En la región persiste una rica memoria de cómo se creaba belleza en nuestras construcciones de antes: materiales, formas y técnicas transmitidas por generaciones desde la Colonia. En el hotel que se construye en el viejo convento franciscano, en Getsemaní, estos saberes están ayudando a traer de vuelta técnicas, ornamentos y estructuras de la mano de artesanos y maestros orgullosos de su legado.
No es un reto menor. En una obra de esta envergadura, que integra once edificios entre nuevos y antiguos, hay que conjugar lo último en tecnología constructiva con la tradición centenaria del convento colonial, la neoclásica del Club Cartagena o las fachadas de los viejos teatros Rialto y Cartagena.
Un ejemplo de cómo funciona esa complejidad es la carpintería. Ahora tendemos a verla como uno de varios artes que se conjugan en un edificio, a veces incluso con una contribución menor al conjunto de la obra. Pero en la Colonia era distinto: los maestros carpinteros tenían que manejar temas estructurales. Era un saber que requería mucha geometría y algo de números. En cierto sentido se ocupaban tareas que hoy le corresponden a un ingeniero. Y, además, se ocupaban también de la estética. La madera era la primera en agregarle belleza a un espacio que los alarifes entregaban como una “caja” de muros, apenas con los huecos para puertas, ventanas, entrepisos, balcones y la cubierta. De ahí en adelante los carpinteros eran los dueños de la obra.
Otro ejemplo es el Club Cartagena. Allí el uso de la madera es marginal, pero el protagonista es el concreto reforzado con varillas internas de metal. Hace siglo y medio esa nueva técnica les dió alas a los arquitectos y artesanos. Aparecieron nuevas formas como cornisas muy voladas, capiteles enormes y otros ornamentos con los que se conseguían formas y tamaños que no se lograban con la rígida y pesada piedra. Pero ahora la arena de mar que se usó en la mezcla del concreto y la oxidación de las varillas de hierro están malogrando el concreto de adentro hacia afuera. Repararlo es muy distinto a reparar un muro colonial.
Cada uno de los once edificios, entonces, tiene sus propios retos y técnicas y todos deben funcionar como un conjunto armónico y funcional. En particular, el claustro y el templo franciscanos, así como el Club Cartagena, son Bienes Inmuebles de Interés Cultural del Orden Nacional (BICN), lo que conlleva unas responsabilidades muy precisas de restauración, conservación y puesta en valor.
Un pequeño ejército de trabajadores y trabajadoras llega cada mañana a ocuparse de una pequeña parte de ese todo. No basta con ser un trabajador con experiencia general en la construcción pues cada uno debe conocer las técnicas específicas y los materiales y herramientas con que se ejecutan. Una nota común al hablar con quienes están al frente de cada grupo de trabajo es que están muy contentos con lo que hacen. Que se apasionan y se obsesionan con hacerlo de la mejor manera. Que no se imaginan haciendo otra cosa ni jubilándose para pasar el resto de sus vidas en una mecedora. Detrás suyo vienen los muchachos, aprendiendo los recovecos de cada oficio.
La belleza del cemento
Humberto Artunduaga es un caqueteño de nacimiento, que llegó hace treinta y tres años al taller de don Ernesto Romero, el hombre que rescató de una destrucción casi segura el arte de yesería de la familia Ramelli en Bogotá. Esa es una gran historia que contaremos más adelante. Germán Romero, hijo de don Ernesto, es el responsable de rehacer la balaustrada, entre otros trabajos para reconstruir la fachada del Club Cartagena. Humberto es su hombre de confianza para esta tarea.
Humberto y su hijo José Albeiro trabajan en un taller temporal en la calle Pacoa. Allí tienen el espacio para fraguar y dejar secar las piezas, que se hacen a mano a partir de moldes también hechos por ellos mismos. Siguen la antiquísima tradición de la yesería, aunque ahora trabajen con cemento, que combinan en proporción de uno a uno con una mezcla de arena y gravilla fina.
