Florencio Ferrer: la calle es la vida

SOY GETSEMANÍ

¿Quién no ha visto a Florencio Ferrer caminar por las calles de Getsemaní? Resulta casi inevitable que lo detenga un vecino para saludarlo o para contarle algo del barrio. Ahora parece fácil, pero no siempre fue así. Ha librado luchas que le han costado lo suyo. Tantas que ahora hasta cuenta con humor el par de veces que lo pusieron contra la pared por andar ocupándose de los intereses del barrio. Se considera “callejero” por naturaleza y sabe que es eso, precisamente, lo que le ha abierto puertas para convertirse en un centinela social.

Nació en El Pedregal hace 62 años y más de media vida se la ha dedicado al trabajo comunitario, que es la faceta por la que se le conoce en el barrio. Líder social desde muy joven, empezó siendo coordinador de grupo en su colegio, pero antes de eso estuvieron el mar y la pesca, que se han mantenido como una de sus pasiones. Y la calle de las Palmas.

Calle de las Palmas: la felicidad

“Aquí yo fui feliz. Era donde vivían mis abuelos y siempre la excusa para salir era “voy pa´ donde mi abuela”, pero en verdad lo que me ponía a hacer era jugar en la calle, que tenía poco tránsito. Como ella era muy complaciente les decía que yo sí había estado toda la mañana y toda la tarde allá, porque siempre he sido muy callejero”.

“Acá se practicaba mucho deporte y la calle tenía casas muy acogedoras. Eran como unas fincas grandes, de un patio inmenso con buenos árboles, hasta con algunas siembras. Y había mucho vecino que nos daba una buena guianza. Donde mi abuela vivíamos cinco familias. Aunque yo en realidad vivía en El Pedregal, siempre cogía para acá. Había como diez primos. Jugábamos tapita, trompo, de todo. En esta calle se murió un muchacho porque se puyó con un clavo jugando trompo y le dio tétano. Nos impactó tanto que por un tiempo dejamos de jugar”.

“Aquí había una casa de una señora que le llamábamos La Turca. Tenía unos hoteles en la calle de la Media Luna y unas hijas muy bonitas, pero casi no las dejaba relacionarse con nosotros. El hijo sí salía. Ya estábamos viejos cuando un gran amigo me convidó a los puños aquí. Primera y única vez que peleé en Getsemaní y le gané. Duramos como un año bravos”.

Puente Román, el viejo

“Siempre pescábamos en el puente Román, con el que casi todo el barrio tenía que ver. Como éramos de escasos recursos conseguíamos la parte del arroz y salíamos un momentito ahí al puente para conseguir la “liga”. Es decir: el pescado. Había tanto en la bahía que uno lo escogía a diario: “Hoy no voy a comer róbalo, voy a comer pargo” o “hoy no quiero pargo sino jurel”. Podíamos capturar la cantidad y calidad de peces que quisiéramos. Estamos hablando por ahí del año 67, pero eso venía de mucho tiempo atrás. Aquello se acabó con la contaminación de la bahía, cuando comenzó a crecer la Marina del Pastelillo y se construyó el nuevo Puente Román. Casi todos los getsemanicenses nos íbamos a bañar al puente. Había un muchacho que era epiléptico y una vez se metió a bañar: se tiró y ya no salió. Le decían El Viejo. Pues bien, El Viejo se ahogó y todo el mundo fue a buscarlo”.

“Había unas familias -los Martelo, los Acevedo, los Marún, los Ferrer- que teníamos unas lanchas que guardabamos en el mercado, ahí en El Arsenal. Salíamos a pescar a Barú, Barbacoa, y veníamos con una cantidad de peces que les regalábamos a los vecinos más cercanos y familiares. Si la pesca era mala lo repartíamos apenas entre los que íbamos, pero en esa zona casi siempre era buena. En el Arsenal había un señor especialista que repartía a cada cual lo suyo”.

Plaza del Pozo

“Esta era la gran parada de los pescadores después de guardar los botes cuando terminábamos la faena. Aquí el señor Antonio Pájaro, un nativo que trabajaba en la fábrica de botes, un señor de reconocimiento que se dedicaba a la pesca nos calificaba la faena. Nunca le sacamos provecho económico. Si había que dejarle pescado a los vecinos, se los dejabamos. Yo tenía como diez años y de mis hermanos fui el único al que siempre le gustó, tanto que me quedaba por Barú con un tío que era pescador”.

“Una vez nos perdimos por tres días. Salimos del Arsenal para pescar en el mar frente a la avenida Santander, afuera en el bajo San Medina donde hay poco amparo en temporal. Esa vez nos cogió un mal tiempo y se nos dañó el motor. Teníamos estipulado que salíamos a pescar en la mañana y debíamos regresar en la tarde. Cuando vieron que no regresamos nuestros vecinos salieron en una lancha a buscarnos y nos encontraron varados cerca a Bocas de Cenizas. Casi me quedo en esa faena, tenía como 18 años. En mi época esa era la relación de los jóvenes del barrio: pesca y estudio.

