Fue la obra cumbre de Belisario Díaz, quien quiso darle a Cartagena un teatro de categoría tras décadas de un entusiasmo creciente por el cine pero sin tener un gran sitio propio. Concretarlo le llevó años, pero bastaron unas semanas para que el sueño se le volviera cenizas.
Desde mediados del siglo XIX en Cartagena se habían presentado diversas formas precursoras del cine. En paralelo, los teatros de variedades tuvieron un prolongado éxito. Programaba igual un combate de boxeo, operetas, cantantes populares en vivo, espectáculos con animales o películas. Las funciones podían cambiar de la tarde a la noche o combinarse en la misma boleta. El cine, por su parte, iba creciendo en afición. Cartagena era un puerto muy activo, por donde entraban los equipos y las películas. Poco a poco se fueron abriendo “salones” específicos para cine.
Don Belisario Díaz Ruíz era un chocoano afincado en Cartagena que se dedicó a diversas empresas y actividades económicas, comenzando por la ganadería. Pero tenía la buena intuición de que el entretenimiento iba a ser un negocio al alza. De hecho, se le considera uno de los fundadores del cine en Colombia. Para crear la primera empresa formal de cine que hubo en Cartagena puso cuarenta películas en asocio con el italiano Erminio Di Ruggiero, quien aportó la máquina de la empresa francesa Pathé, que dominaba entonces la industria de cine en el mundo.
Del butaco al palco
Con un préstamo del Banco Unión acondicionaron el teatro Mainero con una platea y diez palcos sin ningún lujo. Cada quien tenía que llevar su propio butaco o en qué sentarse. El éxito fue clamoroso. Tanto, que ese fue el origen del teatro Variedades muy poco después, en un lote de don Belisario que había sido parte del convento franciscano. El Variedades, inaugurado en 1905, estaba hecho en madera, tenía luneta, palcos, antepalcos, traspalcos y el gallinero, como se le decía a la última galería.
Tras más de veinticinco años en el negocio —con ires y venires fundando y refundando empresas de cine con otros socios— don Belisario creía que a Cartagena aún le hacía falta un teatro de categoría. Además porque las películas empezaban a extenderse de los pocos minutos originales y el largometraje se iba convirtiendo en el formato preferido, que necesitaba un espacio adecuado para proyectarse.
El nombre “Rialto” lo tomó de una de las primeras salas de cine en Los Ángeles (1917), que inspiró el nombre de muchos otros teatros alrededor del mundo. Lo construyó en el antiguo lote de las huertas franciscanas, con entrada por la calle Larga, al lado de la antigua casa del almirante Padilla y a la vuelta del Variedades. Este último tenía su entrada popular justo en el lote del nuevo teatro. Por eso se le hizo una puerta propia en la fachada, de menor prestancia que las cuatro puertas colosales que se le diseñaron. En el barrio todavía se recuerda que por esa entrada al Variedades la boleta costaba la mitad, pero quedaba detrás de la pantalla y tocaba leer los textos al revés. En ese mismo lote había funcionado desde 1912 el Salón Cartagena, el cuarto espacio de cine que hubo en Cartagena.
El Rialto tenía que ser un teatro elegante, pero no excluyente si se quería llenarlo hasta el máximo de 3.200 personas para el que fue diseñado. Cartagena tenía entonces más de cincuenta mil habitantes. La cifra parece un poco excesiva, pero menos si se tiene en cuenta que el teatro Variedades inauguró una reforma de 1913 con 1.500 asistentes y que el teatro Esmeralda tenía aforo para 1.550.
Dentro había cinco localidades: luneta, palco, traspalco, galería y especial, donde estaban los puestos delanteros. Todo era de pura madera, con palcos ‘a la italiana’, rematados por uno presidencial en la parte más alta. Abajo, grandes y alargadas bancas donde cabían más de dos personas acostadas.
Películas y caimanes
El teatro fue inaugurado el 30 de abril de 1927 con la película estadounidense Esclava del pasado. Tenía su propia orquesta de planta y fue considerado entonces como el mejor de todo el Caribe colombiano. Era un paso más hacia la modernidad que la ciudad venía soñando hacía tanto tiempo. Nada de llevar banquitos y pelear por los puestos delanteros. Fue la última apuesta de don Belisario en la industria del cine.
