seguían el alcalde, algunos ediles y señorones de prosapia, vestidos de ropa blanca almidonada, con corbatas y sombreros.

Después de congregada la muchedumbre al retumbar de los redoblantes, el pregonero daba lectura al decreto del alcalde, por el cual se autorizaban las festividades, los días de duración y la hora exacta en que debían terminar.

Durante la Colonia, los timbres del pregón y la presencia del gobernador en el bando tenían por objeto hacer público reconocimiento de que los jolgorios eran una dádiva que el rey de España concedía a sus súbditos americanos. Pero también pretendían intimidar a los revoltosos, pues sobraban experiencias donde las fiestas carnavalescas fueron aprovechadas para rebeliones indígenas, levantamientos y huidas de esclavos, así como de abusos con sus concubinas por parte de los señores peninsulares y criollos. Con el tiempo, el bando fue perdiendo sus campanillas feudales, afirmándose más el espíritu republicano. Desaparecieron las monturas y coches, pero se conservaron los redoblantes. El pregón se lee en la plaza céntrica del reducto amurallado y el alcalde, rodeado de algunos subalternos y de uno que otro concejal, desde un balcón cumple ahora un simple acto protocolario.

El pueblo, sin embargo, se mantiene firme en su tradición. Carnavales o fiestas novembrinas constituyen una reivindicación ganada por los esclavos e indios en duros reclamos y enfrentamientos con los antiguos amos y representantes de la Corona. En la plaza, mucho antes de que aparecieran los pregones del bando, ya el pueblo bailaba al son de conjuntos de gaitas, tambores y bandas de viento. El fandango, el porro y la cumbia, amasados con ritmos mestizos, golpeaban fuerte al calor del ron y del aguardiente, quebrando la compostura de los que íntimamente pretendían resistirse al llamado del carnaval.


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En el parque, en las avenidas, por los callejones, aparecían las danzas. La gente salía a su encuentro, rodeándolos, aplaudiendo, brindándoles el trago reconfortante. Los niños, temerosos y atrevidos, miraban desde los pretiles agarrados de las faldas de las madres. Teníamos a los “monos”, saltimbanquis que hacían sonar vejigas de cerdo con las cuales nos zurraban sin herir. Detrás de la máscara de simio de boca grande y dientes afilados, los varones ocultaban su terrible ronquido sexual, su insistente búsqueda de senos y nalgas que pellizcar. 

Negros disfrazados de negros, pintándose de hollín la cara, los brazos y el cuerpo, en cuadrillas, batiendo mandobles de madera, acorralaban a las personas que rehuían entrar al carnaval y amenazándolas con embadurnarlas, obtenían fácilmente que les obsequiaran algunas monedas para proseguir la farra. 

De igual manera aparecían indios con plumas que pretendían falsamente representar lo que en verdad eran, indios. No menos cómicos resultaban los blancos vestidos de condes, príncipes o reinas, mofándose o añorando los perdidos títulos de la corte real. Paulatinamente se iba acrecentado el jolgorio. De las barriadas populares surgían carrozas alegóricas. A su lado, entre las cornetas de camiones, abriéndose paso, danzaba la vaca loca, abiertos sus cuerdos de triquitraques, embestidora con su trasero de pólvora encendida. Golpeaba, retrocedía y corneando a diestra y siniestra se perdía por el bullicio que atropellaban sus pitones. 


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Por ser incubada y organizada en el patio de la abuela, donde mis hermanos y primos jugaban algún papel, la danza de los Gallinazos tenía para mí atractivos especiales. Una docena o más de bailarines, varones y mujeres, componían el elenco de la farsa. Sus batones negros, muy ceñidos al cuerpo, y sus alas de trapo los caracterizaban como aves de rapiña de la miseria y del hambre. El rey se distinguía por su máscara roja de cartón y la golilla agusanada, símbolos de su imperial pobreza. Mi hermano Marcos con su alto y filudo cuerpo, revolvía ceremoniosas sus alas siniestras, picoteando a cuanto zopilote trataba de acercársele.

Entre las muchas comparsas de carnaval que me atemorizaban, la que más despertaba mi miedo era la de los Indios Bravos. Los mayores, repitiendo viejas amenazas, solían intimidarme con frases que debieron estar en boga en tiempo de los conquistadores

—¡Te van a comer los indios!


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(Nota del editor: Manuel regresa al barrio tras años de correrías por Centroamérica, México y Estados Unidos, con escasa comunicación con la familia)

Llegué a Cartagena de Indias la víspera de un aniversario más de la proclamación de su independencia. Triquitraques, algunos enmascarados y los redoblantes anunciaban el bando que daba inicio a las tradicionales fiestas.

La barriada del Getsemaní, epicentro de los actos revolucionarios, se entregaba con alegría a la conmemoración. Los tambores resonaban en la plaza de la Santísima Trinidad. La calle del Espíritu Santo donde vivían mis padres estaba embellecida con guirnaldas. Pasé inadvertido entre el bullicio de los que se sumaban al festejo libando botellas de ron y cerveza.

Ensimismado en su lectura, ausente del alboroto, mi padre leía con el libro fuertemente sujeto por ambas manos como lo vi siempre y dejé en el día de mi partida. Me planté frente a él, silencioso, esperando que me descubriera con su asombro.

—¡Manuel!

Se incorporó con la mayor rapidez que le permitieron sus fuerzas y me sujetó los brazos para cerciorarse de que no deliraba.

—¡Por fin has regresado!

(...)

No sé qué tiempo logré pescar al sueño. Desperté sobresaltado, sacudido por la nota pujante de las cornetas y el endiablado retumbar del bombo y los platillos. Reconocí los acordes del fandango madrugador con que se amanecía en las fiestas novembrinas. Salté de la cama y tan solo envuelto en las sábanas salí a la calle, danzando y vibrando al son de la música. El fandango de los borrachos, encapuchados y músicos arrastraba a su paso a cuantos se asomaban curiosos. De súbito un hombre negro, fornido, disfrazado de mujer me extendió los brazos.

—¡Mijo, vámonos de parranda!

Lo abracé o la ceñí por la cintura y nos fuimos danzando hasta perdernos en la fiebre de la mañana que ya sacudía a la ciudad.

Regresé a casa tres días después, pintarrajeado, lánguido el brillo de los ojos, preguntando por un poco de comida. Mi madre me quitó la sábana llena de barro y de rouge. Era la primera vez que me veía desnudo, hecho un hombre.




Fragmentos de ¡Levántate, mulato!

Obra íntegra de Manuel Zapata Olivella

Disponible gratuitamente en: http://zapataolivella.univalle.edu.co/obra/