La saga Gaviria

SOY GETSEMANÍ

¿De dónde llegaron y cómo los Gaviria crecieron hasta convertirse en una estirpe legendaria en el barrio? Con la guía de Jorge Gaviria —hijo de Encarnación y de Julio, crecido en el pasaje de la Gobernación— intentamos desenredar el hilo de una familia con tanto arraigo en Getsemaní.

“Los ancestros de la familia Gaviria son originarios de Bocachica. De allá vino la abuela Gabina con su mamá y unos familiares. Recuerdo que alguna se llamaba Pastora y otra, Margarita. Eran unas negras muy trabajadoras. Tenían el don de la sazón porque en las islas se cocina muy bien”.

“De Gabina nace la saga más conocida en Getsemaní de los Gaviria. Ella tuvo a mis tías Santos, Edelmira e Inés, a mi tío Julio y a Encarnación, mi mamá. Ellos, a su vez, tuvieron la recua de primos míos, que somos por lo menos cincuenta”. 

“Los hay Gaviria Gaviria, Martelo-Gaviria, Mendoza-Gaviria, Corcho-Gaviria, Vásquez Gaviria, Urueta-Gaviria, Barrios-Gaviria, Vargas-Gaviria, Pérez-Gaviria y siguen interminables entronques familiares”, según enumeraron Jorge Valdelamar y Juan Gutiérrez, quienes hace algunos años estudiaron esa genealogía.

“Mi tía Santos heredó la vena culinaria de Gabina. Ellas pusieron un puesto de comida con unas mesas y unas bancas largas  pesadas, de buena madera. Primero, donde hoy está la entrada del Centro de Convenciones, pero en la época del Mercado Público. Luego se pasaron un poco más atrás, a la altura del pasaje Leclerc, donde había otros puestos de comida y el local del ‘Tata’ Villa. En esas mesas la tía vendía conejo, guartinaja, armadillo, cerdo, bistec de carne: unas bellezas de comida, bien hechas y limpias. Santos hizo billete con ese negocio y se convirtió en la matrona de la familia”, prosigue Jorge.

“En esas llegaron dos cachacos ‘llevaos’ y empezaron a fajarse trabajando duro. Su ancestro era de Medellín.  Todos los días había que llevar las mesas y las bancas desde el mercado a la calle San Juan, pero los familiares no querían cargarlas. Ahí fue que llegaron el par de cachacos y se encargaron de eso. Las mesas iban todos los días  y regresaban todas las noches. Y en esas se dieron maña de enamorar a dos de las hijas de mi abuela Gabina. Una de ellas era mi mamá, Encarnación. ¡De ellos es que nos viene el apellido! Eran los Gaviria Santamaría. De esos cachacos también heredamos las piernas gruesas, las nalgas grandes y los ojos claros: unos verdes y otros azules”. 

“Santos tuvo a Sigifredo, Elizabeth y Carlota, que se fueron por otros rumbos. Pero  Santos murió y quien heredó el negocio fue Josefina Dautt, una hija de mi abuelo, pero por otro lado”. 

Y a continuación Jorge nos enumera rama por rama la familia Gaviria, como se ve en la genealogía que abre este artículo y que sigue solo la línea de los hijos de Gabina.  “A mi tía Inés, le decíamos ‘Mamá Linda’ porque era bien bonita. Se casó con un Martelo. De ahí viene la línea de los Martelo Gaviria, que heredaron la vena culinaria. Los mejores pasteles que se hacen en Cartagena los hacen ellas”. Francia Martelo Gaviria -portada de esta edición- viene de esa línea. Fue la primera en emigrar a Estados Unidos y a ella la siguieron otros familiares.

De cada uno de ellos se podría escribir una historia, pero haría falta una edición completa de esta revista para tenerlos a todos. Puede haber alguna divergencia respecto de la saga familiar según la recuerde Jorge u otro familiar, pero es una buena excusa para recordarlos.


