¿Querías tener en tu casa productos importados como los perfumes Agua de Farina o Pino Verde? ¿Vaporub, Menticol del rojo? ¿Qué tal whisky Ballantine’s o White Horse y cigarrillos Paxton, Lucky o Kent? En Getsemaní seguro tenías una vecina que te los vendía a buen precio y a crédito. Y si te hacía falta, te vendía las telas para el vestido y hasta la peluca.
Yadira Acosta recuerda bien a sus vecinas Betulia Herazo y Victoria Caraballo, de la calle Carretero, que traían desde Panamá manteles, sábanas, camisas guayaberas, y colonias, entre otros productos. Ellas les vendían personalmente a clientes en San Diego, Bocagrande, Laguito y Castillogrande. También a negocios en el pasaje del Leclerc. A los vecinos les dejaban unos mejores precios. También se acuerda de Aida Villarreal Pérez, que desde Maicao “traía chancletas, los zapatos a los que les decíamos ‘abuelitas’, y paraguas. Sus principales clientes eran los vendedores de la calle primera de Badillo y los que estaban detrás de la Olímpica”.
Las historias abundan y se podría escribir mucho más: de los escondrijos en las casas para embodegar la mercancía; de las odiseas para cruzar caminos; de la vivandera que se ganó la lotería y la delataron la camioneta y los hijos en los mejores colegios; las de las compañeras en la calle Pacoa, una alta y una bajita a las que bromeaban porque eran una pareja perfecta, la una para meterse por los huecos y la otra para vigilar.
“Las vivanderas, casi todas de sectores populares y muchas de ellas residentes en Getsemaní, eran mujeres entre los treinta y los cincuenta años de edad, casi siempre viajaban en parejas o en grupos. Eventualmente iba alguna más joven y era raro ver mujeres mayores en estos viajes. Para los años 60 y 70 del siglo pasado fue formándose un grupo significativo que viajaban a Maicao los viernes en la noche y regresaban el domingo, en buses interdepartamentales, lo que propiciaba que algunas empleadas públicas o maestras también se rebuscaran con estos viajes trayendo mercancías”, explica la socióloga getsemanicense Rosita Díaz.
Siglos bajo cuerda
El contrabando fue connatural al barrio desde su nacimiento. En la Colonia era al mismo tiempo arrabal, puerto, antesala de la ciudad formal y el sitio adonde llegaba todo tipo de gente a rebuscarse un modo de vida. Eso en todas partes del mundo siempre ha sido el caldo de cultivo para comerciar al margen de los canales oficiales. También era una forma silenciosa de protestar contra la corona española, que pese a que no producía todo lo que se necesitaba, sí acaparaba el comercio con la Indias. Luego, hasta la apertura económica de los años 90 teníamos un país proteccionista de la industria nacional pero al mismo tiempo sin suficientes manos para atajar todo el comercio irregular de unos bienes importados que aquí se veían como algo especial. Y hasta 1978 tuvimos aquí el mercado público y el puerto comercial.
Si por más de cuatro siglos el barrio tenía todas las condiciones para ser epicentro de esos negocios: ¿cómo y por qué entró de lleno la mujer en este baile en el siglo XX? ¿Cuál fue el origen de las vivanderas?
El término comenzó a aplicarse a las mujeres que vendían verduras y otros productos de comer en los mercadillos de la ciudad. Por ahí podrían colarse algunos otros productos foráneos, pero en esencia eran revendedoras estacionarias. Ese papel se potenció con la llegada del Mercado Público, donde había una sección de mercadería que distribuía al mayor y al detal mercancía traída de otras partes del mundo, entremezcladas con el comercio legal. Sus puestos estaban atendidos básicamente por muchachas de Getsemaní, San Diego y otros barrios cercanos. En la mentalidad de la época, el trato de las mujeres, la persuasión suave y su encanto personal resultaba en más ventas.
