¡Cuánta gente conoció Gladys viviendo de niña en el Pasaje Leclerc! Para comenzar, de esos años tiene nítida la imagen del ‘Michi’ Sarmiento, de doce o trece años, tocando la trompetica y el tambor en los corredores anchos del segundo piso, donde practicaba bajo la guía de su papá, Clímaco Sarmiento, un músico célebre entonces, pero hoy injustamente olvidado.
Y como los Sarmiento, también vivían allí los señores Álvarez que tenían su local de carnes en el mercado y el vigilante de apellido Becquer. En la planta baja estaban el carpintero, el peluquero, el sastre y Pedro Noriega, quien vendía hielo y más tarde compraría una casa en la Calle San Juan.
Al bajar al mediodía pasaba por las mesas de las señoras que vendían comida. “Veíamos cómo hacían el arroz de frijolito, el conejo guisado o ripiado; el plátano en tentación, la ensalada de payasito. Eso era sabroso y uno se sentía feliz”.
“Éramos una comunidad”, resume. “Nosotras vivíamos en la parte de arriba, que era de viviendas y al fondo, mirando a la bahía, tenía dos baños comunales y una plumita adicional para ducharnos si los baños se ocupaban. Éramos como cuarenta familias”. En realidad las viviendas eran unos cuartos grandes, usualmente divididos en dos: la parte delantera tenía una cocineta y atrás había un cuarto. Y los días de lluvia Gladys era dichosa bañándose en el chorro que caía en el primer piso.
Llegaron allí con su mamá y sus dos hermanas, huyendo de la mala situación en Bogotá, donde nació y vivió sus primeros meses de vida. Por cosas de la vida la bautizaron en Barranquilla y de ahí se movieron a Cartagena. Su tía, Carmen Cupajita, vivía desde hacia tiempo en el Leclerc y vendía tintos hechos con café Almendra Tropical en el mercado de Getsemaní, donde está hoy el Centro de Convenciones. “Ella salía a las tres de la mañana a preparar su café; allá tenía su puesto fijo”.
Su papá se había quedado en Bogotá y su mamá trabajaba en casas de familia. “Mi papá vino a visitarnos una vez, después no quiso regresar y falleció en un accidente. Yo tenía como diez u once años. Nunca tuve esa figura paterna”.
Su nombre completo es Gladys María Morales Cupajita. El Cupajita es un legado de su bisabuelo boyacense, descendiente de indígenas. Pero ochenta años después de llegar ella es más getsemanicense que la plaza del Pozo, en cuyo frente vive en una casa de la calle de Las Chancletas que le costó sudores y una larga fase de su vida como empacadora en Estados Unidos, para juntar el dinero con el que pudo terminar de pagarla.
En 1955 su tía pudo comprar una casa en la Calle Lomba por once mil pesos. Antes su madre y la familia Medrano se habían mudado a una casa con balcones hacia el Arsenal, donde la dueña alquilaba habitaciones. “Esa señora, doña Belinda Medrano de Marimón, fue mi madrina de confirmación. Después me fui con mi tía a la Calle Lomba; yo andaba del tingo al tango”.
Estudió en el Mercedes Abrego, que quedaba en la Calle del Guerrero donde hoy está la Escuela Taller; en esa época llegaba hasta quinto de primaria. “La rectora era la madre Guillermina de Amar, disciplinada pero muy buena”.
Del lado del Arsenal, el marido de su tía tenía una tiendecita llamada El Chofer. “Ahí vendían cervezas y de todo. En esa época se usaban los pickups para llamar a la clientela. Yo tenía siete años y en las tardes me tocaba ayudar a mi tía a cocinar; me subían en un banquito para que aprendiera. A los ocho años tenía que llevar a mis primos más chiquitos al colegio La Esperanza que quedaba en pleno centro”.
“Cuando se dieron los desórdenes sociales generados en el gobierno de Rojas Pinilla, yo traía a mi primo del colegio, pero me metí en el Palacio Gobernación donde estaban las notarías. Me aguardé en las arcadas para ver lo que pasaba frente la catedral y en el parque Bolívar. Cuando llegamos a la casa me dieron una ‘limpia’ porque había expuesto mi vida y la de mi primo”.
Más tarde ingresó al colegio América y después pasó al colegio Colombia. “Hice el bachillerato por radio y lo terminé en un colegio de Santa Rita”. Gladys decidió estudiar comercio porque quería algo corto para empezar a trabajar. En Medellín vivió donde unos tíos y trabajó un par de años. “Me había matriculado en el SENA, pero a mi tía Carmen se le metió el tema de que las mujeres eran para estar en la casa, y regresé a Cartagena”.
“Nunca fui fiestera porque mi tía era como un regimiento militar. No me dejaba montar bicicleta; decía que eso era para los hombres. Eso sí que me pesó. Seguro ahora tendría una bicicleta y daría vueltas a la ciudad”.
