Tres generaciones en una misma casa de la calle del Pozo: tres mujeres getsemanicenses que representan a quienes se han quedado en el barrio y lo han vivido con sus altibajos por más de medio siglo. Una familia detrás de las escobas y cepillos con los que se limpiaron las calles de la ciudad por muchísimos años, cuando Getsemaní aún era un barrio de pequeñas empresas y artesanos especializados.
Gladys Cortina Tapia (la abuela)
La abuela de la familia es sanjacintera de nacimiento, pero getsemanicense de corazón. ¿Cómo no iba a serlo si vive acá hace más de sesenta años y ha pasado las duras y las maduras en el barrio? A Cartagena llegó de nueve años; a Getsemaní, de veinte; a los veintiuno se casó con el hombre de su vida y padre de sus hijos. En octubre cumplirá los ochenta.
“En esta casa de la calle del Pozo tuve a mi primera hija, Cruz Matilde. Después tuve a los otros cinco; cuatro varones y otra hembra. Todos ellos son profesionales: dos son químicos farmacéuticos; otros dos médicos; una administradora hotelera, y una técnica en sistemas”, cuenta orgullosa Gladys, sentada en su mecedora de la sala, frente a la ventana que da a la calle, su sitio preferido.
“A mí me conocen en el barrio porque me gusta el baile. Incluso dicen que se me dañaron las piernas de tanto tirar pase. Entre los cabildantes hacíamos competencia de salsa, y yo era una de las mejores. Todavía me gusta, sino que ya no puedo. Las fiestas de noviembre eran muy sabrosas. A la plaza del Pozo nunca le han dado la misma importancia que a la de la Trinidad, porque es más pequeña. Ahora todo lo hacen allá. Antes todos los 11 de noviembre nos ponían una papayera en la esquina y hacíamos bailes”, rememora.
“Cuando comenzamos a vivir a esta calle todo era destapado. La plaza del Pozo era un playón. Todos mis hijos jugaron fútbol ahí. Y no faltaron las heridas, la clavícula o el brazo partido. En el barrio siempre hemos vivido como una familia. Aquí tengo a mi buena amiga Guillermina Meza, que fue la primera persona de Getsemaní que conocí y después a su hermano Euclides, que compraron casa aquí al lado”, dice la abuela de la casa.
“Otro recuerdo importante para mí fue la explosión del mercado de Bazurto (el 30 de octubre de 1965). La noche anterior habíamos estado en una presentación en el Club Cartagena con la reina popular del barrio. Mi esposo era el presidente de la organización. Regresamos a las cinco de la mañana. A eso de las nueve o diez de la mañana se escuchó el estruendo y las casas temblaban. Salí a ver y había un montón de personas en la calle. Venía gente echando sangre, privada. Eso fue una cosa muy fea. Mi esposo se levantó corriendo y fue a ayudar a sacar la gente”.
Don Julio
Uno habla con las Morán y siente que hay un ausente, alguien que aparece a cada rato en medio de la conversación. Es don Julio Morán Valencia, el patriarca, de origen cienaguero y fallecido en 2001. “Él estudiaba medicina y yo trabajaba como secretaria en la Acción Católica. Todas las tardes lo veía pasar. Ahí nos enamoramos”.
Don Julio había comenzado una buena carrera militar, pero pocos años después vino la baja por “guapo”, como dice su esposa. Antes de llegar a Cartagena vivió en Barranquilla, donde un familiar tenía una fábrica de escobas y cepillos. A la ciudad llegó para estudiar medicina en la Universidad de Cartagena, pero como había que generar ingresos terminó montando su propia empresa de cepillos.
“En el barrio le decían Escobita cuando empezó hacerlos, porque la gente tenía la idea de que la fábrica era de escoba, pero lo que más se hacía eran los cepillos. Nunca nos molestó que le dijeran así. Con eso sacó a sus hijos adelante, compramos la casa, la transformamos y paramos la fábrica”.