De los moldes van surgiendo tres piezas que se juntan para conformar un conjunto: la base va abajo; varios balaustres en la mitad, y el pasamanos, arriba. La balaustrada, que es como se llama ese conjunto, suele ser el remate de un techo sobre la última cornisa de una fachada. El balaustre es la pieza maestra: una especie de botella con el cuerpo bastante más ancho que el cuello. Otra manera de describirlo es como una columna en miniatura. Lleva en el centro una varilla que le da mayor resistencia estructural y permite amarrarla a la base y el pasamanos. Una vez fraguada, cada pieza debe dejarse secar al menos un día dentro del propio molde, pero mejor si son más. Después de desmoldarlo se le deja secar otro poco y luego se pule y lija en una labor paciente y delicada,en la que vale más la pericia que la fuerza. Luego viene el “maquillaje”, con un líquido industrial que combinado con cemento tapa los poros y deja la pieza lisa y tersa al tacto.
Las balaustradas fueron muy usadas en la Italia del Renacimiento, que nutrió el estilo neoclásico que caracteriza las formas del club. Por otra parte, el libro Las Medidas del Romano -el manual básico de construcción en la Colonia- alcanzó a recoger el arte de los balaustres, bastante común en nuestro territorio. Todos esos caminos se encuentran en un edificio como el del Club Cartagena, donde hacían parte de los balcones del segundo piso y de la terraza del tercero. El problema es que el concreto con que se hicieron fue mezclado con arena de mar, que termina por oxidar y corroer las varillas, que se “hinchan” y rompen el balaustre de adentro hacia afuera.
Humberto ha trabajado, siempre de la mano de Germán, en edificios tan emblemáticos de Bogotá como la Casa Presidencial, la Alcaldía, y en los teatros Faenza (una joya del art decó), México y Colón. Este último es una obra que nunca finaliza: “Este año usted termina un retoque en una parte y al otro año ya hay que hacer otro en un sector distinto”, dice. Aunque ha hecho obras en Melgar, Girardot o Apulo, hacía rato que no salía de Bogotá y el calor cartagenero le está dando duro. “Y eso que nací en Florencia donde hace hasta más calor que aquí, pero es que ya me acostumbré al frío”.
Trabajo no les ha faltado en estos años. Incluso han tenido que rechazar porque no dan abasto. “Si se está haciendo un trabajo grande y sale uno pequeño es preferible hacer bien el mayor”. Treinta y tres años en el oficio y cada mañana se levanta contento y dando gracias a Dios porque siente que trabaja en una buena empresa y con un gran patrón. “El orgullo mío es salir cada día a dar lo mejor de mí para que el trabajo quede lo mejor que se pueda. Hay personas que critican que uno se quede lijando un balaustre dos o tres horas. Creen que es una cosa de pasar rápido la lija, pero no se dan cuenta de los detalles”.
La armonía de las maderas
Más de cincuenta hombres se encargan de trabajar la madera en esta obra. Están divididos en tres grupos. Los hermanos Ramírez están al frente de dos y un amigo de toda la vida, del tercero. Rómulo Ramírez es el responsable del grupo más grande.
Nació en Bocachica, donde se ha resguardado tanta tradición. De su padre aprendió el arte de hacer embarcaciones. Tiene veintiocho años de experiencia, por lo que se le va un rato enumerando las calles y sitios del Centro, de Getsemaní y de las islas en donde ha hecho trabajos. Es tan bueno en lo suyo que vivió una temporada en Brasil, trabajando y enseñando sus técnicas en Ceará.
Ahora nos recibe en la segunda planta de las “Anexidades”, un edificio adjunto al claustro de San Francisco donde en la Colonia se hacían las labores manuales como cocinar, lavar, reparar o almacenar, y que debían mantenerse al margen de la vida contemplativa de los monjes. El edificio es un cascarón de muros centenarios que están siendo construidos y reconstruidos ladrillo a ladrillo. No hay techo y si miramos hacia arriba se ve un cielo de azul rotundo, los verdes de las ramas de los árboles y la estructura de madera que Rómulo y su equipo de veintiún hombres están armando para cubrir el edificio. Es parecido a hacer una embarcación, pero volteada. Los otros dos equipos trabajan uno en el templo y el otro, en un sector del claustro franciscano. No hay competencia entre ellos sino una simple asignación de trabajo para que todo sea más eficiente.
