Poco queda del arte mural que debió adornar el Claustro y el Templo de San Francisco, pero es imperativo recuperarlo y protegerlo para el futuro inmediato y para la posteridad. Es lo que se está haciendo ahora con dos obras que hablan mucho del pasado.
Para lograrlo hay unas herramientas que no existían pocas décadas atrás: la legislación y las instituciones colombianas de cultura, que con el paso de los años y las sucesivas reformas han logrado unos niveles de exigencia y precisión que no solo dejan poco margen para las interpretaciones, sino que obligan a quienes tienen bajo su dominio bienes de interés cultural nacional (BICN) a unos estándares muy precisos para su recuperación, intervención y puesta en valor.
Es el caso del claustro y el templo de San Francisco. Por ley están protegidos no solo los bienes inmuebles (las construcciones) sino los elementos de interés cultural que ellos contienen. Un ejemplo es el tema arqueológico, que comenzó con un equipo pequeño, acorde a lo que se preveía encontrar pero al que los hallazgos obligaron a ampliar hasta casi veinte arqueólogos de tiempo completo y a reprogramar en seis meses adicionales las obras del hotel que se construye allí, para poder hacer el proceso completo de excavación y protección de esa riqueza cultural enterrada. Se trata de capas sobre capas de historias contadas en los enterramientos de cientos de personas y de restos arqueológicos que a alguien del común le puede parecer casi desechos, pero que a un experto le cuentan toda una historia.
Del arte de las paredes no queda mucho. El templo fue abandonado en algún momento del los años 1700 y amenazaba con ruina total al entrar en los 1800. Desde el comienzo de la República y hasta mediados del siglo XX tuvo diversos usos civiles y hasta militares. En general, fue más un galpón o bodega que un sitio de despacho u oficinas. Sufrió un embate cuando fue readecuado con diversas reformas pequeñas y grandes desde mediados del siglo XX para convertirlo en una sala de cine. Luego, a comienzos de este siglo, la parte delantera fue usada como oficina, con la desventaja de que los aires acondicionados, con el calor y la humedad que producen, estaban instalados en otro sitio dentro del mismo templo.
Y aunque poco queda por rescatar del arte del arte mural que debió adornarlos alguna vez, se está trabajando para recuperar dos elementos que han sobrevivido y que requieren una especie de cuidados intensivos para retornarlos a la vida: el arte pintado en la cúpula y el fresco de la crucifixión en el Claustro.
El responsable de ambos procesos es Rodolfo Vallín Magaña, junto con su equipo. Él es considerado por muchos como la mayor autoridad que hay en Colombia en este tipo de restauraciones. Es un mexicano que llegó al país en 1979 y quien desde entonces se dice a sí mismo que pronto regresará a su México natal pero siempre le salen más trabajos en todas las regiones de Colombia, más amigos y excusas para quedarse, para querer más al país y a su gente, según dice con una mezcla de alegría y nostalgia.
Visto desde afuera, Vallín parece una mezcla de sabio perspicaz y hippie eterno. Tiene los cabellos casi blancos y unos lentes con marcos de más colores que un arcoiris, que a su vez guarda en una bolsita de tela multicolor que compró en algún baratillo de la calle. Le brillan los ojitos vivaces cuando habla de sus temas. Es un gusto pasar un rato a su lado, escuchando cómo cuenta con serenidad cada detalle, desde lo técnico hasta lo anecdótico, de la recuperación del arte de la cúpula y la crucifixión.
Una cúpula singular
Hay que recordar que Getsemaní comenzó con el templo de San Francisco. Y que el templo comenzó con la construcción de la cúpula. Antes de eso era una isla despoblada. La cúpula, entonces es el punto cero al pensar cómo surgió el barrio.
Cuando las cúpulas están bien hechas, con materiales de calidad, su estabilidad es de muy largo plazo. Su duración se mide en siglos y con buen mantenimiento, incluso milenios, como las realizadas durante el Imperio Romano y bajo su influencia posterior. La del templo de San Francisco está bastante bien construida en ladrillos y su estructura permanece estable. Pero el deterioro y falta de mantenimiento por unos tres siglos le pasaron factura a su recubrimiento interior. La humedad, las grietas y la vegetación parásita, entre otros males, han afectado las diversas capas de estuco y cal.
Sin embargo, se está realizando el proceso para conservar lo que queda en buen estado y despejar dos elementos gráficos que deben datar de los primeros años de la cúpula, quizás del siglo XVII: un cintillo de símbolos alrededor de su base o cornisa y una imitación de “sillares” desde allí hasta el remate. Todo ese proceso, como el del fresco, requirieron que el Ministerio de Cultura aprobara el proyecto de intervención, que debe cumplir una serie de requisitos tendientes siempre a proteger el patrimonio.
