Por Manuel Serrano García
Doctor en historia
Si mencionamos la batalla de Cartagena de 1741 contra las tropas inglesas a todos se nos viene a la mente la figura de Blas de Lezo. Sin embargo, olvidamos -no por menos importantes sino por ser menos conocidos- a los aguerridos soldados, cartageneros los más, que participaron en la batalla.
¿Quiénes fueron esas personas que defendieron con su vida la ciudad donde tenían su hogar? Al margen de nombres conocidos de ciertos oficiales, poco sabemos de los soldados sin cuyo valor y arrojo no se pudo haber salvado Cartagena. No obstante, los esfuerzos se han centrado en la búsqueda de los restos del marino español, pero la historia ha dejado de lado a los soldados y otros oficiales, cuyas vidas no han despertado tanto interés.
Las obras de restauración del antiguo convento y de la capilla de la Vera Cruz, con los trabajos arqueológicos aparejados, nos permiten rescatar el recuerdo de las personas que yacen allí enterradas. ¿Quiénes son los que están enterrados en el suelo de la capilla? La falta de lápidas sepulcrales o inventarios de enterramientos no es obstáculo para poder determinar quiénes descansaban en aquellos suelos. La clave se encuentra en el hecho de haber sido la sede de la hermandad de la Vera Cruz, cuyos hermanos pertenecían al regimiento fijo de Cartagena que ostentaba la propiedad de la capilla y tenía fijado allí su lugar de enterramiento, aunque la dirección espiritual dependiera del vecino convento.
A pesar de la escasa información que tenemos de dicha hermandad podemos rastrear sus componentes e incluso acercarnos a las principales preocupaciones de estas personas. Estas giraban en torno a aspectos espirituales y materiales. Entre las muchas instituciones existentes en el Antiguo Régimen, había una que permitía suplir en parte estos dos elementos: la capellanía.
La escasa información que tenemos sobre la hermandad se reduce a la fundación de una capellanía en 1763, es decir, la inversión de un capital para sufragar misas y aniversarios por el alma de los difuntos, para lo que se mantenía a un sacerdote o capellán dedicado al efecto. Así pues, se solventaban las necesidades espirituales de los cofrades al disponer de misas por el descanso de sus almas, se invertía el capital de la hermandad y, además, permitía la posibilidad de que uno de sus hijos pudiera obtener un puesto en el reñido estamento clerical.
Hay que tener en cuenta que en aquella época la ordenación sacerdotal sólo era posible si se disponía de un beneficio, es decir, un cargo por el que se cobraba un sueldo, lo que provocaba una fuerte competencia para poder acceder a las órdenes mayores. Por ello, los hermanos de la cofradía estipularon que el capellán se elegiría a suertes entre los hijos de cabos, sargentos y soldados, dejando de lado a los de capitanes y oficiales que tenían mayores recursos.
El capital de la hermandad procedía de la cuota que pagaban ciertos hermanos, con voz y voto, además de una ayuda para funerales que destinaba la Corona. Entre la nómina de hermanos de cuota destacaban nombres como los de Carlos Bertodano o Nicolás de Zubiría, quienes destacaron en la defensa de la ciudad en 1741; más otros nombres de sargentos y cabos menos conocidos como Blas Rodríguez Bazurto, José Novoa o Juan Py. Es difícil determinar si estas personas terminaron enterradas en la capilla, pero lo que sí es cierto es el hecho de que los enterrados formaban parte de la hermandad de la Vera Cruz compuesta por los integrantes del batallón fijo de la ciudad.
La fundación de la capellanía no estuvo exenta de polémica y dio lugar a un largo pleito entre un grupo de hermanos y el tribunal eclesiástico por la manera en que fue invertido el dinero. Para asegurar la viabilidad de las capellanías se buscaban fondos seguros, especialmente inmobiliarios. Así pues, gran parte de las casas de la ciudad estaban gravadas con censos a favor de instituciones religiosas. En nuestro caso fueron varios los inversores que se disputaron el capital de la hermandad, quienes se comprometían a pagar un censo para el mantenimiento de la capellanía que debía salir del alquiler de varias casas que quedaban gravadas o hipotecadas con la cantidad acordada.
Aquí entramos en una historia económica que no es el asunto a tratar, pero es de reseñar que apellidos muy conocidos como los Hermosilla o Berrío, aunque pertenecientes a familias pudientes, les escaseaba el crédito o liquidez, de ahí que buscaran y defendieran sus propuestas para recibir el dinero de la hermandad. Finalmente, el dinero fue entregado al regidor Juan Manuel Blanco de Hermosilla, quien ofrecía varias casas en el centro de la ciudad más otras de aval en el propio barrio de Getsemaní.
De este modo se aseguraba la permanencia de la capellanía fundada a perpetuidad “con que todo el año se verificase a favor de los individuos de este batallón vivos y difuntos, pretéritos, presentes y futuros”. Desaparecida la institución que velaba por el descanso eterno del alma de los militares difuntos, no debemos dejar que desaparezca también la memoria de estos hombres que dieron su vida por la defensa de la ciudad.