La ‘seño’ Idalia, otra profesora de La Milagrosa y nativa de Getsemaní, nos escribe de su propia mano la historia de su vida como docente hasta llegar al barrio de sus amores.
Nací el 28 de noviembre de 1970 en nuestra casa de la calle del Espíritu Santo. Durante el parto mi madre se vio delicada de salud. Casi no nazco. La ‘seño’ Verbel, que era la partera, dijo que debían hacerme una transfusión de sangre urgente y así se hizo. Me recuperé lentamente y mi madre también. Ella se llamaba Elida Bernett de Castilla y mi padre, Fernando Castilla Gálvez. Vivíamos con nuestra familia paterna. A mi abuela todos la llamaban la señora Chanchi. Mis tías Matilde y Ramona, así como las personas conocidas de la familia venían de los pueblos a hospedarse en mi casa, pues mi abuela tenía la tradición de ayudar a todas sus amistades de la zona rural. Como es una casona, había lugar para los que iban llegando. Estudié mi primaria hasta segundo elemental en mi casa, pues mi tía Mati tenía una escuela de banquitos y muchas familias del barrio colocaban a sus hijos ahí.
Desde los ocho años continúe mis estudios en la escuela pública Hijas de Chofer, en la misma calle del Espíritu Santo. Al terminar primaria, ingresé a la escuela Normal Departamental de Bolívar Nuestra Señora del Carmen, en la calle Gastelbondo. A los diecisiete años me gradué como maestra-bachiller. Siempre fui una estudiante disciplinada y de las que ocupaban los primeros puestos. Quería salir adelante y me había puesto muchas metas en la vida. Era colaboradora y le ayudaba a mis compañeras para preparar los exámenes y tareas.
Después de mi grado inicié a dar clases particulares ayudando a estudiantes de primaria con sus tareas y dando clases a domicilio en Castillogrande, Manga y Pie de la Popa. Más tarde, ingresé a dar clases en el Instituto Pedagógico del Caribe en Manga y en la Institución Caribe Marino, en Las Gaviotas. Como el sueldo era poco, me acerqué a la Secretaría de Educación Departamental para tratar de conseguir un nombramiento. Me propusieron ser directora de una escuelita unitaria en Pinillos, sur de Bolívar. Acepté irme, en vista de que quería la estabilidad laboral. Allá estuve dos años. En las noches lloraba mucho pues me hacía falta mi familia y las condiciones eran precarias: no había luz, el agua era de la quebrada, había muchos mosquitos e inseguridad. Luego conseguí mi traslado a María La Baja. Allá trabajé en los grados de preescolar por diez años. Al mismo tiempo estudié a distancia la licenciatura en Educación Preescolar y Promoción de la Familia en la Universidad Santo Tomás de Aquino de Bogotá. Eso implicaba hacer tutorías todos los sábados y presentar los exámenes en Cartagena. Me fue excelente. Mi tesis, basada en una metodología de investigación participativa, fue laureada.
Más adelante me trasladaron a la Institución educativa Once de Noviembre en Canapote. Me compré una moto para transportarme a la escuela y los estudiantes y padres me llamaban ‘la profe de la moto’. Allí duré ocho años hasta permutar a la Institución Educativa Padre Patricio, una sede de La Milagrosa que quedaba en Manga, donde trabajé cinco años, también en preescolar. Ser maestra en la sede principal era mi gran objetivo pues siempre quise trabajar con mi comunidad. En esa casa grande donde está ubicada la escuela, frente a la mía, le decíamos en mi infancia ‘la casona’. Allá me pasaba el día jugando con mis hermanitas, pues los señores que cuidaban la casa habían construido columpios. Íbamos a montarnos en ellos, a coger mangos, mamones, grosellas y nísperos, pues había de todos esos árboles. Allá jugábamos al escondido, a la penca, a la peregrina, y como era inmensa corríamos y nos escondíamos en los cuartos, donde decían que salía la llorona y otros espantos. Un día vi a una niña meciéndose en los columpios, pero las demás personas no la veían. También había un aljibe donde les tirábamos piedras a las tortuguitas que estaban adentro.
La Milagrosa siempre ha tenido buen renombre, como una institución que enseña de verdad, recalcando que los estudiantes tengan formación para la vida. Esa también es la meta mía: sacar a mis estudiantes adelante con valores como el respeto, la responsabilidad, la tolerancia, la cooperación y la honestidad. Nuestros estudiantes sobresalen en las pruebas del Icfes y sus rectores siempre han sido exigentes con el personal docente y administrativo. Recuerdo que doña Elba era muy estricta y siempre debíamos presentar planes de clases, plan de área, observador del alumno, todo en orden y oportunamente. El actual rector, Germán Gónima Pinto, hace mucho énfasis en la formación para la vida y en la parte cultural, puesto que Getsemaní es un barrio de mucha historia. Trabajamos para que sus estudiantes la conozcan y también que la representen a través de su cabildo, que desde agosto inicia los preparativos para participar en las fiestas del 11 de noviembre. Me encanta el recorrido por las calles hasta terminar en la plaza de la Trinidad, donde cada grupo hace su presentación folclórica sea fandango, son de negros, los diablos espejos, los negritos, etc. Mi participación en esos jolgorios es de acompañamiento y guía de los estudiantes. Lo disfruto mucho, me disfrazo de fandanguera y bailo a la par de ellos con mucha alegría y entusiasmo, pues eso lo llevo en la sangre.
Me siento muy feliz de trabajar en esta institución de mi comunidad getsemanicense, gracias a Dios, Mi mayor deseo es que siempre permanezca en este barrio, formando excelentes estudiantes desde el punto de vista ético, moral, cultural e integral.