La casa de los Castilla, en la calle del Espíritu Santo, siempre ha sido de puertas abiertas. A la abuela Chanchi todos la conocían por su hospitalidad con la gente que venía de provincia. Así que cuando Matilde Castilla Gálvez abrió su escuela de banquitos en el zaguán, hace setenta y cinco años, no estaba haciendo otra cosa que ampliar esa vocación de acogida que le venía en la sangre.
“La escuela tiene por nombre San Judas Tadeo, donde las lecciones se repiten aromatizadas por los olores de la carne guisada y el de la leche hervida, llegándose a botar esta última por la distracción de una lectura de corrido sin la debida acentuación”, recuerda el libro Getsemaní, oralidad en atrios y pretiles, que le dedicó a ‘seño’ Mati unas páginas en la sección de maestros y escuelas del barrio.
Mati no había estudiado magisterio, sino secretariado en el Politécnico de Bolívar, de donde se graduó en 1953. Pero su vocación era la de enseñar. En la casa nunca faltaban sobrinos ni niños vecinos porque en esa época Getsemaní estaba mucho más poblado y las tasas de natalidad eran elevadas. Mati les ayudaba a todos en sus tareas y temas escolares. Ahí descubrió su vocación. Así que pasados un par de años sin conseguir trabajo decidió que ella misma se crearía la oportunidad y montó su escuelita en casa, a la manera como se hacía entonces en buena parte de la ciudad.
Eusebio Gálvez -un tío carpintero como Víctor- su papá, le hizo el tablero y los primeros banquitos, que con los años se fueron llenando de colores. También el zaguán se le llenó de niños antes de que se diera cuenta. La gente del barrio no solo necesitaba quien les enseñara sino también quien se los cuidara mientras se rebuscaban los pesos para el diario vivir. El espacio creado por Mati les llenaba esa necesidad. Comenzó cobrando cinco pesos por cada niño, aunque había quienes no podían o se hacían los desentendidos con el pago.
Los alumnos entraban a las ocho de la mañana y salían para almorzar en sus casas a las doce y media. Luego regresaban a la una de la tarde para terminar la jornada hasta las cuatro. Ocasionalmente alguno se quedaba hasta más tarde, incluso hasta las ocho o nueve de la noche, bien porque estaba reforzando un tema, haciendo una tarea o porque estaba castigado. Años después se optó por una doble jornada: unos cursos en la mañana y otros en la tarde. La época en que la escuela tuvo más niños rondó los treinta y cinco.
Un modelo distinto
Eran otros tiempos, por supuesto. Las normas eran firmes y eso era lo que esperaban los padres de familia. Más en Getsemaní, con su tradición de crianza colectiva y donde era bien visto un eventual correctivo por parte de un vecino hacia un niño que no era el suyo.
“Matilde era más recta que la vela de un barco. La sola explosión de su voz y el candelazo de una regla de madera que utilizaba para castigar a quienes se pasaban de la raya, eran suficientes no sólo para que se le tuviera respeto, sino también miedo. Esas dos cosas eran más que las precisas para que cada cual cumpliera con sus compromisos” recordó el cronista Rubén Darío Álvarez, ex alumno de Mati, en una sentida nota en El Universal.
“Aunque eran muchos estudiantes, todos se me portaban bien, porque yo les mostraba carácter. Y eso es así. Al estudiante hay que mostrarle desde el principio que la cosa es en serio. No como ahora que los profesores los tratan blando, dizque para que no se traumaticen. A mí los pelaos me caminaban o se los llevaba el diablo; y, que yo sepa, ninguno se traumatizó”, le dijo entonces Mati a Rubén Darío.
Pero no hay que engañarse con los regaños, que ocurrían ocasionalmente y como para marcar el terreno. “Lo demás era dulce como las cocadas, los suspiros y las jaleas de tamarindo que fabricaba Francisca Gálvez, su madre; y vendían sus sobrinas en las horas del descanso”, recordaba Rubén Darío.
El énfasis prioritario -entonces y ahora- estaba en aprender a leer y escribir bien y a hacer las operaciones matemáticas básicas. A partir de esas bases, sembrar algunos conocimientos más y nociones de orden y disciplina. Que cuando llegaran a la educación formal tuvieran lo básico para salir adelante. Y les ocurría con frecuencia que sus alumnos eran promovidos a cursos más avanzados cuando llegaban a sus nuevos colegios.
Y aunque los tiempos han cambiado, y con ellos las ideas pedagógicas, sigue habiendo algunos padres que confían en el viejo modelo. Han desaparecido el reglazo y otras prácticas similares, pero ellos siguen valorando esa combinación de buena letra, disciplina y vecindad.
Vocación de familia
La vocación pedagógica dio frutos en la familia. Al menos cuatro sobrinas de Mati siguieron sus huellas. Norma, Glenis y Yanett le ayudaron en la escuela por muchos años. En particular Norma y Yanett siguieron adelante cuando las fuerzas le fallaron a Mati.
