Cuántos getsemanicenses querrían devolver el tiempo para sentarse un sábado en la tarde donde Esther María después de los partidos de bolita de trapo. Y luego dejar a la noche escurrirse charlando de todo y de nada con los vecinos, tomando unas cervezas, quizás comiendo algo y escuchando música buena. La magia de lo simple con esta mujer menuda y querendona como el alma del lugar.
Esther María San Martín de Amador -la del nombre más literario de Getsemaní- llegó al mundo el 3 de julio de 1937. “Nací en la plaza del Pozo. No alcancé a conocer a mi madre porque murió cuando yo era muy pequeña. Me decían que tenía el pelo liso y la piel blanca. Que era servicial y dedicada. Cuando ella murió, Luisa Rodríguez me cogió y me crió. Después mis dos hermanos mayores me querían llevar para San Antero, pero ella no aceptó. Me puso en una escuela de banquito y después en el colegio de la madre Guillermina. Terminé hasta cuarto de primaria”.
Vivían en el callejón Angosto, en el pasaje al que le decían Quinto Patio. Era una más de la familia, que ya tenía tres hijos. Creció y a los dieciocho ya tenía amores. “Aquí hay que casarse porque esto ya está durando mucho”, dijo mamá Luisa y ella misma la llevó el 6 de enero de 1957 al altar, en la iglesia de la Trinidad, para unirse con Aníbal Amador Rivera.
De amores y familia
“Como en el año 65 empecé con lo de las frutas y después con mi negocio de almuerzo porque no tenía con qué mantener a mis hijos. Mi esposo fue chofer un tiempo y también cobrador de los buses de Barranquilla. Allá me llevó una vez. Pero después ya no tenía trabajo y por eso nunca tenía plata para comprar esto o lo otro. Eso sí, puede que no tuviera plata ni nada pero tenía muy bonitos gestos”, rememora. Vendía frutas como patilla, melón y mango “en la entradita de la playa del Pedregal”. Luego a eso se sumó lo del carbón, cuando todavía en las casas se usaba cocinar así. Aníbal, su hijo mayor, recuerda bien aquella época pues él era quien conseguía el carbón al por mayor y también las latas de galón de pintura en las que se menudeaba para venderlo.
“Tengo tres hijos, dos varones y una hembra que vive en propiedad en el barrio Getsemaní. También crié a una niña, Tatiana, que tenía como catorce años cuando se pasó conmigo. Ella después se fue, pero los hijos me dicen abuela. La profesora Matilde me ayudó mucho con la educación de los muchachos. A los dos varones me los matriculó en la calle Larga, en el colegio San Judas Tadeo y a la hembra, en la calle de Guerrero. Uno tiene que agradecer, cuando ella mandaba a comprar almuerzo yo devolvía la plata y le mandaba su almuerzo porque ella trató muy bien a mis hijos”.
“Después, cuando mis hijos ya estaban un poquito más grandes, quité ese negocio y me pasé para la calle Lomba, donde comencé con lo de los almuerzos. Ahí me compraban los estudiantes de la calle del Espíritu Santo, de la calle de Guerrero y de todos lados. Las muchachas de la Olímpica venían almorzar y me decían ‒Cuando sean las dos me llamas para regresar al trabajo‒. Lo que más me pedían era arroz de frijol, pescado, hígado y carne en bistec. A veces algunos se disgustaban conmigo porque llegaban y la comida ya se había acabado. ‒Ay, yo venía para acá porque pensaba que almorzar donde estaba bueno‒, me decían. Pero a las dos de la tarde llegaban los carretilleros, los vendedores de frutas y a ellos sí les guardaba su almuerzo”. Y sí después de eso seguía quedando algo de comida, Esther se la servía a algunos niños de la cuadra. “Yo no me iba a guardar nada”, dice. Todo eso lo hacía de lunes a viernes en la entrada de la casa que compartían con otras dos familias. “Cuando terminaba la jornada, yo lavaba mi piso, la terraza y luego me metía para adentro” cuenta Esther.