Rómulo nos explica uno a uno los elementos de esa compleja y robusta estructura: las vigas durmientes, los tensores, los pares y la manera cómo encajan unos con otros. Nos habla de las especias recias para hacerlos, como el carreto, la caoba, el almendro y el guayacán, así como de las maderas reforestadas como el eucalipto.
Se detiene en las ménsulas que están haciendo. Al final serán unas cien. Se trata de piezas ornamentales que rematan las vigas y que también suelen verse en las bases de los balcones. Tienen nombres tan dicientes como ‘Trompa de elefante’, ‘Pecho de paloma’ o ‘Boca de tigre’. Un tipo de remate se llama ‘Diente de perro’. En esta época se han inventado aparatos de ebanistería para casi todo, pero Dionisio cree que tanta perfección en los cortes y terminados no transmite la sabiduría que tiene el trabajo manual. “Ahora una figurita se puede hacer rápido con la fresa mecánica, pero con la gurbia se notan tanto el arte como el artesano”, dice mientras explica con sus gruesas manos de ebanista la delicada manera de hacerlo con las viejas herramientas con las que él aprendió como el serrote o el formón. Para un efecto específico a la madera se le deben notar los pequeños mordiscos que le ha ido arrancando la herramienta, cada uno distinto del otro.
Vive orgulloso de su trabajo, que le ha dado para sacar adelante a sus dos hijas abogadas y la tercera, que estudia ingeniería. “En todas las obras que trabajo siempre estoy orgulloso, cada una tiene su reto y estamos ahí para resolverlos. Vivo feliz porque me gusta mi trabajo. Cuando llegan las hora de irse muchas veces me quedo un rato más solo por el gusto. Miro lo que estoy haciendo y lo que se ha avanzado. Me concentro. Me voy pensando, llego a la casa y sigo en esas, pensando en los retos del trabajo”.
Revivir los muros
Aquellos muros eran como colchas de retazos hechas de ladrillos, argamasa, piedras pómez y coralina. Para repararlos se requieren unas manos maestras que puedan trabajar a la distancia con aquellas otras manos que pusieron los ladrillos originales hace cuatro siglos.
Hablamos del templo de San Francisco, el edificio del convento colonial cuyos muros padecieron de más aperturas o tapiados. Esto ocurrió porque con el pasar de los siglos los monjes y sus maestros de obra ponían o quitaban puertas, ventanas, ventilaciones y accesos. En la colonia la calidad de esos muros y sus parches dependían de la economía del momento. Más dinero significaba mejores materiales y mano de obra. Hay buenos muros cosidos con malos remiendos y viceversa: remiendos buenos en muros malos. Al retirar el pañete, los trabajadores de la obra actual descubrieron todos esos costurones y parches. Esperaban que hubiera algunos, pero no tantos. Menos en un edificio con unos muros que aunque anchos resultan más esbeltos de lo que se esperaría.
“Por la intemperie los muros externos sufren mucho más que los internos, que suelen estar cubiertos. Aquí en el claustro hay buenos muros, en general. Ellos se conservan mejor de acuerdo al espesor que tengan. Los muros del presbiterio y del claustro son buenísimos. Y ya se han estabilizado y recuperado los que estaban averiados o agrietados, pero ninguno estaba en condiciones extremas”, nos explica Dionisio Bolaños, el maestro general de restauración de todo el conjunto.
El claustro sufrió otro tipo de daños. Después de la Independencia tuvo tantos usos que se ha perdido la cuenta. Eso implicó muchas intervenciones a los muros antiguos, según nos explica Gilfredo Hernández, quien está al frente de un grupo de restauración y consolidación de muros.