Por otra parte, la migración sirio libanesa -con su vena comercial tan desarrollada y que tanto impacto tuvo en el barrio- le daba otro papel a la mujer. Ella hacía parte del engranaje productivo y comercial de la familia. Esa relativa independencia empezó a calar entre las vecinas del barrio. Además, el machismo imperante resultaba en hombres derramando hijos en varios hogares, pero sin tener con qué responder por ellos. Las mujeres con menores recursos tenían que salir a rebuscarse para levantar a sus crías: lavar y planchar, ser empleadas domésticas, nanas o, en efecto, vender mercancías, fuera como ambulantes, puerta a puerta o atendiendo un puesto.
El mapa del contrabando
Panamá y Cartagena tuvieron un nexo sólido desde la Colonia, cuando hacían parte de un mismo territorio. Muchos getsemanicenses hombres fueron a trabajar en la construcción del canal y las mujeres, en las casas de directivos estadounidenses y empleados panameños con mejor situación económica. Ahí se consumía mucho producto estadounidense y luego, desde la apertura del canal en 1914, empezó a pasar el comercio mundial a manos llenas. Al regresar, muchas de ellas habían acumulado un capital propio y se lo traían en forma de esos productos importados, para revenderlos entre los vecinos y la parentela. El éxito las llevó a ir y volver de nuevo. Así quedó establecido un canal informal de comercio que se mantuvo por el resto del siglo XX y que se amplió a la isla de San Blas.
Luego vinieron otras fuentes para traer mercancía: San Andrés, con su declaratoria como puerto libre en 1953; la bonanza petrolera de Venezuela en los años 60 y 70, que hizo de Maicao un enclave de contrabando; y el surgimiento de Barranquilla como puerto grande a lo largo del siglo y como ciudad intermedia entre Maicao y Cartagena. Además cerca de Getsemaní funcionaba la estatal Empresa Puertos de Colombia, o Colpuertos, donde trabajaban muchos vecinos. Aquella era una coladera de productos que pasaban por la puerta de atrás mientras la mayoría miraba para el techo.
“Para las mujeres madres o solteras de Getsemaní, la autonomía económica fue un valor fundamental en las relaciones con sus familias y vecinos. Esa solvencia les permitía decidir por ellas mismas, en sus relaciones sociales y de pareja y enfrentar una mentalidad machista que no se sentía cómoda con verlas en las calles o en los negocios. Esta particularidad se extendió en Getsemaní desde décadas atrás. Mucho antes de los nuevos paradigmas de la liberación femenina ellas ya se movían por toda la ciudad con altivez, independencia y autonomía”, resume Rosita Díaz.
Roquelina Baldiris Alzamora
“Mi madre llegó en los años 40 a la calle Lomba o a la Caldera del Diablo, como la llamo yo, Medardo Hernández Baldiris, orgulloso getsemanicense e hijo suyo. Ella era muy joven entonces y vivió casi sesenta años en el barrio”.
“Su pobreza casi franciscana la llevó a vender frutas de cosecha en la puerta de su casa: patilla, mango, melón, papaya, banano, mamones. Luego conoció a la familia Herazo Díaz. Mi madrina fue Armanda Herazo y con su hermana Betulia terminaron siendo más familia para nosotros que la consanguínea. Betulia era esposa de Armando Alvear, que se fue a Panamá. De allá traían sus mercancías y como querían ayudarle a la joven Roquelina le daban algunas para vender”.
“Aprovechando el parentesco con un tío que era jefe de personal en la Jabonería Lemaitre, mi madre se iba los sábados a la calle de La Sierpe para distribuirla entre los trabajadores y trabajadoras. Vendía a crédito. También se iba a las oficinas de los médicos y los abogados en La Matuna y a algunos negocios locales. En Getsemaní vendía cortes de tela que servían para que las modistas diseñaran los trajes estrambóticos y elegantes para las fiestas de los clubes, que casi siempre eran los sábados en la noche, Además las mujeres sentían no solamente que tenían que estrenar sino ir bien perfumadas, así que con eso se hacía otras ventas”.