Apenas cuatro semanas después de la apertura, un incendio arrasó con todo su archivo fílmico, que tenía resguardado en una casa baja frente a la plaza de Bolívar. Un archivo así era entonces un importante activo del negocio, no solamente una memoria. Decepcionado, terminó por venderle el teatro Rialto a la naciente empresa Cine Colombia, creada ese mismo año en Medellín.
Si bien era el teatro mejor dotado para ver cine, las variedades siguieron siendo parte del menú, principalmente las musicales. El 23 de julio, a los tres meses de su apertura, se presentaron unos artistas cubanos. El 7 de marzo de 1929 el domador de caimanes Agenor Castro hizo un espectáculo que desató gritos que se escucharon hasta el camellón de los Mártires. Un año después, el 4 de febrero, se presentó Esperanza Diez con sus números de operetas y variedades, y el 10 de febrero lo hizo ‘Richardine’, un mago que se presentaba como “el hombre que le robó el poder al Diablo”.
La competencia era intensa con el Variedades –del que don Belisario se había separado al fundar el Rialto–, así como con el Teatro Municipal, hoy Adolfo Mejía, y con los demás salones de cine. El Rialto puso la vara muy alta el 5 de mayo de 1931, con la presentación del barítono italiano Titta Ruffo, figura mundial y considerado el sucesor del mítico Enrico Caruso. La crisis económica que azotaba al mundo desde fines de 1929 no parecía afectar la buena marcha del negocio de los espectáculos en Cartagena, que era entonces una ciudad relativamente pujante, con Getsemaní como epicentro del comercio, la medicina y algunas nacientes industrias.
En 1935 el Variedades dió un golpe mayor. Presentó a Carlos Gardel la noche del 7 de junio. Su película El día que me quieras había sido presentada 106 veces en el Rialto, pero su competencia se quedaba con el premio mayor de presentarlo una vez en vivo. El cine hablado ya era común y requería mejores máquinas y funcionaba mejor en espacios cerrados. El Teatro Municipal dio el paso y en 1936 se convirtió en el primer teatro cerrado dedicado fundamentalmente al cine, con máquina nueva. Además, se seguían abriendo salas. Cada barrio empezaba a tener la suya. El San Roque, en Getsemaní y el Capitol abrieron en 1939, año en el que el Municipal estrenó aire acondicionado. El Cartagena se inauguró en 1941 y el Padilla, justo al lado, en 1942. En 1947 abrió el Claver, que luego sería el Colón, en el viejo templo franciscano. Los cines terminaron por unir en una misma vocación a los terrenos del convento original, que en la segunda mitad del siglo XIX había sido desmembrado y vendido por partes a particulares de la ciudad.
Por esos años Samuel Ramos, el administrador de esa época, tuvo la idea de los ‘bailes populares del Rialto’ para las fiestas novembrinas. Tuvo tanto éxito que pronto fue copiado por su vecino, el Padilla. Ambos iban enfocándose en un público más popular. El teatro Cartagena ocupó el sitial como el cine más exclusivo de la ciudad. Tenía un potente aire acondicionado, 1.204 butacas individuales y, en general, una prestancia contra la que las formas del Rialto se veían un poco anticuadas. La primacía le había durado poco.
El cine curvo
Así pasaron los primeros veintiocho años del Rialto, rebasado a los pocos años de su apertura por una competencia diversa, muy dinámica y por los imparables avances técnicos. Solamente los vecinos nacidos antes de los años 50 se acordarán de cómo eran esa fachada y el teatro original, porque a mediados de esa década se le remodeló para instalar una pantalla gigante y curva de Cinemascope un poco más al fondo del lote. Por esos años murió don Belisario, que siguió teniendo éxito en otras incursiones empresariales, pero que no volvió a invertir nunca en el área del entretenimiento.