“Los muros del claustro han dado algo de guerra. Estaban en bastante mal estado. Gracias a Dios se salvaron porque antiguamente se les hicieron muchas incrustaciones en concreto que no hacían parte de lo colonial. Al muro se le hace una patología para ver en qué estado se encuentra. La idea no es derrumbarlo, sino restaurarlo ¿Qué se hace en el proceso? Sacar material en mal estado y agregar material nuevo: ladrillo panelita y argamasa, que se hace con cal, arena y cemento”, nos explica, sentados en unas maderas que están organizadas en el centro del patio del claustro, fresco por la sombra de los árboles.
“Sacar y agregar material”: se dice fácil, pero hay que intervenir ladrillo por ladrillo y cada línea de argamasa. Y requiere iguales dosis de conocimiento y paciencia. A estos artesanos del ladrillo les toca una parte desagradecida del oficio. Mientras que a los ebanistas, yeseros y pintores les alaban su trabajo -que está a la vista- la de los muros es una labor invisible, oculta debajo del repello, el estuco y la pintura. Solo ellos y los arquitectos e ingenieros saben lo mucho que se debe trabajar para que esos muros imprescindibles sean el soporte en el que todo lo demás luzca hermoso.
Gilfredo nació en Turbo, pero llegó acá a los cinco años y se considera tan cartagenero como cualquiera. A sus cincuenta y dos años, abuelo de una niña de tres, vive feliz con su trabajo y con lo que ha conseguido realizar. Hace un par de años formalizó con un compañero su empresa Construcciones y Restauraciones P y G, que hoy emplea a 26 trabajadores, la mayoría en esta obra de San Francisco.
“Siempre les digo que tienen que aprender porque yo surgí de la nada: era un simple ayudante y miren a donde he llegado Les insisto en que no pueden seguir todo el tiempo como ayudantes. Solo hacen falta las ganas, porque todo en la vida es aprender cada día: del compañero, del maestro, del arquitecto. Este es un arte en el que cada día se aprende algo nuevo”.
Esculturas de ladrillo
¿Quién diría que de los ladrillos, tan rectos y angulosos, podrían surgir formas torneadas y de una gran delicadeza? Con las herramientas adecuadas y grandes dosis de paciencia y conocimiento sí es posible. Así lo atestiguan las formas del campanario que se está reconstruyendo en el templo de San Francisco.
Hasta hace unos meses se creía que las figuras de la espadaña -en la parte superior del campanario- solamente tenían la faz que se ve desde la calle. Pero a Edilberto Pérez le correspondió el feliz descubrimiento de que le daban la vuelta a todo el campanario. Eso para un maestro restaurador es un orgullo que dura el resto de la vida.
“Me tocó la demolición de un muro que había tapiado el campanario y me dí cuenta de que esas figuras daban la vuelta hasta la parte interna. Sabía que tenía que ir con mucho cuidado porque había algo más atrás. Como restaurador uno va con un poco de curiosidad, pero también de parsimonia porque es importante que las cosas que vayamos encontrando no se nos dañen. Fue un descubrimiento paulatino, siguiendo la huella y con los días destapé nítida una figura que se repetía adelante. Entonces llamé al arquitecto restaurador Ricardo Sánchez y con él fuimos retirando más material y en efecto, ahí estaba”, nos dice Edilberto en un mediodía luminoso con el campanario de fondo.
La mala noticia es que el muro había destruido buena parte de esa cara interna del campanario. Le tomó casi un mes liberar por completo la espadaña del muro. Había que ir separando el duro concreto de los años 30 de los frágiles ladrillos de la época colonial. Luego reconstruir, a partir de unos indicios o testigos de los ladrillos originales.
El trabajo de aislar el campanario y dejarlo tal como estuvo en la Colonia ya terminó. Aún falta más fases para recuperar sus formas originales y preservarlo indefinidamente. Mientras se escribía este artículo se le instaló una malla especial de carbono que la rodea y actúa como una faja para darle una resistencia estructural incluso mejor que la de los muros originales.
