Esta no es solo la historia de una casa. También es la historia de una familia, y en cierto sentido, la de un mercado y una calle. Es la Casa García que, junto con el edificio García L, queda entre la iglesia de la Orden Tercera y la entrada del antiguo teatro Rialto, donde ahora el proyecto San Francisco construye un hotel de estándar mundial.
La casa ya se ve en los mapas de la Colonia. Allí aparecía un aljibe. Debió haber sido parte del conjunto franciscano, pues aquel era un lote que iba hasta la calle San Juan y fue el primero en ser edificado en el barrio. Sería rara una “muela” así en un terreno tan grande, en una isla que comenzaba a ser poblada y que si algo tenía era tierra para crecer.
En la segunda mitad del siglo XIX, después de la Independencia, la naciente república necesitaba recursos frescos y al mismo tiempo desmarcarse de su pasado español. Después de 1860 se expidieron leyes para que el Estado dispusiera de buena parte de los bienes que la iglesia católica había tenido en la Colonia. Así, el convento franciscano fue desagregado y vendido a diversos ciudadanos particulares de la ciudad: el templo para uno, el claustro para otro y así.
Se puede suponer, entonces, que la construcción de la casa como la conocemos ahora data de aquel tiempo. El año que figura en su fachada (1876) bien puede ser el de la inauguración. Tenía sentido hacer ahí una gran casa de dos pisos, como las del Centro histórico. A unos pasos tenía como vecina la que fuera del almirante Prudencio Padilla y en diagonal, la del héroe Pedro Romero. Estaba cerca del playón del Arsenal, con toda su vida de puerto, y en una calle con buen flujo comercial. De finales del siglo XIX llega la referencia de un señor Porto, que fue su propietario.
Luego, hacia los años 40 del siglo pasado, la compró Vicente Gallo, de origen italiano, quien tenía otras propiedades en la ciudad, incluyendo una donde estuvo por muchos años el almacén TIA. El Mercado Público había abierto sus puertas en 1905, donde ahora queda el Centro de Convenciones. Su edificio inicial y las sucesivas ampliaciones por el lado del Arsenal habían reconvertido el sector en un hervidero de todo tipo de comercio. La Casa García y las dos casas accesorias que la separaban de la Tercera Orden estaban en un epicentro de negocios.
La conexión con Quibdó
Y entonces aparecieron, a comienzos de los años 50, los hermanos Ramón y Martín García. Venían de Medellín, con un sólido ancestro chocoano. Eran dos comerciantes de los de antes: de honrar la palabra, pagar en efectivo, llevar los negocios con las cuentas claras y con una rigurosa ética de trabajo. Los comerciantes formaban entonces una comunidad extensa, en la que todos cabían mientras se entendieran en esos códigos.
Los hermanos tenían una sociedad cuyo fuerte era el comercio con Quibdó. Abrir una sede en el barrio les resultó natural y a la larga aquí terminaron afincándose y creciendo. No eran los únicos en comerciar con el Chocó. Eduardo, hijo de Martín, cierra los ojos y mueve las manos recordando las embarcaciones y sus nombres, como si las estuviera viendo al frente suyo: "San Pancracio, María Isabel, Tomás y Domingo", alcanza a decir en voz alta. Eran al menos veinte embarcaciones de buen calado, con capacidad de 180 o 200 toneladas, que se deslizaban siguiendo la costa hasta llegar al Urabá para meterse por el río Atrato.
Hacia Quibdó enviaban víveres y abarrotes en general: quesos, arroz, azúcar, leche en polvo, gaseosas, licores y un largo etcétera. En particular Eduardo se acuerda de las latas de manteca de cerdo, que eran muy populares entonces: unas grandes latas en forma de cubo, de las que se sacaba la manteca con cucharón. Del Chocó y las poblaciones ribereñas traían plátanos, algo de madera-aunque no era su fuerte- y coco. Algunas veces llevaban y traían pasajeros, pero no era lo común.
La sociedad de los García creció. Tenían más bodegas y un edificio, también llamado García, por la antigua oficina de Colfondos, en el Arsenal, donde estaba el negocio de venta al detal. Al final, los hermanos decidieron abrir su sociedad. En el acuerdo, la Casa García quedó en manos de Martín, quien tomó una decisión postergada: se traería desde Medellín a vivir allí, en el segundo piso, a su familia: su esposa Nelly María y los cuatro hijos: Nellie, Eduardo, Martín y Martha, que había nacido el año anterior.
Eduardo recuerda con precisión cuándo llegaron a Cartagena: el 22 de noviembre de 1963, el día que que asesinaron a Jhon F. Kennedy, presidente de los Estados Unidos. Fue un aterrizaje extraño para los hermanos García: vivían en el puro nudo comercial de Cartagena y no tenían una comunidad de vecinos a la mano. Al salir de la casa lo que veían era locales, restaurantes, el Pasaje Leclerc y al cruzarlo, el Arsenal con sus calles de barro y agua, las montañas de plátanos, cocos y el desordenado intercambio de productos y dinero. Además habían llegado criados en Medellín y a los más grandes los pusieron a estudiar en un colegio privado.
Pero fueron muy felices en su mundo propio. La casa tenía dos patios. El trasero, de buen tamaño, separado del vetusto complejo franciscano apenas por una pequeña barda que no significaba ningún límite para ellos y donde entre plátanos, árboles y vegetación crecida había lechuzas, pájaros y otros animales. Al fondo veían las arcadas del viejo claustro.