“Eso sí, si no me pagaban yo no le ponía mala cara a nadie ni le decía a la gente ‒Ay, yo no te voy a fiar más‒. Yo solo llegaba y decía ‒Bueno, tú sabes que yo vivo de esto que vendo‒. No los podía echar ni tratar mal porque se me iban con mi plata. Yo siempre fui servicial con la gente. ‒Esther María, no tengo plata‒. ‒No importa. Lávame los platos o ralla el coco y yo te doy para la comida‒. Había dos muchachos que les gustaba lavar los platos y yo le daba dos mil pesos. En ese entonces eso era mucha plata. Si tu no has almorzado te levantabas que los mil, los dos mil o los tres mil y hacías lo de tu almuerzo porque este era un barrio tradicional y unido. Yo podía pelear contigo, pero si había una novedad se apartaba lo que fuera”.
De la chicha a la cerveza
Lo de la cerveza y la música los fines de semana ocurrió poco a poco. Primero, una nevera en la que se guardaba la chicha, el pan y algunas cervezas, todo para la venta. Un poco de música los fines de semana y la gente iba llegando. La sala de la casa terminaba convertida en un sitio de tertulia sabrosa. Luego las cervezas vendidas ya se contaban por petacos. “Uy, esta vaina está pegando”, se decía Aníbal y se trajeron un buen equipo de sonido desde Maicao. Luego una nevera con más capacidad. “Se ponían a tomar cerveza y yo les decia ‒Pongan esta música bajita porque no quiero problema, ni que me quiten el negocio‒”, recuerda Esther María. Más adelante, en el mejor momento terminaron vendiendo 60 o 70 cajas de cerveza en un fin de semana.
¿Cuál podía ser el secreto del éxito? Esther María, por supuesto y en primer lugar. “Para ella la comida era el amor”, resume Aníbal. Pero también esa sensación de estar en la sala de la casa -literalmente era así- sentados en puro banquillo de madera basta, con el buen criterio de Aníbal para la música y para llevar el negocio. ¡Y la gente del vecindario! Más sabor de barrio no se podía pedir. “Nos frecuentaba un personaje muy criticado, que fue Samir Beetar. El señor se portaba a las mil maravillas. También venía el pintor Enrique Grau y se sentaba con el grupo de Gimaní Cultural. En ese entonces Nilda lo traía porque le gustaba el sitio y su forma de ser, a punta de banquillo. Para él eso era algo grandioso. Pedro Blas le sacó un poema a mi mamá. Él llegaba a mi casa y la abrazaba”, recuerda Aníbal. Muchos médicos, abogados y profesionales hoy exitosos en la ciudad pasaron muchos fines de semana donde Esther María.
“Era el punto de encuentro. Eso se llenaba totalmente. Parecía un hormiguero de punta a punta, desde la esquina de la calle Lomba hasta el callejón Ancho. Lo teníamos registrado como Refresquería Esther María, pero llegó un momento en que le engancharon lo de Sábado Lomba. Después le empezaron a decir Esther María Show”, dice Aníbal. Lo de Sábado Lomba fue por un equipo de bolita de trapo que organizaron Aníbal y otras personas cercanas y que solía estar en la pelea del campeonato. Era la época en que se jugaba en la plaza de La Trinidad. Cuando al caer la tarde de sábado sonaban las campanas, anunciando el fin de la jornada deportiva, todo el mundo en esa plaza ya sabía dónde se iban a reencontrar con una cerveza en la mano.
Se acabó la teta
El negocio de la cerveza lo mantuvieron hasta 2010 y el de la comida hasta 2016, con Esther María bordeando lo 80 años. “Cuando la gente se empezó a ir del barrio me tocó recortar la ración de los alimentos, ¡pero bastante comida que vendí en Getsemaní! Hay una muchacha de la Olímpica que cada vez que todavía me ve y se pone a llorar ‒Ay, Esther María, ¡cómo me hace falta!‒. Un muchacho me vio el año pasado en el barrio y me dijo ‒¿Ajá y ya viniste a cocinarnos?‒ Y yo le respondí: ‒No. No voy a cocinar más porque me quitaron la teta. Ya no puedo hacer nada‒”.
“Lo que más recuerdo del barrio es mi negocio. La comida, la cerveza, él picó y el bailoteo que tenían ahí. Yo siento que es un honor para mi que la gente del barrio me recuerde tanto. Siento mucha felicidad y nostalgia. Todo el mundo en el barrio es muy especial conmigo. Yo voy al barrio, me saludan y ¡mejor dicho!. Por ahí hay uno que me debe una plata y me dice ‒Ya vengo a pagarte‒”.
“‒No te preocupes, págame cuando quieras‒”, le respondo.