La otra maestra de la familia es Idalia Castilla Bernett, hermana de Yanett. Ella estudió hasta segundo de primaria con Mati. Como era su casa, iba de su cuarto al banquito en un par de pasos. Un privilegio que pocos en la vida han tenido. Hoy es una querida profesora de la escuela La Milagrosa, tras una trayectoria profesional que tuvo etapas en Pinillos (Bolívar), en Canapote y otros barrios cartageneros. Ahora, casi como cuando era niña, solo tiene que dar unos pasos para ir de la casa a la escuela, que le queda cruzando la calle. Es una de las grandes animadoras del Cabildo estudiantil y le encanta salir a hacer el recorrido festivos con los estudiantes durante las fiestas novembrinas.
El gran orgullo personal de Mati fue haber sacado adelante como madre soltera a su hijo, Gaspar Barrios Castilla, hoy médico otorrinolaringólogo que ejerce en Montería y quien fue alcalde de Moñitos. Otro orgullo fue ser dama rosada de la iglesia de la Santísima Trinidad: un grupo de feligresas que apoyaban las labores de la parroquia, visitaban enfermos y mantenían viva la llama católica en el barrio. Las idas a misa eran sagradas, tanto para ella -todos los días-, como en fechas especiales para todos sus muchachitos.
Hay futuro
Esta tarde de julio Zuky -una perra pequeña y de un suave pelaje blanco, como las canas de un abuelito- anuncia nuestra llegada con sus ladridos. El zaguán está silencioso. Estamos en vacaciones. Además, en medio de la pandemia por Covid 19 que ha impedido el regreso de los niños a las aulas.
Intentamos imaginar cómo era la vida escolar allí. “No había mucho por donde correr, porque el zaguán era un poco estrecho y el patio de la casa siempre estaba ocupado por mujeres que lavaban y guindaban ropas en redes de alambres que cruzaban de un alero a otro”, escribió Rubén Darío.
Mati murió en 2011. Los últimos años se retiró de la enseñanza por los achaques del cuerpo, pero cuando se aburría llamaba a alguno de los niños para enseñarle algo o ayudarle con una tarea. Le dió mucho contento haber recibido un homenaje y un pergamino de la Junta de Acción Comunal por sus muchos años frente a la escuela. No alcanzó a ver la visita del gobernador Juan Carlos Gossaín, ni las jornadas de los viernes en las que Martín Murillo, de la Carreta Literaria, llenaba la casa de historias. Seguro le hubieran gustado mucho.
Yaneth falleció en octubre, a una edad relativamente temprana. Hoy nos recibe Norma, quien siguió a cargo de la escuela. La misma donde estudió sus primeras letras y en la misma donde ha vivido toda su vida. Se formó como maestra en la Normal Matilde Tono de Lemaitre y apenas se graduó entró a trabajar con Mati. Hoy tiene 76 años. “Y sigo parada en la raya”, nos dice. Con más de medio siglo a cuestas en el oficio, se mantendrá en la escuela “hasta cuando Dios me tenga en pie”, con la misma filosofía de preparar de manera excelente a los niños para cuando lleguen a colegios formales. Orgullosa de un larguísimo listado de profesionales prestantes en la ciudad que pasaron por sus banquitos: médicos, ingenieros, arquitectos, periodistas.
Ahora su comunidad la componen unos quince niños en preescolar y primero de primaria, en horario de ocho de la mañana a una de la tarde. “Como ahora estoy yo sola no me atrevo a coger más”, explica. Casi todos son hijos de exalumnos y vecinos de Getsemaní. Los hay de familias que se han mudado en los últimos años a otros barrios, “pero de allá me los traen todos los días. Aquí los espero con los brazos abiertos y ellos me adoran”.
Norma espera que muy pronto el zaguán y la sala se llenen de nuevo de sus voces y sus risas. Una escuela que es como la casa. Un hogar getsemanicense donde aún se enseña como en los viejos tiempos.
Las otras escuelas
La Judas Tadeo es la escuela de banquitos que más ha durado y la que ha generado más recuerdos, pero no ha sido la única. En el siglo pasado el barrio se destacó por crear su propio sistema educativo, más allá de los buenos y varios colegios oficiales que había aquí.
Se recuerda mucho, por ejemplo la escuela de banquito de la seño Silvi, en el callejón Angosto, llegando a Lomba, al lado del actual taller artístico de Ruby Rumié.
En el callejón Ancho estuvo la escuela La Fe, de Ana Josefa Herrera, en la década de los 50. Allá se estudiaba de primero a cuarto de primaria, y al llegar al quinto los estudiantes pasaban a un colegio público para oficializar sus estudios. Quedaba diagonal a la casa del maestro Betsabé Caraballo Olascoaga, así que en el recuerdo de muchos de sus estudiantes quedó el sonido de su violín, y “la campanilla de Pedro Regalao con su venta de raspao”, según el testimonio que recogieron Jorge Valdelamar y Juan V. Gutierrez. También en el callejón Ancho estuvieron la escuela de la ‘seño’ Leonor, que cerró tras su muerte, y la de la ‘seño’ Carmenza.
La independencia educativa de Getsemaní iba más allá de las escuelas primarias. En Getsemaní nacieron y tuvieron su vida principal el Instituto Libre, del estricto maestro Gil María Gávalo; el Instituto Ñarino, de Pedro Vargas Prins; el colegio La Fraternidad, de Antonio María Zapata, patriarca de los Zapata Olivella; el Camilo Torres, de Fortunato Escandón; o el Colegio de la Santísima Trinidad, fundado por el padre Juan de Dios Campoy, párroco entre 1957 y 1972.