Francys Caballero: Getsemaní en las venas

SOY GETSEMANÍ

Cuando era niña, había compañeras de colegio que le hacían el feo para ir a estudiar a su casa porque no querían pisar el barrio. Ya en la universidad, pocos años después, Getsemaní se iba convirtiendo en el barrio de moda, con todas sus consecuencias. En Francys perviven esas dos caras de la moneda. “Recuerdo a un Getsemaní que no era cool. Era un barrio de bulla y de picó. Aún sobrevive el saludarse entre vecinos”, dice mientras recorre las calles con nosotros.

Cuando se habla con ella se siente esa nostalgia: la visión de un barrio en el que todos se conocían y los hijos se criaban casi que en colectivo. Pero no es un romanticismo simplón: Francys se revela como una mujer de la comunidad, muy leal a su gente, crítica frente a muchos temas, que al mismo tiempo añora un barrio al que ha visto transformarse. Uno que ya no es el de la infancia de rodillas raspadas, matriarcas vigilantes y noches jugando en las calles.

Francys encarna otra mujer de Getsemaní. La joven contemporánea, bastante estudiada -tiene una especialización y está haciendo la tesis de maestría, justamente sobre la vida de barrio en Getsemaní-, que al mismo tiempo ama el Cabildo y las tradiciones. Uno puede pensar en generaciones como la de las matriarcas, luego en líderes y estudiosas como Nilda Meléndez o Rosita Paniagua. Francys es una fiel representante de la generación que les sigue, la que está tomando las banderas para continuar con la lucha para preservar el legado social, histórico y cultural que quizás solo entienden a fondo quienes lo llevan en sus venas, quienes nacieron y se criaron en un estilo de vida tan único y particular como el de Getsemaní.


Calle del Carretero

“Somos una familia grande, muy numerosa y unida. Como tanta familia costeña, la nuestra giraba en torno a la figura de la abuela. En mi caso, Cecilia Villarreal, la abuela paterna. Ella era el hilo conductor de toda la familia y su casa sigue siendo la casa de todos. Tanto, que cuando venimos todos decimos que vamos “para la casa”. No hay otra: la de la abuela, en la calle del Carretero. Una cosa que necesitaba el uno, se lo pedía al otro. Siempre estábamos unidos. Ahí pasé toda mi niñez, mi adolescencia y mi primera juventud. Incluso ahí llegué a vivir con el papá de mi hijo. Hasta que me picó el bichito de la independencia y me fui de la casa. Cuando nos reunimos prácticamente llenamos casi toda la calle porque también tengo una tía que tiene dos casas cerca de la de ahí. Son varias casas que son como de todos”.

“Inicialmente mis papás vivieron en la calle del Espíritu Santo, pero ya estando yo de meses se mudaron al Carretero. Cuando regresé viví en la calle Lomba y por último en la calle del Pozo. Tengo todos mis recuerdos aquí. Por ejemplo cuando jugábamos con mis amigos y nos quedábamos hasta tarde, no como ahora que los niños solo pueden salir el fin de semana. Entre semana también salíamos a jugar al fusilado, a la cinta, a la lleva, al escondido americano. Cuando se iba la luz echábamos cuentos hasta tarde. Los más señores de la calle, como Mario Vitola, el Viti, a quien recuerdo con mucho cariño, nos contaban cuentos de miedo. Pero no la historia tradicional sino historias de miedo en Getsemaní. Por ejemplo: que todavía aquí se escuchan las cadenas de los esclavos arrastrándose. ¡Yo las he sentido así, estando ya grande! No sé si me quedé tanto con esa leyenda que la interiorice y que todavía escucho ruidos y golpes en la pared. Don Mario decía que eran los esclavos que abrían huecos en las paredes para esconder los tesoros porque se metían los piratas. Recuerdo también a sus hijas, las “Vitolas” y a su hijo, que también se llama Mario, como el papá”.

