“Soy getsemanicense de pura cepa. Lo digo y pregono con mucho orgullo. Nací en el corazón de este barrio histórico, en la calle de la Sierpe, a una cuadra de la iglesia de la Trinidad. Tuve una infancia muy sana e inocente. Recuerdo mucho a mi abuela, doña Consuelo Valdelamar. En el patio había un palo de guanábana, varios árboles, el piso era como empedrado entre arena y piedra, había caracuchas y el lugar estratégico eran las piedras donde se ponía el anafe tradicional de mi abuela para cocinar. Ella estaba ahí todos los días”.
“Pocas personas pueden movilizarme ese recuerdo a mi abuela, el del olor a cucayo de arroz de coco en el caldero puesto en ese anafe. Ese olor a carbón, no a leña, porque ella cocinaba con carbón en el patio cuando hacía la carne guisada, el plátano en tentación, el arroz de cerdo o arroz apastelado al que antes de taparlo le ponían una hoja de vijao. Él de mi abuela era memorable. Había unos tíos que solo iban a la casa a comerse ese arroz. ¡Y todos los días el arroz de coco! Lo rayabas, se colaba la leche, que era la que ponías a hervir y después echabas el arroz. ¡Delicioso! Mi abuela era la que cocinaba y la que mandaba. En su cocina nadie se metía. Eso era de ella. Todo eso me marcó”.
La casa de la que habla Juan Carlos Coronel es la esquinera de La Sierpe con San Juan donde hoy funcionan la extensión de Di Silvio Tratoria y el restaurante Cháchara, que en su infancia eran el mismo predio. Nos va llevando por lo que fue el patio, con sus árboles, y al fondo, junto al muro de la vieja jabonería Lemaitre, nos señala con emoción el sitio exacto donde la abuela montaba el anafe.
“Como mi mamá pasaba la mayor parte del tiempo en el colegio, siempre nos quedábamos con mi abuela. Ella era una tesa. Había que comer, que hacerle caso y si no había chancleta y correa. Era una matrona. Finalmente a mí esa vaina me sirvió mucho, porque fue mi coraza cuando llegué a mis 14 años a Discos Fuentes, en Medellín, con Fruko, y allá está todo el mundo reventando marihuana y metiendo droga y yo dije que no, me fui solo. Esa crianza fue muy importante, como la confianza que mi mamá y mi papá depositaron en mí”.
“Soy el segundo de cuatro hermanos y todos nacimos aquí: dos hombres y dos mujeres. Recuerdo un triciclo bien básico y medio destartalado y el recorrido que hacía en él, que era entre la sala y el cuarto. No había televisión, así que nos tocaba inventarnos nuestros juegos. Nos poníamos a jugar con un par de niños de la cuadra, pero a ellos casi no los dejaban salir. También jugábamos ludo. Vivimos en esta casa hasta que yo tenía siete u ocho años. Había un ventanal de barrotes de madera para que yo no me escapara. Porque yo era muy necio, ¡si me dejaban la puerta abierta yo me iba para la calle! En la esquina estaba el señor Narciso y era él quien avisaba cuando yo me volaba: ¡Se salió Juan Carlos! Yo me iba caminando en pañales hasta la plaza de la Trinidad. Cuando me encontraban me devolvían para la casa y me montaban en esa ventana, con las piernas entre los barrotes y mirando hacia la calle. Como no me podía bajar, movía las piernas tirando para todos lados. Por ahí pasaba el carretillero, el que pregonaba, el zapatero, la palenquera. Esa imagen la tengo clarita”.
Ubicados desde la calle, Juan Carlos nos detalla cómo eran las ventanas y nos recuerda que ahí quedaba el dormitorio de sus padres, que descontado el zaguán ocupaba casi todo el frente de la casa; lo que en otras casas bajas de Getsemaní correspondía a la sala para recibir las visitas. Más tarde, a punto de irnos de allí, descubre que en la parte alta de la pared hay una placa que no conocía. La inscripción señala que él nació allí. Una medio sonrisa y el atisbo de una profunda emoción se le dibujan en el rostro. Todo muy sutil y silencioso.
