Ana María Vélez de Trujillo fue una adelantada a su tiempo, alguien con una idea de justicia social que supo llevar adelante con una gran capacidad de gestión y un patrimonio que puso a su servicio. Para lograrlo, convirtió al convento de San Francisco en su centro de operaciones.
Era nieta de Fernando Vélez Daníes, quien con su hermano Carlos fueron parte de una generación que quiso industrializar a Cartagena y por ese camino se convirtieron en hombres muy acaudalados.
“Vélez Daníes & Cía. participó como accionista en casi todas las industrias y asociaciones comerciales que surgieron en ese período. Crearon en 1898 la más moderna fábrica de materiales para la construcción (El Progreso), fueron accionistas de la Cartagena Oil Refining Co. ( 1907) y de la fallida Industria de Extractos Tánicos, que se ensayó crear con base en la explotación del mangle. Fundaron e instalaron en Manga la Cervecería de Cartagena, con ciento veinte operarios. Tomaron parte en la creación de la Cámara de Comercio de Cartagena, fundada el 18 de julio de 1915, y también se hicieron fuertes accionistas de la compañía The Colombia Products, constituida con un 50% de capital colombiano y un 50% de capital norteamericano. Los Vélez Daníes también tomaron parte activa en la creación de las primeras entidades bancarias surgidas en Cartagena entre 1880- 1920”, según un recuento de la profesora María Teresa Ripoll.
Como si esto no fuera mucho, en realidad el grueso de su fortuna provino de la creación del ingenio Sincerín, que tuvo un desarrollo industrial impresionante y de la exportación de carne y ganado a mercados tan lejanos como el sur de Estados Unidos. Incluso tenían casa en Wall Street, en Nueva York, ciudad donde estudiaron la mayoría de sus descendientes.
Casi desheredada
Con un destino predecible de gran dama de la sociedad cartagenera, para asombro y tristeza de muchos, Ana María se casó a escondidas, por fuera del país, y a su regreso se convirtió en un motor social con un enfoque que hubiera ayudado a transformar la ciudad, si sus contemporáneos lo hubieran comprendido.
Su hijo, Héctor Trujillo Vélez, nos cuenta esta historia de aquí en adelante.
“Mi madre nace en 1923 y se casa en 1941 en Nueva York, donde se había graduado del colegio Brentwood y tomado unos cursos sobre temas sociales en la Universidad de Columbia. Allá conoce a mi papá, Héctor Trujillo Mejía, un cubano-salvadoreño que luego se convirtió en un gran médico, con un trabajo importante en el tratamiento de las adicciones. El vivía en Nueva York desde los cuatro años y tenía la nacionalidad. Entonces Estados Unidos entra a la Segunda Guerra Mundial y lo llama a enrolarse. Hay una carta borrosa de mi mamá, donde le cuenta a un tía que ella convenció a mi papá de que era mejor casarse a escondidas para trabajar juntos por “nuestros países latinoamericanos que están en la pobreza” y que eso era mejor que “defender una guerra que ya esta bien organizada”. Se fueron a El Salvador para esquivar el llamado de las armas. ¡El rollo que se armó! Mi abuela prácticamente la deshereda porque la gente aquí hacía cola para casarse con ella, no solo por la plata sino porque era una mujer inteligente y bellísima!”
“Mi madre regresó a Colombia, donde nací en el año 42. Soy el mayor de cinco hermanos junto con Sandra, el historiador León Trujillo, Luz Amalia y Alfonso, quienes nacimos en el transcurso de trece años”.
“Ella se vinculó por poco tiempo a las Damas de la Caridad y trató que se localizaran en el edificio San Francisco, como lo llamaban en ese entonces. Detectó la necesidad de atender a una población rural y citadina que vivía del Mercado Público. Comenzó entonces a investigar cómo podía participar en ese proceso. Los agricultores llegaban enfermos, con tuberculosis y con enfermedades venéreas. Muchas veces traían a sus hijos y los dejaban de lado mientras comercializaban los productos”.