El teatro Rialto funcionaba un poco más atrás. Era la época dorada del cine en el barrio, la de los teatros masivos y descubiertos, con ocasionales presentaciones en vivo, a los que se iba una noche sí y la otra, también. Pero los pequeños García tenían su palco especial: el techo de la casa, al que incluso se subían con cobijas, almohadas y suéteres porque había noches que la brisa pegaba muy duro. Nellie recuerda que no era peligroso pues se trataba de un sólido tejado colonial con una pendiente suave. Eduardo se ríe de las veces que trajo compañeros del colegio para ver espectáculos subidos de tono pues en aquella época el streptease era muy común. Nellie no subía esas jornadas. Eduardo también rememora que alguna vez se pasó con sus amigos por encima del tejado del Rialto para irse a ver películas al teatro Padilla.
El otro patio era el que compartían con las dos casas accesorias, que tenían alquiladas para comercio. En ese patio había árboles de anón, limoneros y parras que daban uvas y cuyas hojas le servían a mamá Nelly para preparar las hojas de parra. Acá ella se había aficionado a la comida árabe, comunidad a la que pertenecían tantos comerciantes amigos.
Cebollas y monedas
Y en aquellos años su padre también buscó inculcarles la ética de trabajo que todavía mantienen y les parece una marca distintiva de su crianza. En vacaciones, los varones sacaban una mesita a la calle donde vendían al por menor pilitas de cebolla, el rezago de la selección que se hacía para vender al por mayor. No se trataba solamente de un rebusque, o de tener plata menuda en el bolsillo, sino de la disciplina del trabajo. A las niñas les correspondían labores más de oficina, como aprendices de secretarias o asistentes. Nelly se recuerda a sí misma ayudando a clasificar monedas y billetes, para luego aprender a hacer fajos y llevar la cuenta.
Nelly y Eduardo demoran un rato ordenando fechas y recuerdos para ubicar quiénes y cuándo tuvieron comercio en los locales de una y otra casa accesoria, y en los dos locales del primer piso de la casa. Aparecen el almacén Londres, “del señor Issa Murra, que vendía unos cortes finísimos y que era la sastrería de mucha gente”, dice Eduardo en un primer momento, pero luego, destejiendo los recuerdos con Nelly se acuerdan que el sastre era el señor Martínez. Pasan los años y como en una película rápida, aparecen el local del señor Abueta; la barbería La Preferida, de Manuel Marrugo; el local de muebles Colombia, de los Fegali; la frutera de Luz Stella, que ocupó el lugar de la sastrería hace casi cuarenta años.
Como su hermano, Nelly hace memoria visual de la casa que le tocó cuando niña, señalando en el aire donde quedaba cada cosa. El primer piso era un depósito de productos al por mayor: quesos en una estancia; en otra, latas de aceite y manteca; allá azúcar y arroz; al otro lado, cebollas y ajos. Arriba, en el segundo piso, la habitación principal daba a la calle, así como la biblioteca y la oficina de Martín, el patriarca. Luego -sigue rememorando Nelly- estaban las habitaciones de niñas, niños, tías y huéspedes, respectivamente y un corredor por el que se bajaba al patio de las casas accesorias. De otro lado la cocina con despensa y el comedor. Las muchachas del servicio tenían su dormitorio en el altillo y apenas había dos baños para toda esa tropa. Grandes, eso sí,
El declive del mercado
Ambos estaban en la casa cuando la explosión del mercado en 1965. Sintieron el potente cimbronazo mientras desayunaban. Los dos lo recuerdan nítidamente, pero poco más que eso. La mamá les prohibió asomarse a la ventana o salir de su segundo piso: ella y su esposo ya había captado la magnitud de la tragedia y no querían que sus hijos la vieran también.
La tragedia que sí vieron y vivieron más de cerca fue el incendio de los dos casas accesorias, en los años setenta. El fuego destruyó la que colindaba con la Tercera Orden y dejó seriamente afectada la del lado. De ahí, con el paso del tiempo, surgió el proyecto que les tomó varios años: en el espacio de las dos accesorias destruidas se erigiría el Edificio García L. El tercer piso sería para la familia, mientras que los dos primeros se dedicarían a comercio y oficinas. La casa original la arrendarían.
Concretar el sueño les llevó muchos años. Mientras iba tomando forma con innumerables esfuerzos, los cuatro muchachos se fueron a estudiar de manera sucesiva a Bogotá. Nelly y Eduardo estudiaron arquitectura y filología e idiomas, respectivamente. El Mercado Público, que era el corazón y los dos pulmones de aquella desbordada dinámica comercial, fue trasladado en 1978 a Bazurto. Algún día, viniendo de vacaciones, ese pequeño mundo que había sido suyo les pareció otro. “La calle como que se murió”, recuerda Eduardo. “Fue una sorpresa. Produjo una depresión muy fuerte en los negocios. Se volvió una calle solitaria”.
El barrio empezó entonces otra de sus diversas transformaciones. Entre tanto la familia seguía luchando por levantar el edificio, hasta que por fin pudieron pasarse a comienzos de los años 90. La casa, como era el proyecto, se arrendó para muchas cosas, pero también estuvo desocupada en otras temporadas. El primer piso se usó como depósito temporal para comerciantes de sanandresitos; como templo de los Testigos de Jehová. y como sede de Inmobiliaria Arca. El segundo piso albergó por varios años los talleres de modistería del Círculo de Obreros, que había hecho una conexión por el corredor con el claustro, donde funcionaba el grueso de sus actividades. Luego fue convertido en un depósito familiar que tenía de todo un poco.
Los años pasaron pronto. Martín, el patriarca murió en 2002. Y en 2013, mamá Nelly, la que creían iba a ser casi centenaria, también. Parte de la familia sigue viviendo en el tercer piso del edificio, cuyas dos primeras plantas cumplen las funciones que imaginó Martín.