Doña Mercedes
“Mi mamá se llama Mercedes Vargas Valdelamar, también getsemanicense. Ahora vive en Estados Unidos, con mis hermanos. Antes de ser maestra, trabajó por muchos años justo al lado de la casa, en la Jabonería Lemaitre. Era la mano derecha de don Daniel Lemaitre. Ella cuenta que él la amaba por su honestidad, responsabilidad y puntualidad, y porque en todos los años en que trabajó con él nunca faltó a sus obligaciones. Además, mi mamá tenía otro trabajo y era cantar por las noches en lugares o bares donde se hacían espectáculos en vivo. Cuando estaba en la casa haciendo los quehaceres, se la pasaba cantando boleros de la Sonora Matancera, de Toña la Negra, de Virginia López y así comenzaba la pasión de ella de escuchar a Sinatra y los grandes cantantes del momento”.
“Era una maestra consagrada, con unos valores y principios verticales y transparentes. Era muy recta. Incluso eso fue lo que nos inculcó: el respeto. Desde pequeño aprendí a temerle a eso. Por eso desde niño me he mantenido limpio. Yo no sé lo que es una borrachera. Mi mamá era mi ejemplo: tal cual iba a cantar regresaba perfecta. Porque la música era su polo a tierra y disfrutaba cantar. Era maestra de todas las asignaturas en colegios públicos: español, matemática, sociales, historia. Me tocó un año de clase con ella; yo tenía la responsabilidad de hacer las tareas, pero además de hacerlas perfectas y de llegar a tiempo. Mi mamá era rígida y mi papá, el bacán. No era tan demostrativa de afecto, pero siempre estuvo ahí. Cuando daba un abrazo, daba un abrazo; cuando daba un beso, daba un beso. Pero no era como mi papá, que era más meloso todo el tiempo”.
“También en esta casa fue donde comencé a cantar. La primera canción fue aquella de la Sonora Matancera, cuya versión original canta Celio González: "y tiras la primera piedra…”. Eso fue de lo primero que yo escuchaba y le imitaba a mi mamá. Después vino Piel Canela que eran de las canciones que tengo muy marcadas porque fueron de las que empecé a cantar” .
Mientras almorzamos en Mar de las Antillas, en la calle Larga, Juan Carlos nos va contando su vida en canciones. Nos traen un amplificador y ahí nos pone en altavoz las canciones que está estrenando por estos días. Un regreso al sabor caribe, a las raíces de aquel famoso Patacón Pisao que lo hizo famoso en toda Colombia por los años 80. Algunos lo saludan, quieren tomarse fotos con él, enviarles saludos suyos a un familiar. Y Juan Carlos, amable y educado hasta la última petición, atendiendo a quien se le acerca. Mucho Joe Arroyo en esta parte de la conversación. El mismo Joe cuya muerte lo alejó de los ritmos tropicales, que no quería cantar más por lo mucho que le dolían. Hasta hace un año largo, cuando comenzó a sentir los rigores de la nostalgia. Y poco a poco volvieron los sonidos y las claves del Joe, a quien homenajea en esas nuevas canciones.
El mercado y sus olores
“Donde ahora está el Centro de Convenciones antes era la plaza de mercado. Ahí se encontraba todo el mundo pues todos iban a comprar. Aquello era un desorden organizado. Había caminitos y mi abuela ya sabía donde conseguir sus cosas. Una hermana suya vendía madera allá. Todas las calles eran fango, ni siquiera de tierra. Era el barro más fétido e inmundo que puedas imaginar, y te lo tengo que decir porque por más que no quisieras terminabas sucio hasta el pescuezo y veías allí pescado tirado, conchas de plátano, ñame y toda clase de residuos. Pero llega un momento en que uno se familiariza con eso, porque piensa que todos los mercados son así. Lo que pasa es que era la bahía de Cartagena, el mar reposaba ahí, allá llegaban las inmensas canoas de madera con la yuca y con el plátano. Y de ahí salían o llegaban mercancías del Pacífico y esas canoas con motor atravesaban todo el litoral. La conexión era con Quibdó, que era otro puerto donde se comercializaban elementos básicos de la canasta familiar. Ya eso se acabó. ¿Te imaginas tener esas canoas parqueadas ahí casi que como museo?”