“La posibilidad de usar el edificio San Francisco le venía por una buena relación con la comunidad jesuíta, que lo tenía a cargo, y con el obispo de la época. En primer lugar, llamó al Círculo de Obreros. Dos sacerdotes de aquella orden fueron muy importantes en ese proceso. Primero, el padre Everardo Ramírez y luego el padre Antonio Salazar, quien fue el que más duró. Con él consideraron que había que montar un laboratorio, que terminó ampliándose a un consultorio para atender y darle solución inmediata a los problemas médicos de todo el Mercado Público, porque llegó el momento en que no solo los campesinos sino las personas que llegaban a comprar al mercado y tenían un problema de salud se iban a San Francisco”.
“Tenían que poner unos rayos x para identificar las dolencias y entonces llamaron a las Hermanas Vicentinas, que vivían en el altillo del pasaje Porto. Ellas atendían a los enfermos y les hacían las pruebas de laboratorio. Una gran cantidad de médicos locales se vincularon a ese proceso social: Javier Dueñas, Felipe Alvear, Ariel Díaz, Antonio Bisbal, los doctores De la Vega y Payares, entre los que recuerdo. También muchas mujeres de la élite cartagenera se vincularon. Todos como voluntariado”.
“Le pareció oportuno entonces gestionar para que la Unión de Trabajadores de Bolívar, manejada por Jesús Cárdenas y Roberto Carrasquilla, se estableciera dentro del edificio. En primer lugar su rol era lógicamente de proceso sindical, pero en segundo lugar, ayudar a esos campesinos a defenderse de las inequidades o, si no trabajaban, a tratar de buscarles otro tipo de trabajo más homogéneo y estable”.
“Cuando el proceso fue avanzando, encontraron que las niñas estaban desatendidas y montaron una gran escuela que se llamó el Apostolado de la Máquina; las niñas entraban a estudiar y salían con un instrumento que las ayudara a integrarse al mundo del trabajo: una estufa si querían cocinar, con una máquina si querían ser costureras o con cualquier otro instrumento”.
“El edificio San Francisco se volvió el epicentro de un proceso social que impactó totalmente a la ciudad. Cuando ella vio que el edificio era insuficiente para atender esta obra tan grande, comenzó a comprar terrenos en las cercanías de La Popa, en principio para erradicar barrios que estaban bajo el agua; sin embargo eso fue muy lento y no tuvo mucho apoyo del distrito. Entonces se dedicó con un grupo de sociólogos a establecer la normatividad de las invasiones, y el barrio piloto para eso fue San Francisco, cerca al actual aeropuerto”.
“Después detectó el tema de la escolaridad; de los terrenos que había comprado en Santa Rita montó lo que hoy en día es la Institución Escolar Ana María Vélez de Trujillo”.
Inspiración nacional
“Pero no se trataba de filantropía sino principalmente de mucha gestión. Su manera de trabajar no era improvisada. Buscó a una socióloga peruana muy importante llamada Ruth de Argandoña. La trajo a vivir a Colombia y con ella y otros profesionales de prestigio como Juan Pertuz Morales Martínez, comenzó a tener análisis, discusiones, estudios y proyectos. Se hizo muy amiga del padre Camilo Torres, el cofundador de la facultad de Sociología en la Universidad Nacional y que luego entró a la guerrilla”.
“El edificio San Francisco se volvió tan importante que el presidente Carlos Lleras Restrepo, llegó a visitarla allí. El doctor Lleras se llevó a Ruth de Argandoña para Bogotá y con unos modelos de Chile y otros de distintas partes del país, incluyendo las ideas de mi mamá, crearon el primer Instituto Colombiano de Seguro Social”.
“Una persona muy destacada en todo esto fue Esther Pérez de Alvear, la trabajadora social que hizo todo el proceso de los barrios y la escuela, y posteriormente la creadora de la facultad de Trabajo Social en la Universidad de Cartagena. Otra fue Honorina Mathieu del Castillo. Fueron muchas más -imposible mencionarlas a todas-, pero su trabajo llegó al punto que fueron condecoradas por el papa Juan XXIII por su labor en Cartagena, que trascendió a América Latina”.
