Foto: Jorsie Artahona

Las Vitola: marquesas de la calle Carretero

SOY GETSEMANÍ

Su trono es el pretil de la casa, en la esquina con la calle del Espíritu Santo, el mismo donde su esposo y padre, el inolvidable Mario Vitola se sentaba cada tarde a echarles cuentos de pescadores y espantos a los muchachos del barrio.

Yadira y sus dos hijas, María y Mara, mantienen una complicidad de toda la vida. Se diría que pasada la crianza y la adolescencia ya parecen tres hermanas. Pero no. En su mecedora, un poco más adentro de la sala, Yadira lleva el control de su casa. Se entretiene en sus crucigramas —puede resolver hasta veinte en un solo día— y parece que no está escuchando, pero siempre está atenta a todo. Se complementan, se miran, se ríen juntas. Tres mujeres getsemanicenses desde el vientre materno. Y con ellas, el recuerdo de Mario, una presencia muy viva pese a su muerte, hace ocho años.

“Yo nací en la calle de las Chancletas. Mi mamá se llamaba Melida Carriazo y mi papá, Rafael Acosta, ambos raizales getsemanicenses. Mi abuelo por parte de mamá era haitiano. De las Chancletas pasamos con mi familia al Pedregal. Estando allá conocí a Mario, que vivía en la calle de las Palmas y yo tenía amigas ahí”, rememora Yadira.

Mario —que había nacido en la calle Don Sancho, en el Centro— jugaba con el equipo de Getsemaní en el estadio 11 de Noviembre y para allá se iba la fanaticada del barrio, entre ellos Yadira, a quien él le parecía muy guapo. Los amores comenzaron tres años después, cuando Yadira tenía unos quince. El iba a recogerla al colegio, Por ese mismo tiempo murió su papá, a los 47 años. Ella había llegado hasta cuarto de bachillerato y ahí se le frustraron los sueños de seguir estudiando.

Pero el amor de la pareja fue tomando forma y fuerza. Se fueron a vivir primero en el Pedregal. A los 21 años de Yadira les llegó Mario, el primer hijo; Mara, a los 23, cuando vivían en una casa accesoria en la calle de Concolón. María le llegó a los 25 años, cuando ya habían comprado la casa de la calle Carretero, en el año 76, cuando todavía era barato.

Mientras los niños estuvieron pequeños, Yadira pudo trabajar como recepcionista de médicos como el recordado doctor Fortich, el neumólogo que atendía en el viejo convento franciscano o como el ginecólogo Donaldo Pérez. Le gustó mucho esa época de su vida, en la que trabajaba de dos de la tarde a siete de la noche, pero sus tres hijos fueron llegando a unas edades en las que necesitaban mucha más atención. 


El marqués pescador

Mientras tanto, Mario trabajó primero en Caribesa, donde era el conductor del gerente y de automóviles que había que entregar en diversas ciudades de la costa. Después fue despachador en Mendez y Gómez. Luego metió papeles en la Electrificadora del Caribe, donde se jubiló. Y desde entonces se dedicó en paralelo a la pesca por puro gusto.

“Pescaba aquí en la laguna de San Lázaro, en la avenida Santander y a veces se iba más lejos en una lanchita con amigos del barrio como Eduardo Ferrer o Jesús Acevedo. Según como estuviera la pesca regresaban al mediodía, en la tarde o por la noche. Cuando estaba muy buena llegaba acá con unos pargos y unos robalos inmensos. Llenábamos la nevera hasta que no le cabía nada más, ni siquiera agua, y el resto se los vendíamos a los chinos del restaurante El Cantón, que quedaba cerca. Pescar lo relajaba”, recuerda Yadira.

“Toda la vida fue un hombre de contar historias que en parte eran verdad y en parte, embustes. Se sentaba en el pretil a contar sus cuentos. Yo ya sabía cómo era él, pero los pelados sí que le copiaban”, dice Yadira riéndose. María se recuerda ahí, muy pequeña, trepada en las piernas de su papá, escuchándolo. “El sacaba su mecedora e iban llegando uno por uno. Cuando uno se daba cuenta, tenía quince pelaos alrededor y él contándoles sus anécdotas de pesca, o de cuando jugaba béisbol y softbol, o los mitos y leyendas de las calles, con sus mentiritas de la llorona o del hombre sin cabeza”. 


Tarzán en la playa

Y esa pequeña María, la menor, fue la que les sacó más chispas a sus padres. Aún hoy. De carácter más independiente y arriesgado, se les volaba de cuando en cuando y estudió hasta cuando quiso. “Yo era callejera y necia. A mí siempre me gustaba jugar trompo, bolita de uñita, y cuando llegaba la época de cada jueguito ahí estaba mi papá: me llevaba a la muralla a elevar mi barrilete, me los hacía, me compraba las bolitas, jugábamos al fútbol”.