Tablita en la calle del Pozo

“En esta esquina con el Callejón Ancho se practicaba mucho la tablita. Ese es un juego de plata en donde se ponen dos monedas y se voltean. La gente apostaba cara o sello. Entonces se ponían dos tablitas, se daban un golpe y las monedas iban dando vuelta y caían. Esta calle era la del juego, pero muchas veces terminaban en discusiones porque se jugaba mucha plata”.

“Lo otro era la Plaza de la Trinidad, que era el escenario deportivo del barrio, pero eso ya es otra cosa. Allá nació la bolita de trapo. Yo era mal jugador, pero un hermano mío sí que le gustaba jugar bastante”.

Encuellado en la Calle del Guerrero

“En el trabajo comunitario tenemos que entender que a otras personas quizás no les puede gustar lo que uno hace. También hay otros intereses. Un día, hace muchos años, yo venía de la Plaza de la Trinidad en dirección hacia el edificio del Banco del Estado. En esas me llamó un vecino compañero molesto con algunas posiciones mías acerca del Colegio del Cuerpo, que quería establecerse en la Calle del Pozo, en los patios donde está Fatima. Mi posición era que eso significaba una oportunidad para el crecimiento cultural de los jóvenes porque ellos se podrían insertar en esos trabajos. El Colegio del Cuerpo tiene un reconocimiento mundial y nos servía también para el crecimiento del barrio. El vecino decía que ellos se iban a apropiar de ese espacio, que podía servirle a la comunidad. Y el hombre me ha cogido por el cuello y casi me ahorca. Nunca se me ha olvidado. En esa discusión si cayó Pedro Blas Romero, el poeta. Pero le fue peor porque a él sí le pegaron su “coñazo”. Ahí es cuando uno se dice: -¿sigo o no sigo?-. Al final, para mí todo eso es para crecer”.

Y otra vez, en El Pedregal

“Otra vez me pasó con un señor ya mayor. Yo estaba trabajando para recuperar el espacio público porque había la costumbre de vender en el andén. En ese caso era la madera atravesada en la acera. Incluso hasta estaba aserrando afuera del local. Eso era un problema porque cuando pavimentaron el barrio había mucho vehículo y si los andenes estaban copados la gente tenía que bajarse a la calzada, sobre todo los niños y las personas de la tercera edad. Era un peligro. Pasaba lo siguiente: hubo una época con muchos negocios así, principalmente en El Pedregal y otros en la Calle Larga que podían comprar barata su materia en otra parte y ponían sus bodegas acá. Yo les decía que eso se identificaba con el barrio, pero que había que hacerles un buen manejo a los residuos sólidos y al espacio público. Fue duro porque tuve bastante acoso por parte de los comerciantes. En esas andábamos cuando el dueño del aserrío Ramos me cogió por el cuello y la cogió contra mí: que yo iba acabar con su negocio, con su propiedad”.

A pocos metros de su casa, ahí en El Pedregal, la misma calle donde creció, está ‘La Morena’. Así decidió bautizar un mural con la imagen de una cartagenera. “Me encanta porque es la mujer nativa, la mujer cartagenera bien representada, con mucha estética. Si me la van a presentar en vivo y en directo mejor me dan primero una pastilla porque me puede estar dando un paro cardíaco”.

Trabajo comunitario

“Desde muy joven siempre me gustó el trabajo social. Ya tengo más de 30 años en esto. Entré en primero de bachillerato al Liceo de Bolívar y estuve como coordinador de grupo hasta que nos graduamos. Llegué a ser representante de los estudiantes al Consejo Directivo. Luego estuve como presidente de Asojudicial. Eso siempre ha estado en mí. Es algo innato. En el barrio siempre he estado vinculado como coequipero. Hace unos treinta años sí estuve en la Junta de Acción Comunal y en la Asociación de Vecinos. Ahora con más de 60 años estoy vigente pero la intención es ir generando jóvenes que se interesen por ese movimiento comunal, para tratar de mejorar las condiciones de todos”.

Florencio es, junto con Martín Alfonso Morillo, el coautor del libro Getsemaní. Patrimonio inmaterial vivo del Centro Histórico de Cartagena de Indias; trabajó en el proyecto de exoneración del predial para los nativos del barrio; promueve la idea de un turismo cultural en el que los vecinos no sean actores pasivos sino protagonistas y creen su propio empleo mediante lo que llama “turismo vivencial comunitario”;  se ha ocupado de los Vigías del Patrimonio; quiere que se desarrolle proyectos de vivienda de interés social patrimonial. En fin, las ideas en beneficio del barrio no le hacen falta, como ha demostrado a lo largo de su vida.