Alarifes y arabescos
Los símbolos de la cúpula parecen de origen mudéjar, es decir, la combinación del arte árabe e ibérico que se dió en una tradición única cuando ambas culturas convivieron en la actual España. Hay que recordar que por los mismos tiempos de la conquista de América los reyes católicos concretaron la expulsión de los musulmanes de aquel territorio. Muchos de aquellos árabes vinieron a “hacer la América”, como se decía entonces, incluso como trabajadores de la construcción y de oficios similares. Para no ir más lejos, al maestro de obra se le decía entonces alarife, palabra de raíz árabe. Su huella es notoria en nuestra arquitectura, tanto en estilos como en la técnica constructiva.
Actualmente se trabaja en despejar toda la serie de símbolos, hechos en gruesas líneas negras y grises. Son figuras como estrellas, círculos con algún tipo de arabesco (en el contexto, esa es la raíz exacta de esa palabra) o algo que pudiera ser una simplificación del escudo franciscano. También hay letras reconocibles de algo que pudiera ser una inscripción en latín, pero hasta que se saque a la luz todo el cintillo de símbolos no se podrá decir con certeza.
En principio se sabe que los símbolos se asemejan a otros hallados en cúpulas similares, por ejemplo en La Habana, donde también hay ejemplos de arte mudéjar. Aún no se ha determinado si hay un significado específico para cada símbolo o si tienden más a ser elementos decorativos, muy propios de aquel arte, que destacó por sus ricas ornamentaciones y el gran aprecio musulmán por la caligrafía.
El poco mantenimiento de la cúpula, que además por su forma y altura no es tan fácil de pintar como una pared de una casa, permitieron que algunos de los símbolos fueran aún visibles sin necesidad de una exploración técnica. La conservación y restauración actual contempla, por supuesto, la de toda la cúpula, tanto en su estructura, como en toda la capa externa e interna de protección.
Piedras falsas
Arriba de estos símbolos y cubriendo todo el resto de la cúpula hacia arriba están los falsos sillares. En arquitectura un sillar es una gran piedra que ha sido desbastada y pulida hasta convertirla en una especie de ladrillo gigante. Ejemplos de sillares son los bloques de piedra que constituyen las magníficas construcciones de Cuzco, en Perú. También han sido utilizados en diversos estilos de arquitectura casi desde el principio de la civilización. Transmiten solidez y una estructura hecha para durar. Son tan grandes que deben ser manipulados con algún tipo de mecanismo o maquinaria, a diferencia de la mampostería, que significa “puesto con la mano”. Los falsos sillares de la cúpula del templo de San Francisco están pintados sobre el estuco, a manera de adorno de la misma.
El fresco
Hacer un fresco con la técnica original es un arte muy complicado de preparar y muy rápido para ejecutar. Ese es el reto. No hay tiempo ni espacio para equivocarse: lo que quedó, quedó.
Su origen es tan antiguo como las antiguas Grecia y Roma. En el Renacimiento tuvo un gran auge, en manos de artistas como Fra Angelico, Miguel Ángel o Rafael. Y al decir Renacimiento también quiere decir que tuvo su expresión en el arte colonial porque había buenos vasos comunicantes entre lo que se hacía en la bota itálica y en la España imperial y colonizadora de América.
Y en ese intercambio Cartagena de Indias tenía una carta ganadora. Por aquí pasaban todos los artistas que iban hacia el sur del continente, al rico virreinato del Perú, por ejemplo. Y no eran paradas cortas, de unos pocos días. Entonces los tiempos de espera para tomar el camino después de atravesar el mar se medían en semanas y meses. Así que en algo se tenían que ocupar estos artistas y acaso ganar algún dinero. Por eso en las iglesias y en diversas viejas casas del Centro han sobrevivido pinturas de esa época adornando las paredes de las diversas estancias.
A esta técnica del fresco también se le llamó vero fresco o buon fresco para distinguirla del fresco secco, que se hacía sobre estuco seco. Y ahí estaba la clave y la maestría que había que tener pues la última de las cuatro capas de estuco era la pintura misma y había que hacerla en cuestión de unas pocas horas, máximo cuatro. En esa última capa los colores, generalmente de origen mineral, se tenían que mezclar directamente con la cal y aplicarlos de inmediato. Por eso los colores de un día para otro nunca eran exactamente los mismos.