Un pasaje muy particular

Tras la muerte de Santos, Encarnación, la mamá de Jorge, se convirtió en el referente de la familia. Pero no como una matrona que ayudaba económicamente, sino más bien como una figura maternal y acogedora. Vivían en el pasaje de la Gobernación, en el predio de la calle del Pozo que colinda con el Dadis. Popularmente y hasta hoy muchos lo recuerdan con el procaz nombre de pasaje de la Mierda, por la mala fama de muchos de sus habitantes.

“La vaina más linda que me ha pasado en la vida es haber vivido en ese inquilinato. Lo único fue lo de la venta de droga, que hacían por debajo de cuerda, pero eso nunca me tocó a mí. Me gustaba esa vaina de ver cómo la gente pobre la luchaba; cómo trabajaban para salir adelante; esa entrega de mi mamá y mi papá. Ella hasta se sentía orgullosa de lavarle la ropa a él”. 

“Mi papá, Joaquín Gaviria Jacob, llegó a ser muy respetado, a pesar de vivir en ese inquilinato, rodeado de un poco bandidos. Se convirtió en un mayorista de plátano, con colmena en el Mercado Público. Le fue bien en eso. Siempre había comida en la casa. Era de los que ponía a gozar a la gente del barrio en las Fiestas de Noviembre porque de su propio bolsillo se traía a los músicos de los pueblos”, recuerda Jorge. Don Joaquín también era el que ponía la vara de premios con cebo en las Fiestas de la Candelaria; y el que mandaba hacer el sancocho y daba premios en efectivo cuando el equipo de béisbol de Getsemaní ganaba en el estadio 11 de Noviembre; y el que organizaba las competencias de natación entre el puente Román y el puente Heredia, precedidas por competencias de botes con los pescadores. Mandaba a aplanar y humedecer las calles de polvo, para que los fandangos salieran mejor. Todo con sus propios recursos. “Por eso es que a la gente le llenaba de orgullo que mi papá se sentara a su lado para tomar. Se sentían halagados con ese solo gesto”.

“Mi mamá era una mujer muy buena. En el inquilinato mantenía a una loca, a otro loco, a un señor con elefantiasis. Ella los recogía, los bañaba y les daba comida. El mejor cuarto era el de nosotros. El señor Mainero, que era el dueño, entraba a cobrar y le cerraban la puerta en la cara. Todos, menos mi mamá. Y se cabreaba. Hasta un día que le dijo  —Mire, señora Encarnación: cobre usted y me entrega la plata—. Y mi mamá iba cobrando y cada quien le iba dando de a poquitos. Les fiaba aunque se sabía que no le iban a pagar. Mi mamá le decía a Mainero: —Mire, señor, esta gente está muy llevada—. Él sabía esa vaina. Hasta que un día le dijo: —Doña Encarna, quédese con este pasaje y paguémelo como pueda—. ¡Y mi mamá le dijo que no!”.

En aquellos tiempos la mayoría de los vecinos vivían en arriendo, que era bastante económico. Por eso muchos no compraron casas, aunque hubieran podido. Sin embargo, con el tiempo, distintos descendientes de los Gaviria fueron comprando las suyas, varias de las cuales aún están en sus manos.

Encarnación mantuvo por muchos años una tienda en la entrada del Pasaje, que tenía buen surtido y fue bastante reconocida en el barrio. Allá pasaban mucho tiempo los sobrinos y los hijos. Se llamaba ‘Con el tiempo’. 

“Uno de muchacho es como raro. Estando en la Gobernación yo quería que nos mudáramos para una casa digna, una que al salir tocara echar llave y no pasar la tranca. Yo quería escuchar ese sonido. Mi mamá también se cansó. Nos mudamos a la casa de las Palmas, que fue nuestra hasta cuando la vendimos, años después de la muerte de mi mamá. Yo viví ahí hasta 2006, cuando me retiré de Getsemaní. Desde hace quince años vivo con mi compañera, Nezly Rodríguez, con quien congeniamos muy bien”.