La pantalla de Cinemascope reemplazó a la solitaria pantalla de lienzo que se había quedado obsoleta respecto de los nuevos avances de la cinematografía. Hacer esa nueva pantalla implicó demoler una parte del edificio colonial del convento franciscano llamado ‘Anexidades’, que era donde se cocinaba, se lavaba y almacenaba, entre otros oficios manuales que debían mantener alejados de la vida contemplativa e intelectual del claustro.
Con esa reforma, al teatro se le recortó un lado de la zona de los espectadores y quedó bastante más alargado. Los palcos superiores fueron cerrados porque se habían convertido en una molestia permanente por el comportamiento de algunos espectadores, que incluso le arrojaban comida y líquidos a los que estaban abajo.
El teatro majestuoso y ancho del comienzo empezaba a parecerse más a los cines contemporáneos. Seguía siendo al aire libre, lo que reforzaba su carácter popular que tanto se recuerda en el barrio. Se pasaban muchas películas habladas en español y otras tantas de acción como las de Fumanchú y El Llanero Solitario. En la memoria quedaron sus noches de brisa y cuadras enteras de vecinos —grandes y chicos por igual— en sus largas bancas: unos sentados; otros echados hasta con cobijas y almohadas; y niños deambulado entre banca y banca haciendo travesuras, desentendidos de lo que estaba pasando en la pantalla. Junto a ellos, llegaba mucho público proveniente del mercado: gente que trabajaba y comerciaba allí y a la que le venía bien rematar la jornada tomando el fresco y viendo una película. De hecho, en la entrada del Mercado Público se anunciaban las películas que se exhibían en el Rialto. Aún muchos getsemanicenses tienen el recuerdo de comprar fritos y comida popular afuera para comérselos mientras veían la película.
Pero la aventura del Cinemascope no duró mucho. Fue una innovación tecnológica que buscó reavivar la atención de los espectadores ante ese nuevo invento llamado televisión, que fue inaugurada en Colombia en 1954. Por ese y otros motivos la asistencia fue bajando con los años y el teatro fue cerrado por primera vez en 1965. Duraría vacío casi una década.
Para 1974 vino otra reforma más drástica. Se le recortó casi a la mitad para darle vida al teatro Bucanero, con entrada por el camellón de los Mártires. Se le techó y construyó una platea de concreto mientras que en la parte externa se le acondicionaron unos locales. La vida comercial del Mercado se había desbordado por la calle Larga y dejaba las entradas del Rialto y del Padilla cada vez menos accesibles y gratas para el público que venía del resto de la ciudad. La fachada de los años 50 se perdió definitivamente y quedó reemplazada por una que semejaba una bodega, muy lejos del esplendor original. Para los años 80 muchos optaban por ver en su casa las películas grabadas en Betamax o VHS. Y para los años 90 los espectadores de todo el mundo, incluyendo Cartagena, prefirieron los múltiplex o las salas en los centros comerciales, donde encontraban una oferta más variada y mejores salas, sillas y tecnología. Al final había ocasiones en que solamente una sala de los teatros de Cine Colombia en La Castellana tenía más espectadores que todos los teatros de Getsemaní reunidos. Al final, antes de cerrar definitivamente, se le usó como un bailadero popular, con un éxito bastante moderado.
El fin del sueño de Belisario Díaz estaba tocando a su fin. En algún momento, hacia finales de los años 90, el teatro echó candado por última vez. La fachada industrial de la última época fue tapiada y así la vimos hasta hace pocos años. Adentro quedó un galpón comido por la vegetación, el palco de concreto y la pantalla con el deterioro característico de las zonas tropicales. Desde entonces, el teatro Rialto se quedaría solo en los sueños y la memoria de los getsemanicenses que vieron allí tanto cine a la luz de las estrellas.
Para saber más
Cartagena de Indias, relatos de la vida cotidiana y otras historias. Rafael Ballestas Morales. Segunda edición, Universidad Libre, 2008.
Génesis y evolución del cine en Cartagena 1897-1960
Raúl Porto Cabrales
Disponible en internet en aprenderly.com
También se usaron aportes recogidos para diversas ediciones de El Getsemanicense, en particular la No 6, dedicada exclusivamente a los cines del barrio.