A los veintiún años se casó con un marino de la Armada. “Nos casó el Padre Campoy en La Trinidad. Tuvimos tres hijas”. Esa relación terminó y diez años después conoció al ingeniero Llamas Mendoza, el padre de su último hijo; su convivencia acabó y tiempo después él falleció en un accidente.
“Mis hijos crecieron en la plaza, estudiaron en La Milagrosa y pasaron al Colegio de La Trinidad. Después nos mudamos a la calle de Carretero en una casa rentada. Mi madre siempre vivió en Cartagena y cuando enfermó yo la tenía a cargo. Falleció en esa casa”.
Y mientras los hijos crecían, Gladys trabajó muchos años como secretaría y funcionaria: primero con los odontólogos Franco Niño, Eduardo Goitia y Prada Caballero; luego con unos ingenieros en la calle de la Soledad; después en la Contraloría Departamental de Mompox y más tarde en la alcaldía de Cartagena como mecanógrafa. “Cuando llegué tenía como treinta y ocho años y me jubilé ahí”.
Y como si no tuviera suficiente con sus cuatro hijos tomó bajo su cuidado a cuatro sobrinos, cuya madre se había ido a trabajar en Venezuela. Se decidió a buscar una casa propia para todos. Aprovechando su puesto como secretaria de Recursos Humanos en la alcaldía, solicitó la ayuda de un abogado que conocía a mucha gente para comprar una casa barata en el sector.
Con ese contacto se enteró que vendían una casa en ocho millones de pesos; el dueño acababa de fallecer y sus hijas querían resolver el tema rápido y aceptaban que fuera con el crédito bancario de Davivienda que Gladys había gestionado. Era 1992 y la casa le costó veinte millones sumando intereses. “Ha sido la mejor inversión que he hecho”. Pagarla, de todos modos, le costó un enorme sacrificio.
Su amor por las festividades se despertó con la visita del Papa Juan Plablo II a Cartagena en 1986. “Yo estuve representando a Boyacá en la tarima donde él se encontraba. Y cuando estaba en la Alcaldía, el secretario Fabián de la Espriella, un tipo muy alegre, cartagenero neto que amaba las fiestas, me metió en una comparsa. Salíamos de Chambacú en un desfile de antorchas hasta la Alcaldía. En el Reinado Nacional de la Belleza bailábamos la puya en un baluarte”.
Así que integrarse al primer desfile del Cabildo de Getsemaní le resultó muy natural. Recuerda haber participado en ese primero con Miguel Caballero, Nilda Meléndez, el profesor Escandón, doña Gloria y otros cabildantes que ya fallecieron. Fue amor a primer desfile. Ya nunca más lo abandonó. Ni siquiera cuando se fue a vivir a Estados Unidos para trabajar.
A los pocos días de llegar allá consiguió trabajo en los almacenes Macy’s, que mantuvo el resto de esa época de su vida. Como buena getsemanicense adoraba ir al estadio a ver béisbol: compraba la boleta más barata, allá en lo más alto, y en el transcurso del partido iba ocupando los asientos libres de más abajo hasta quedar muy cerca del campo. Llegó a ver jugar a Édgar Rentería en su época con los Bravos de Atlanta.
Durante ese tiempo, regresaba a Cartagena solo por el Cabildo, con un permiso estricto de cinco días. “Si demoraba más no me darían la ciudadanía. Mandaba a hacer mi vestido corriendo; recuerdo que eran blancos y amarraditos, sencillos, pero bonitos”.
En esa época los hijos de su tía Carmen vendieron la casa en la Lomba a un extranjero. “Me dolió mucho no haber podido comprar esa casa que da al Pedregal. Ahora la tienen alquilada”.
En el desfile del año pasado, que fue pequeño por la pandemia, Gladys se disfrazó de cabildante y abejita maya, porque podían escoger el disfraz que quisieran.
“Ahora siento nostalgia porque se ha ido mucha gente del barrio. En esta calle solo estamos como cinco familias; lo demás es puro hotel, casas alquiladas. Yo no pienso vender mi casa porque es lo único que tengo”, dice.
Después de una cirugía cardíaca que tuvo su complejidad y la tuvo mal de salud un tiempo, ahora vive feliz y tranquila: tiene su mesada de jubilación, alquila habitaciones y visita con frecuencia a sus hijos en Estados Unidos o Panamá: “No más de quince días a la vez, porque eso es suficiente y si no empieza uno a estorbar”.
Y para ocuparse están las plantas, los gatos y las palomas, a las que sale a alimentar de sus propias manos todas las mañanas a las seis. Su fachada es un nutrido jardín que alegra la vista. Y si un día no está por ahí fue que salió a la Olímpica con la menor excusa, para caminar y ocupar el tiempo. Quedarse quieta, después de una vida tan intensa, no es algo que esté en su diccionario.