Con Mario Rafael, el hijo mayor, fue más estricto, recuerdan ellas. El hijo era tan bueno en el béisbol que fue selección Colombia, jugó un Mundial en Panamá y también compitió en México. Le llegaron cartas de los Kansas City y los Yankees para ficharlo, pero se combinaron varias cosas: un bolazo que le rompió la mandíbula, que hubo que operar; la negativa de su papá para firmar esas cartas porque aún era menor de edad; pero sobre todo porque el béisbol no era su pasión, aunque lo jugara muy bien. Ahora vive en Miami, donde se radicó después de trabajar muchos años con la Carnival Cruise. Su hija Michelle lo hizo abuelo y bisabuela a Yadira. Y con catorce años de edad allá está creciendo el tercer Mario Vitola de la zaga. 

De niños, Mario Rafael y María eran los que se arriesgaban con él a ir a las partes más hondas del mar en la playa del Cabrero, cada uno agarrado con fuerza a la mano de su papá. “Es que él no dejaba que uno fuera a la playa si no era con Tarzán. ¡Y él era el tal Tarzán! Salvó a muchas personas. A una muchachita, todavía lo recuerdo, apenas se le veían los cabellitos flotar en el agua y él la sacó”, dice María. 

Mara no pasaba de la orilla. Se sentaba a jugar en la arena. Fue la más juiciosa de las dos mujeres y la más consentida. Quería estudiar derecho, pero Mario la convenció de que no y le pagó estudios en cuatro sitios y en conocimientos diferentes como informática y secretariado. Eso sí, cuando quiso trabajar Mario se opuso rotundamente, igual que con María. ¡Ese sí que fue un tema con él! Se molestaba en serio de pensar en ver trabajando a sus muchachitas, que con los años se iban convirtiendo en unas mujeronas, con dos hijos cada una. Pero Mario no daba el brazo a torcer. “¡Usted no va a trabajar! ¿Cuándo ha visto que las niñas trabajen? Eso se presta para vagabundería. ¿Qué necesitan? Yo les doy todo, no tienen por qué trabajar”, les decía cuando las veía salir con algo parecido a una hoja de vida en las manos. “Luego vimos las consecuencias del amor excesivo que nos tuvo cuando falleció. Cuando se nos vino el mundo encima”, dice María con tristeza.


Marqués  por siempre

Mario fue una de las figuras clave del Cabildo. Nilda, la reina vitalicia; Camilo, el abanderado; y Manuel, el marqués. Esa era la línea principal. Y algunos en el barrio lo recuerdan fundamentalmente por eso. Y fue marqués hasta su fallecimiento un 29 de agosto, a los 81 años. Una muerte inmediata, durmiendo una siesta, sin molestar a nadie, como siempre le pidió a Dios.

“Lo de mi papá en Cabildo era todo un ritual. Dos días antes tenía listo todo lo que se iba a poner: su vestuario, sus zapatos, su peluca. Mara lo maquillaba. No aceptaba que nadie más estuviera al lado o que la distrajeran porque él tenía que quedar impecable. Ese día se levantaba temprano, se rasuraba, se desayunaba y enseguida empezaba a recargarse mentalmente porque el Cabildo implicaba mucha emoción para él. Desde las diez de la mañana esta esquina se llenaba de gente porque le encantaba que le vieran el paso a paso para vestirse, que le dijeran que se veía bien, que era el cabildante mayor y esas cosas. En ese momento era un pavo real. Apenas salía, todo el mundo le pedía la foto. Eso era un goce, pero no tanto por la diversión sino por el orgullo de barrio”, recuerda María.

Mara le siguió la cuerda los dos primeros años del Cabildo, pero luego se retiró. María se unió varios años después con toda la energía. Entre 2010 y 2013 estuvo al frente de los Lanceros de Getsemaní. “Hicimos un proyecto hermoso. Ese año el Cabildo fue magistral. Hicimos esa comparsa con más de sesenta niños y jóvenes entre dos y quince o dieciséis años, que logré mantener unidos hasta los veinte años. Fueron unos años maravillosos. Y siempre estuvieron ahí las enseñanzas de mi papá: —Hazlo por tu sentido de pertenencia, por tu identidad, por tu barrio, por cuidar lo que es tuyo, por guardar tu tradición. No la dejes perder, porque si no tienes tradición no tienes identidad—, me decía él”. 

Esa identidad getsemanicense es tan fuerte que Mara apenas aguantó un año viviendo afuera, en Torices, y María nunca se ha ido. “De mi barrio yo no salgo por nada. Jamás viví con mi ex marido porque no quise salir de mi casa. Aquí tuve mis hijos. Es el mejor trato que he hecho en mi vida. ¿Salir a vivir a otro barrio? ¿Y eso qué es? Yo te puedo ir a visitar desde las diez de la mañana, pero a las cinco o seis de la tarde tengo que estar en mi territorio. Es un lazo muy fuerte. Mucha gente cuando el boom de Getsemaní cometió el error de irse porque no tenían, por los impuestos, por cualquier motivo o circunstancia. Se fueron y ahora los ves viniendo al barrio y suspirando. Mi mejor amiga, que se crió aquí, vive en otro barrio y me dice que eso es otro mundo”.