“Había otro señor, que era herrero: Guillermo Acevedo. En el colegio yo cantaba los temas de Shakira y mi papá me llevaba a todos lados a cantar y a decir poemas. Entonces el señor Guillermo desde que me veía era -!Shaki, Shaki!-. Aquí usaban mucho apodo. Muy poca gente se sabía mi nombre. Me llamaban como mi papá, pero en versión femenina: ¡Miguelita, Miguelita! y fui creciendo con ese apodo. El hijo del señor Mario me decía: Francesca Moser y cuando escucho ese grito es porque Mario está por aquí”.

“Yo aprendí las tablas de multiplicar, pero a punta de reglazos, porque la señora Mati, la de la escuela de banquito, tenía una regla de madera y cada vez que decías una mal te pegaban en la mano. Hasta que un día más no pude más del maltrato y le dije a mi papá que no iba venir a esta clase”.

“Aquí quedaba una casa que le decían La Carbonera. Ahí existe un pozo. Antes de que Getsemaní fuera el barrio cool de ahora aquí se iba mucho el agua y se formaban unas filas que llegaban al Pedregal: era la gente con el balde con agua. Ese era el bochorno del mundo: uno todo sofisticado con su balde en la mano esperando. Uno entraba ahí y eso estaba lleno carbón. Salíamos sucios, pero con el balde de agua en la mano”.

“Ahí vivían unas niñas. A una de ellas le decían La Veneno. Era el terror de las niñas en los años 90. Era una niña humilde que pasaba sucia por el carbón. La leyenda contaba que ella era blanca, rubia y de ojos azules. Ella misma decía que se había tomado un veneno que no la mató, sino que la volvió más oscurita, le enruló el cabello y de ahí evolucionó a La Veneno. Y esa muchachita nos correteaba a todas las demás. En eso se usaban las chanclas de las Juanas. Ella te las veía y te decía: -Esas chancletas van a ser mías- Y yo -Pero, Veneno, ¡son mías! Y ella: -No, ¡te voy a corretear! Un día me cogió del pelo y limpió la calle conmigo”.


Calle San Juan

“En esta calle fue mi primera fiesta hasta la madrugada. Yo siempre andaba con mis dos primos mayores. Con mis mejores amigos -Nayib y Carlos- hacíamos mucha maldad. Tirábamos billeticos en el piso para que la gente intentara recogerlo, y nos moríamos de la risa al verles las caras: ese se fue llorando, ese se fue riendo. Timbrábamos en las casas y salíamos corriendo. Tenía muy pocos amigos de mi edad y lo que hacía era pegarme a los planes de los más grandes. Mi abuela siempre me decía que yo andaba con mi machera, entonces yo alternaba con otras amigas para que ella no me regañara. Era todo un personaje. Un día nos vinimos para una fiesta donde mi amiga Elizabeth. Nunca había estado en una fiesta así, con todas las luces como apagadas. Tenía como doce o trece años. ¡Yo era una niña! Y se me fue la noción del tiempo porque la luz estaba muy bajita, pero no porque hubiera tomado, que no lo hice. Sino que una es solar y por la luz identifica cuándo es tarde. Llego a mi casa y miro el reloj: ¡tres de de la mañana! Mi papá me dijo luego: -Esas no son horas de llegar una señorita y menos andando con ese poco de hombres-. Mis mejores amigos siempre fueron varones y mi abuela me decía: -Te van a calumniar por andar con esa machera, eso es de María Macho-. Y yo -No, abuela. Yo soy delicada y estoy en colegio de monjas, sino que me aburre de estar rodeada de mujeres-”.

“Esa casa fue la sede de muchas fiestas en adelante. Después vinieron unas muy famosas donde la señora Gladys en la calle de las Chancletas. Ahí siempre había una fiesta los seis de diciembre, porque el hijo de ella cumplia ese día. Fueron las únicas amanecidas en las que me dejaban quedarme. Pregúntale a los de mi generación -30 ó 35 años- y te van hablar de las fiestas donde la señora Gladys y de cómo se esmeraba por hacernos la chiquiteca. Ponía puro Sergio Vargas, Ricarena, Carlos Vives. Ahí fue donde aprendí a bailar. Nos encantaba Jerry Rivera: ¡esos eran los poemas de amor de aquí! Yo dediqué y a mí me dedicaron. Cuando lo ponían, sacabas a bailar a la que te gustaba. Gladys nos ofrecía vino Cariñoso, que era el que nos dejaban tomar. En una de esas fiestas, a los quince años, di mi primer beso”.