El tío Guillo
“Muchas veces mi tío Guillo me llevaba a pescar por los espolones de Marbella. El vivía con nosotros en la casa de la Sierpe. Era todo un personaje: no hablaba mucho porque era gago; teníamos que adivinar lo que iba a decir. Además, toda la vida tuvo narcolepsia. Llegaba, saludaba y se quedaba dormido; se montaba en un bus y se quedaba dormido; estaba comiendo y se quedaba dormido. Cuando íbamos a pescar no era la excepción. Él montaba su pierna en el bastón, ¡porque también tenía un problema en la pierna! y se quedaba dormido. Pero también tenía muchas habilidades: para pintar era alucinante, para hacer barriletes. Era muy callado, cero expresivo, cero cariñoso, pero era mi tío, hermano de mi mamá y muy getsemanicense. Le encantaba llevarme, aunque no me dirigía la palabra”.
Pescar en Marbella
“Salir con él era toda una aventura. Yo me iba en pantaloneta, sandalias y camiseta. Me cogía de la mano y nos íbamos a las cinco de la mañana al mercado para comprar los pececillos de la carnada y estar en el espolón antes de las seis, que él decía que era la hora buena. Hasta Marbella nos íbamos caminando”.
“Un día que habíamos ido al espolón en ayunas mi tío lanzó el cordel con su técnica, como quien va a enlazar un toro. ¡Y se ha quedado dormido el tío Guillo! Yo bien aburrido. Y se la monté diciendo: -Tío, yo quiero pescar, tío, yo quiero pescar-. Él ya despierto de nuevo y viendo mi insistencia sacó de la bolsa de anjeo que tenía todo lo que se necesitaba: anzuelos, pesas y cordeles. Sacó un nylon, le puso una pesa grande, lo lanzó a lo más profundo y me lo entregó. Él siguió con él suyo, se quedó dormido de nuevo y yo me quedé ahí esperando a que picaran los peces. Sentí que se habían comido la carnada y empecé a enrollar. Repuse la carnada en los anzuelos y me apreté en una de las piedras a lanzarlos de nuevo, imitando a mi tío. Eso ha tomado una fuerza ¡y de pronto se suelta y le he engarzado el anzuelo en el codo a mi tío! Y ahí se acabó la pesca ese día. Me dio dos chancletazos y yo no le lloraba. Llegó a la casa poniéndole las quejas a mi mamá para que ella me regañara y me pegara y mi mamá debía estar muerta de la risa, escuchándole echar el cuento con su problema en la voz”.
Nos reímos a carcajadas con las anécdotas del tío Guillo y algunos comensales que no lo reconocen voltean a ver qué es la vaina en esa mesa de desordenados. Juan Carlos disfruta de la comida, una posta cartagenera, y de unas muelitas de cangrejo en pesto que primero no quería comer, pero que luego le parecieron espectaculares. Disfruta mucho de los sabores, pero en realidad come poco y es más lo que se divierte echando cuentos y rememorando su infancia en el barrio.
El regreso
“Hay cosas del Getsemaní de hoy de las que no me siento orgulloso. Por ejemplo pasar por la plaza y encontrar gente tomada y tirada en la plaza eso yo no lo acepto. Evito pasar para verlo. Hay un divorcio bravo con la historia. Hay un Getsemaní de dos tiempos distintos. El que conocí, percibí y sentí, y el Getsemaní que existe hoy. Mucha gente se quedó a vivir aquí, la de más tradición, están los recuerdos de lo que aún están vivos, pero también está el cambio generacional y toda la afluencia e influencia extranjera”.
“Pero quizás, además, lo que no quería aceptar era una realidad: que lo que yo había vivido ya no iba a pasar más. Todo esto estaba en mis recuerdos. La cuestión es adaptarse a la circunstancia y yo tenía resistencia de hablar de Getsemaní porque ¿quién en el barrio se siente orgulloso de lo que hago, si nadie se acuerda de mí? El único que sabe que nació aquí soy yo y por supuesto yo soy un getsemanicense super orgulloso. En cualquier momento me vas a ver con una camiseta que diga en letras grandes: Soy getsemanicense”.
Al final de la jornada vamos saliendo por la calle de Guerrero cuando lo llaman de la casa de la matriarca Ana Rebollo de Castro. Ella lo abraza con un amor de familia. Lo conoció desde niño y fueron muy amigas con su mamá. Le recuerda cómo de las casas iba y venía comida, cómo la mamá de Ana adoraba al papá de Juan Carlos, del trabajo en la jabonería. Sale de allí al atardecer, con una hermosa sonrisa en el rostro, feliz de haber reconocido el barrio. Con el alma nueva y con ganas, ahora sí, de regresar más a menudo.