Cuando Gladys conoció la casa era y había sido por mucho tiempo un “pasaje” en el que se apretujaban muchos vecinos en muy poco espacio. Años después el dueño quiso venderla y la primera opción, con facilidades de pago, se la dió a la familia Morán, que ya se la tenía arrendada para la fábrica, aunque vivían en el callejón Ancho. Aún así tuvieron que escarbar dinero de donde no lo había para completar los primeros pagos.
La casa tiene bastante bastante fondo. Alcanza para que vivan varios miembros de la familia y alquilarle a algunos externos. En lugar de un patio al fondo hay un taller donde guardan lo que queda la vieja fábrica, a la que los productos de plástico se llevaron por delante, como ocurrió en casi todo el mundo. Hay máquinas antiguas, maderas, moldes, materiales y muestrarios de cepillos. Uno de los hermanos, médico en ejercicio, todavía aparta tiempos para meterse allí y trabajar la madera.
“Todo se hacía manual. Eran unos 15 trabajadores entre hombres y mujeres del barrio. Recuerdo mucho a los pelaos de los Castro que vivían en el pasaje que había en este predio y trabajaban con nosotros. En esta empresa se formó mucha gente que al final le terminó montando la competencia”, recuerda Gladys.
De allí salieron los escobones y cepillos con los que por décadas se barrieron las calles de la ciudad. “En Cartagena era la única fábrica que los hacía, incluso la llegaron a eximir de impuestos por esa razón. Nuestros principales clientes eran las empresas públicas”, explica.
Don Julio le puso La Universidad. Luego un hijo que se encargó del negocio sacándole tiempo a su ejercicio como médico, lo cambió por Asear, que todavía figura en un retablo de madera en la fachada.
“Mi esposo era muy gracioso. Se entretenía contándoles chistes a las muchachas y ellas se reían de todo. Pero cuando hacían un cepillo mal se los devolvía para que lo volvieran hacer. Ellas le escondían el cepillo con defecto y le presentaban uno que ya estaba hecho como si fuera el corregido”.
La casa también fue un espacio de reuniones y tertulia política cuando don Julio militó en la Anapo, el partido que surgió al amparo de Gustavo Rojas Pinilla en los años 70. Por esa colectividad llegó a ser concejal de la ciudad y diputado de la asamblea departamental “en tiempos en que eso no era como ahora”, precisa Gladys.
“Después de la tienda que por años tuve donde ahora está la Casa Relax, en esta misma calle, monté aquí un almacén de servicios de aseo donde no solo vendía cepillos y escobas sino desinfectantes, límpido y jabón, incluso para surtir a oficinas y empresas grandes”, explica. Ahí queda ahora Donde Gustavito y la Nena, un lugar relajado para escuchar salsa, conversar y tomar algo, que crearon hace año y medio con un hermano.
Cuando no está atendiendo sus matas, Gladys adora sentarse en su mecedora frente a la ventana, o en las mesas del local. A sus casi ochenta años es una caja de música e historias. Solo es cuestión de darle un poquito de cuerda.
Gladys Morán (la hija)
La Nena Morán, también se llama Gladys y es la hija menor. De día trabaja en la Funeraria Lorduy y luego llega a su casa para atender el local. Pero en lugar de agobiarla, esa ocupación, que puede llegar hasta la medianoche, la relaja. Le gusta hablar con los clientes, con la gente del barrio, estar en esa acera que conoce desde niña y en la que apenas dejó de vivir unos cinco años, cuando se casó.
“Mi mamá me cuenta que salí del callejón Ancho muy pequeña y gateando. Estudié primaria en el colegio Alberto Fernández Baena, de la calle de Guerrero. No tengo muchos recuerdos de mi vida en las calles porque no me dejaban salir mucho, esto era muy peligroso. No podíamos estar afuera. Todo el tiempo era estar dentro de la casa compartiendo con mis hermanos, con los que siempre estuvimos juntos.”