Jorge Gaviria

Jorge Eliecer Gaviria Gaviria nació el 18 de enero de 1950. La primaria la hizo en el colegio Oscar Pérez Pérez, en el Centro. Terminó secundaria en el Liceo de Bolívar, con gente como su primo inolvidable Roque Hoayeck Martelo, Medardo Hernández o Jairo Pérez, la gallada del barrio. 

“En la familia dos personas materializamos la vena del canto: Sigifredo Calvo, ‘El Ñapa’, hijo de mi tía Santos, y yo. En el liceo gané varios festivales cantando baladas. Después tuve otro grupo en Barranquilla, cantando salsa. El Joe Arroyo me hizo una vez coros en la emisora Fuentes, que ya estaba para acabarse. En los estudios vi a un pelaito zarrapastroso que quería cantar, como yo. Pero me metieron a mí a la cabina, y Joe entró para los coros. Yo ni me acuerdo cuál tema era”.

“Fui un bailarín de salsa muy respetado en Getsemaní. Unos decían que el mejor era un muchacho de apellido Miranda, pero la mayoría me ponía a mí de primero. Eso eran los finales de los años 60 y todos los 70. Había una vaina y es que bailábamos los hombres solos, hacíamos piques y competíamos entre nosotros. Ya después me engordé y me alejé. Uno tiene que entender que todo tiene su ciclo”.

“Me presenté a Derecho en la Universidad de Cartagena. Hice dos o tres semestres, pero no me gustó porque era una cosa totalmente arribista: que este es el hijo de tal y aquel es el hijo de pascual. Medardo vino en esas, me empezó a echar cuento y logró que me enamorara de Tunja sin haber ido nunca. Pensé que era mejor hacerme licenciado y entrar a enseñar a un colegio, porque tenía capacidad para eso. Nos fuimos con Carlos Vitola y Roque Hoayeck, pero a él no le gustó y se devolvió rápido. Yo sí me quedé, pero el frío y la nostalgia me empezaron a maltratar luego”. 

“Terminé mi licenciatura en Ciencias Sociales en la Universidad del Atlántico, en Barranquilla. Luego trabajé en muchísimos colegios. Pero iba acercándome a los cuarenta años y me dije: —Tengo que buscar algo con el gobierno, para asegurarme—. Un día cualquiera llegué a la Secretaría de Educación, donde iba seguido para pedir que me pusieran a trabajar en donde fuera. Aquel día hice mi escandalera. Armando Villegas Centeno estaba de Secretario de Educación y oyó la vaina. Habló con una gente y salió a preguntar, pero ya yo me había ido. Me tenía el nombramiento. De suerte que ahí estaba el hijo de una vecina de mi hermana, que escuchó todo y me mandó buscar. “Que vaya mañana, que le van a dar una rectoría”. Yo creía que era embuste. Al otro día, con decreto y todo: ¡rector en Montecristo!”. 

“Pero allá estaba la guerrilla. A los siete meses me llevaron a la plaza y me declararon objetivo militar frente a todo el pueblo. —No lo queremos acá ni cerca de estos lados—. De ahí en la Secretaría de Educación me mandaron a Magangué y luego para Turbaco, pero de profesor. Allá me jubilé”. 

“A mi me han gustado siempre los buenos zapatos, las buenas camisas y además había que ayudar a mi mamá, que se iba poniendo mayor. Así que me inventé una manera de ganar dinero, porque lo de profesor no da para tanta cosa. Me hice amigo de todos los empresarios de espectáculos en Barranquilla y aquí. Siempre andaba bien vestido y entraba y salía de las oficinas y los eventos como si fuera familia de ellos. Y empecé a aprovechar esa habilidad. De pura labia me ganaba a los porteros y a la gente de la organización.  Ahí lograba entrar a otra gente que me había pagado a mí. Cuando había una gran presentación, como la de los festivales de música del Caribe, tenía que esconderme porque había qué poco de getsemanicenses buscándome para que los entrara”.