Pero por encima de los temas constructivos destaca la labor mucho más visible de tornear los ladrillos hasta darles formas suaves y redondeadas. El conjunto resulta casi un objeto escultórico. Se logra trabajando el ladrillo con herramientas de las de antes: hachuela, cincel y palustre, principalmente. “Me encanta reconstruir las cosas de esos tiempos. Me imagino los trabajos que pasaba la gente en esa época, comparado con toda la tecnología que tenemos ahora. Solo que ellos lo lograban todo con herramientas rudimentarias. ¿Cómo les sería posible hacerlo si no tenían un teodolito o un nivel actual y sin embargo usted ve, por ejemplo, un cordón perfecto en la muralla”.
Edilberto comenzó en este oficio hace unos treinta años, de la mano de gente como Augusto Martínez o Alberto Samudio, con quienes trabajó en restauraciones en las murallas o en el cerro de San Felipe. Cuando se creó la Escuela-Taller ya estaba volando solo. “Me ofrecían un apoyo económico que no se comparaba con lo que ganaba en mi trabajo. Y pensé: -Si los profesores que enseñan allá son los mismos profesionales con los que trabajo acá entonces ¿qué voy a ir a buscar?”.
Con tres hijos aún en edades de estudio, todavía se ve muchos años llegando cada día a las obras. “Hasta que las fuerzas me den. Yo me siento muy orgulloso de mi trabajo y de lo que sé. Me rodeo de gente a la que pueda enseñarle porque así lo hicieron otros conmigo”.
El señor de los artesanos
A Dionisio Bolaños le tomó muchos años llegar a donde esta hoy. Es el maestro general de restauración del claustro franciscano. Su responsabilidad es supervisar la ejecución en detalle de los planos de restauración y de los procesos definidos por los arquitectos restauradores, que a su vez tienen que cumplir con unas normas y protocolos rigurosos en sus diseños.
“Llegar a jefe fue un camino lento. Tuve que aprender todo desde el principio. Por ejemplo cómo hacer cada tipo de mortero y cómo aplicarlo; saber leer el estado de un muro; la tipología de los muros y cómo se conserva cada uno de ellos”, dice Diosinio, un monteriano de nacimiento, pero cartagenero de vida y obra pues llegó aquí a los trece años y no se ha vuelto a ir. Ahora tiene cincuenta y ocho años y desde los veinte está en el oficio. “Las generaciones mías, mis padres, mis hermanos, todos giraban alrededor de la restauración, es una herencia muy linda que me dejaron”.
Comenzó con la construcción general y las obras civiles, una experiencia que ahora también le es útil, pero pronto viró a la restauración y el patrimonio, que era la marca familiar. Con sus hermanos y por cuenta propia trabajó en obras en el Museo Naval, la Alcaldía Municipal, el Palacio de la Inquisición y casas coloniales como la Mapfre. Pero lo que más lo enorgullece, hasta ahora, es el trabajo en el Claustro de Santo Domingo (donde hoy funciona la Cooperación Española). Otro gran orgullo es haber sido formador en el Escuela-Taller de Artes y Oficios. “Y en meta tengo este claustro frasciscano”, dice este hombre alto y delgado, de gestos mesurados
Bajo su ojo atento cada día deben trabajar más de ochenta hombres y mujeres. El parón por al que obligó el COVID 19 mermó la marcha, pero ya se están recuperando los tiempos. “Se ha ido retomando con todas las precauciones del caso”, nos dice. Además de concertar y coordinar los esfuerzos de albañiles, yeseros, artesanos y demás trabajadores tiene trazado un objetivo fundamental que le da razón de ser a su cargo: “Sobre todas las cosas prima la restauración del monumento. En eso estamos concientizados desde el principio: guardar el patrimonio”.
Aunque en esta obra haya frentes de trabajo más complejos que otros, como la fachada del templo, a estas alturas de su vida profesional es poco lo que lo intimida: “son circunstancias y materiales que ya conocemos en la marcha de las restauraciones, así que solo hay que amoldarse a las recomendaciones técnicas y seguir por esa vía”, dice.
Como todos sus colegas veteranos que trabajan en el viejo convento no se ve haciendo otro oficio mientras se mantenga con vida y salud. “Una cosa es cumplir con las labores, pero otra es que eso le guste a uno. Me siento orgulloso de tener la capacidad y el conocimiento sobre lo que gira en torno a estos inmuebles coloniales”.