“Cuando nos dejaban salir, el permiso era solo a la plaza del Pozo y hasta la esquina del callejón Angosto: ¡dos vueltecitas y para dentro!, fuera en patines o en mi bicicleta. A medida que iba creciendo los límites se iban ampliando, incluso el permiso en horas, porque tampoco podíamos estar hasta muy tarde. Con mi amiga Nora Meza y sus hermanos nos sentábamos en el parquecito. Entonces los bancos eran en cemento y parecían un ataúd porque medían unos dos metros de largo, eran rectangulares y muy anchos. Podíamos sentarnos unas ocho personas. Eso sí, cuando querían ser las ocho de la noche nos recogíamos. Las salidas eran solo los fines de semana, porque de lunes a jueves no podía salir uno ni asomar las narices porque había que estudiar”:
La Nena, como tantos de su generación, vivió una época de decadencia del barrio en la que, en general, el resto de cartageneros evitaba entrar. Desde afuera se le veía como un gueto y desde adentro muchos vecinos también querían un cambio. Fue cuando surgió el tema de las rondas nocturnas, para intentar controlar la ilegalidad y la inseguridad. Gladys, entre otros jóvenes vecinos, hicieron parte de ellas.
“De hecho, con mis hijas hacíamos rondas y en la noche salíamos a patrullar. Mis hijos, los vecinos, los de Guillermina y Mariela”, interviene Gladys, la abuela. “En todo ese proceso nos apoyó mucho Domingo Rojas, que fue el primer alcalde elegido popularmente (entre 1988 y 1990). Después de las siete de la noche salíamos un grupo de vecinos a patrullar las calles. Incluso, recuerdo que nos visitaron autoridades nacionales para conocer cómo habíamos hecho para mejorar el barrio sin violencia. Ellos querían tomar elementos de esta experiencia e implementarlos en el Bronx, en Bogotá. Les llamó mucho la atención la manera que utilizamos para mejorar las condiciones de vida del barrio”, explica la abuela Morán.
A su papá, lo recuerda más como un hombre serio, trabajador y respetado, pero al mismo tiempo muy querido por los vecinos. La Nena parece haberle heredado algo de ese temperamento: una mezcla de seriedad, camaradería y gusto por la fiesta, combinada con un fuerte espíritu de trabajo, que aprendió desde niña ayudando en la fábrica en la medida de sus posibilidades.
“Algo que nos identifica es que nos gusta mucho la rumba, la música, bailar, cantar, siempre hemos estado con el desorden, porque mis papás en su época también fueron muy bailarines. Mi mamá ahí donde la ves, cuando hay cumpleaños o pasan las cumbiamberas con la bulla de los tambores se para con su bastón y comienza a bailar”.
Shary Rocio Torres Morán
Shary, la nieta, es la hija menor de La Nena. Vive con ellas y con su hermano Frank Steven, que estudia en la Universidad de Cartagena -como sus tíos y su abuelo- y quien por las noches ayuda a atender los clientes del local.
“Recuerdo que jugábamos mucho en la plaza con mis primas que también viven acá: al Quemao, al Tili-pon, a la Tapita y al fútbol. La plaza del Pozo era como nuestra tarima. Nos subíamos allá arriba y el resto de personas abajo. Incluso, nos metíamos dentro del pozo a jugar. Cuando nos dejaban manejar bicicleta era de esta esquinita a esa otra: el mismo permiso que a mi mamá. Las reglas se mantienen más que todo por mi abuela: -Cuidado llegas tarde, que a esa hora no sales más-”.
“Mis amigas eran las nietas de la señora Guillermina, la misma amistad que mi abuela, pero muchos se han ido mudando. Ahora paso más que todo con mis cuatro primas. Estudié acá en el barrio, en el colegio La Milagrosa de la calle Espíritu Santo. Mis primos y yo no aprendimos nada de la fábrica, lo que hacíamos con las cerdas y otros materiales era la comida para nuestros muñecos”.