Por ejemplo, si tenías que pintar un cielo extenso o una capa amplia, al primer día alcanzarías a hacer una cierta parte, pero al siguiente tenías que mezclar nueva cal y nuevos colores hasta lograr la tonalidad más parecida a la del día anterior, así que nunca quedaba igual. Esa es una de las pistas para identificar un fresco auténtico. Por otra parte, es fácil pensar en la durabilidad de una técnica así, cuando el color mismo está integrado a la base que lo recibe. Es como si cada hebra de un lienzo tuviera exactamente el color que el pintor quería, no solamente las que fueron tocadas por el pincel.
Hacer la base de cal para esa técnica también era un proceso arduo. Había que calentar la piedra hasta temperaturas de horno industrial, triturarla, procesarla y al final meterla en grandes tinas, que había que revolver continuamente por meses para “curar” la mezcla. Hoy podemos explicar los tres pasos químicos que sufría esa cal, pero en aquel tiempo era algo más cercano a la artesanía y a la manera como se conserva un buen vino o un buen queso: maestría, maduración y tiempo.
Crucifixión
En el arte cristiano de la Edad Media en adelante, una de las escenas más representadas fue la crucifixión de Jesús. Entre los muy entendidos en ese tipo de arte se nombra de manera distinta dependiendo de los elementos alrededor del Jesús en la cruz: si está con Dimas y Gestas, los dos ladrones crucificados junto a él; si está la virgen María; si hay otros personajes; si el campo es más amplio que la sola crucifixión. Así, por ejemplo, un tipo de cuadro puede ser llamado pasión, calvario, agonía o crucifixión, según sea el caso.
En el fresco del Claustro, al que se la ha dado el nombre de El gran calvario, a los pies de Jesús están San Francisco y Santo Domingo, muy significativo para la comunidad franciscana. No hay pistas de quien lo pudo haber pintado. Probablemente tampoco fue la única imágen en todo el recinto, pero sí la que sobrevivió.
Usualmente estas escenas se pintaban en la sacristía, el sitio donde el sacerdote se pone los hábitos antes de la misa, y ocupaban las diversas paredes. Este fresco está ubicado en un salón del primer piso del edificio llamado de “Anexidades”, que conectaba el templo y el Claustro y que hacía las veces de sacristía. En los claustros franciscanos en las anexidades funcionaban los oficios de apoyo a la vida monacal: la cocina, lavandería, jardinería y similares. La idea era no mezclar los oficios sacros, la reflexión y la oración con los oficios de la vida cotidiana.
La primera restauración, que hace treinta años estuvo a cargo del mismo Rodolfo Vallín, permitió descubrir una fragmento grande, de forma bastante irregular, pero no todo el fresco. Esa superficie irregular es todo lo que existe. El resto del fresco se debió perder del todo en algún momento de los largos y azarosos siglos que pasaron desde que fuera pintado.
Un tesoro bajo el bisturí
Encontrar rastros de pinturas murales es una labor de mucha paciencia. En Cartagena existe la ventaja de que la tradicional cal con que se blanqueaban las paredes ayudó a proteger esas imágenes, que tras siglos de pintura sobre pintura quedaron incluso a unos dos centímetros por debajo de la superficie. Llegar hasta ellas requiere retirar capa por capa con un bisturí, en una búsqueda que se comienza con una cuadrícula sobre la pared. Si se halla algo de interés en uno de los cuadrados se exploran los adyacentes hasta determinar la formas y figuras que están ahí debajo de las innumerables capas de cal.
Ha sido así como Vallín y su equipo han restaurado muestras del arte cartagenero colonial en decenas de casas del Centro de la ciudad: leones, micos, caracoles y otros animales, motivos florales y personajes diversos elaborados con carboncillo y con una preferencia por los tonos sepia, hacen parte del repertorio de imágenes que han vuelto a la vida tras su trabajo.
Quizás la sorpresa más grande estuvo en una conocida casa entre la calle de La Mantilla y Don Sancho, donde debajo de veinte o veinticinco capas de pintura encontraron un tesoro artístico: los salones más importantes y las áreas de paso había sido decoradas con treinta y seis embarcaciones de distintos estilos como galeones, pinazas, carabelas y galeras, todo un muestrario de primera mano del arte naval de aquella época.
Corte del templo que muestra la cúpula en su situación actual, antes de la restauración, por Andrés Bustos del equipo del arquitecto restaurador Ricardo Sánchez.
Detalle de cornisa: escudo San Francisco y estrella mudejar.
Fotografía cortesía del restaurador Rodolfo Vallín.
Detalle de cornisa: símbolos que parecen de orígen mudejar.
Fotografía cortesía del restaurador Rodolfo Vallín.