La mitad para proyectos
“Una vez nos reunió a los cinco hermanos y nos dijo que solo nos iba a dejar la mitad de su patrimonio. La otra mitad la iba a destinar para dejar la obra totalmente funcional. Su dinero se gastaba en rubros fijos como el pago de los servicios, el aseo, la secretaría, la gasolina para los vehículos o el mantenimiento del edificio. También se hacían compras específicas como las primeras máquinas para el Apostolado. También de ahí financiaba los viajes al exterior para hablar con la cooperación internacional y los viajes a Bogotá, donde tocaba andar cuatro y cinco meses correteando a los ministros para conseguir recursos, porque las grandes obras se hacían con aportes de los gobiernos y de la cooperación internacional”.
“Lo triste de todo esto es que cuando ella se enfermó y se fue a los Estados Unidos para atenderse, la obra comenzó a decaer: ya no se sabe dónde están los terrenos; la programación urbanística para ubicar a los barrios; los recursos que se metieron para estudiar la ciénaga de la Virgen y evitar las invasiones. Fue como un foco que se apagó. Si eso hubiera fructificado tendríamos una ciudad distinta y la ciénaga, que es nuestro gran capital ambiental, estaría casi intacta. Ella tenía la idea fija de que como esta ciudad era de archipiélagos, estos mismos nos dividían; que había la necesidad de buscar una integración entre ellos para que hubiera unos cambios barriales, culturales y económicos. Al final lo único visible que queda es la institución escolar en Santa Rita, que maneja el Distrito”.
“Por un lado fue muy criticada y por el otro muy alabada desde el punto de vista de la clase social de ella. Había quien le decía que ‘los buitres te van a sacar los ojos’. Otro pequeño núcleo recelaba que ella estuviera a favor de un mejor pago al servicio doméstico. De ahí le vino el nombre de la ‘baronesa roja’, cuando ese color estaba asociado al comunismo y a las luchas sociales y obreras. Pero en general era muy querida por casi todo el mundo”.
“Mi madre falleció hace unos doce años, a los ochenta y seis, de un infarto. Yo estaba a su lado porque almorzaba con ella casi todos los días y hacíamos juntos la siesta. En algún momento sentí de su lado un ruido muy extraño que me despertó. Uno como hijo siente primero el tremendo impacto de que la mamá se le muera al lado, pero de inmediato le da gracias a Dios de que no haya sufrido nada”.
Un viaje al pasado
“Yo crecí en ese ambiente. Estudiaba en Estados Unidos, en el mismo internado de mi papá, en Nueva York, pero las vacaciones acá eran sagradas y las pasaba íntegras en el edificio San Francisco, acompañando a mi mamá en su trabajo”.
“Entrabas al edificio y a mano derecha había una escalera que llevaba a los laboratorios, que ocupaban todo el segundo piso. Abajo a mano derecha estaban las oficinas de mi mamá, de trabajo social y los sociólogos, todos en una esquinita. Cerca de ellos estaban los contadores y el auditor, que manejaban todo muy estrictamente. Seguías y estaba la oficina del padre Salazar o el padre Jorge Sarmiento. Ahí había una entrada pequeña que llevaba a la Tercera Orden. Si seguías por el corredor estaban las oficinas de Utrabol y si al fondo todo el sector del Apostolado de la Máquina y las obras educativas. En el tercer piso había un altillo que manejaban las monjas Vicentinas. Era el San Alejo de todo el mundo; si se dañaba una máquina de rayos x la mandaban para allá mientras lo componían. También era el taller del edificio; si se dañaba una mesa la mandaban para allá y el carpintero iba a arreglarla”.
“Como era joven, me gustaba explorar y meterme por todos lados. Recuerdo que me metía detrás del templo y podía observar la cúpula, que era divina, pero nadie más podía ver porque estaba detrás del telón del teatro Colón, que entonces funcionaba allí”.
“Muchos años después y tras haber ocupado algunos cargos internacionales, me nombraron Director de Naciones Unidas en el Caribe y logré que las oficinas quedaran en el Claustro de San Francisco, que tenían tanto significado para mí. Luego la operación fue creciendo y tuvimos que pasarnos al Centro de Convenciones, donde funcionaba el Mercado Público, el mismo que fue el orígen del trabajo de mi mamá por la ciudad”.