Doña Tera

“Aquí en una época hacían un reinado infantil. A mí no me dejaban participar porque como mi papá siempre fue el líder decían que era rosca. Al muchacho que lo organizaba le decían doña Tera: ¡Es que aquí nunca han respetado! Me quería mucho. En el 94 me nombró por decreto Niña Getsemaní. Yo tenía ocho años. Lo hacían para las fiestas novembrinas, en una tarima de Postobón, el bando era en burrito y hacían las balleneras en el Centro de Convenciones. La cosa más horrible era pensar que me iba a caer en esa agua. Ahí me picó el bichito de los reinados, pero no porque quisiera ser reina sino presentadora. Doña Tera se mudó y entonces organicé el reinado con cinco niñitas de nuestra calle. Yo era la presentadora, y cerraba la calle. No era algo tan producido como lo de Doña Tera pero yo lo quería conservar”.


Las tiendas del barrio

“Extraño profundamente las tiendas, que se han ido perdiendo. Ahí me fiaban las laminitas y llenábamos álbumes. Esa era una de las distracciones de entonces: intercambiar cosas coleccionables como los hielocos de Coca Cola o el muñequito que estuvieran dando en esa época. Lo mismo con las laminitas de Amor, Supercampeones, Sailor Moon. Yo era un poco privilegiada porque mi abuela era dueña de la tienda Los Laureles, en la esquina del Carretero y calle Lomba. Ella me regalaba y yo era la que más tenía. Todo el mundo llegaba donde mí, que la laminita y que tal. Yo le ayudaba mucho a mi abuelita. Ahí aprendí a sumar, restar, todo lo que fuera con números, así fuera a regañadientes. Eso sí; vendía un pan y me comía otro yo; vendía una cocacola y me tomaba otra”.


Cometas y rodillas raspadas

“En El Pedregal hacían el Festival del Barrilete. Mi papá siempre me llevaba a volar cometas ahí, pero nunca aprendí. ¡Nos fajábamos hacer la cometa y nunca me funcionaron! Ahí hacían también salseros. Mis papás iban mucho y ahí escuchaba la música. Del parque Centenario tengo las rodillas marcadas de las voladas de allá nos quedábamos adentro hasta super tarde y cuando queríamos ver ya nos habían cerrado las puertas”.

“En la plaza de la Trinidad alrededor de un árbol había unos maderos, en forma de cuadrado. Ahí nos sentábamos a jugar y a echar cuentos. Antes eso se podía hacer mucho en la plaza. Era el único sitio, distinto del sofá de tu casa, donde te dejaban sentar con tu novio porque estabas más que vigilada. Había un grupo que les decían Las Juanas. Se sentaban ahí y como te vieran en una cosa extraña con algún pelaíto o con quien fuera iban y le decían a tu papá, a tu abuela y te daban tu limpia apenas llegaban a tu casa”.


El fotógrafo del barrio

“Mi papá, Miguel Caballero, imprimía las fotos y mi plan de las noches, cuando él llegaba del trabajo era acompañarlo a repartirlas. Lo ayudaba a marcar los rollos, que era lo de esa época. También se las organizaba por paquetes, por persona y por calle en el recorrido, que hacíamos en una motico. Salíamos a repartirlas y él me daba una comisión de acuerdo a lo que le pagaban. Pero hacíamos una pequeña maldad. En la tienda de mi abuela había algo que se llamaba La Vitrina. Tú puedes preguntar en Getsemaní por esa vitrina y se mueren de la risa. Era una estantería de madera con un vidrio transparente y ahí mi papá colgaba las fotos de todos los morosos. Como a esa tienda llegaba todo el mundo, el bochorno era verte en la famosa vitrina. Tu foto ahí quería decir que no la habías sacado. Mi papá les ponía el tiempo de antigüedad: un mes, dos meses, un año, dos años ¡y la foto amarilla ahí en la vitrina! A él le gustaba tomar fotos de las cosas curiosas del barrio: que cuando le estaban sacando los piojos a alguien y cosas así. Todo eso lo ponía mi papá en la vitrina”.