“Poco a poco ella iba juntando un dinero con el que se iba a Barranquilla. En Carnavales vendía allá unos antifaces y unas máscaras que mi papá elaboraba en una máquina artesanal. También llevaba triquitraques y buscapiés que fabricaba mi abuelo. Cuando regresaba traía mercancía que compraba en los sanandresitos de Barranquilla, que estaban más desarrollados y tenían productos más baratos que acá. Con ese acumulado luego se atrevió a dar un salto mayor. Con María de la Paz y Eva Mendoza, Francia Martelo y su marido, Ángel Pérez, y otras amigas se iban a Maicao. Ahí la cosa era más peligrosa, duraba más tiempo: de tres a cinco días escondiéndose en las trochas, huyéndoles a los guardias, a los que les decían ‘chirrincheros’, que les quitaban sus mercancías. Muchas veces hasta corrieron el riesgo de ser violadas, por esos funcionarios corruptos. Era una verdadera aventura. Llegaban polvorientas, sin bañarse. Era una odisea que me hace amar más a mi madre aún después de veinticinco años de fallecida, porque todo eso lo hacía para mantener a sus cinco hijos: Francia, Vilma, Nimio, Berlides y yo”.
“Después de lo de Maicao, logró convencer a su vecina y amiga del alma, Leovigilda Vargas Ávila‒a quien le decían Leo La Panameña‒ para viajar juntas a San Andrés, lo que hicieron varias veces. Luego hizo dos viajes a Panamá, pero en el segundo los guardianes se le quedaron con todo. Quedaron de nuevo peladas, en las puras tablas. Y entonces, a comenzar otra vez con frutas y el ciclo completo: Barranquilla, Maicao, San Andrés, para volver al final a Panamá, pero esta vez en barco, que ya era la aventura mayor”.
“Era ir de menor a mayor y viceversa. Eso era natural en Getsemaní porque existía una especie de engranaje en el que el mayor le daba a uno inferior, este a otro subalterno y así hasta llegar al micro. En esa pirámide mi madre fue desde lo más bajo hasta llegar a un nivel intermedio. Su exagerada honestidad y cumplimiento de la palabra, le dieron confianza entre los de arriba. Es que hubo una fiebre en Getsemaní. Pocas familias se liberaron de ese boom, porque el que no viajaba y traía directamente la mercancía, la distribuía o la expendía. Fue todo un eje económico”.
“Nuestra casa era bastante humilde. Allá no había una nevera, ni televisor ni estufa, menos una lavadora, pero aún así mi madre me puso a estudiar primero en el Liceo de la Costa, donde Fernán Caballero Vives le recibía pañoletas, ropa interior o su María Farina como pago por la mensualidad del colegio. Ella nunca le pagó en dinero por mis estudios. Luego, en el mejor colegio de Cartagena: La Esperanza. Allá también estudiaban otros getsemanicenses como el hijo de los dueños del bazar Calcuta y Oswaldo Ramírez Herazo, hijo de mi madrina Armanda. A Carlos Eduardo Villalba, Moisés Schuster, Celedonio Piñeres, o a Tony Morales, entre muchos otros, yo terminaba vendiéndoles la ropa que ella traía: medias brillantes, zapatos mocasines, jeans, suéteres Vanlon, gorras y todo eso, que para ellos resultaba exótico y llamativo. Con eso también me ayudé para sostenerme cinco años en La Esperanza. De ahí tuve que salir por la quiebra de mi madre en el segundo viaje a Panamá”.
“Mi madre era analfabeta. No solo funcional, sino total. Podía confundir hasta los números. Pero desarrolló su mente y eso jugó un papel importante. Para mí, ella es una especie de Manuela Beltrán, de Policarpa Salavarrieta, de María Cano, grandes revolucionarias de Colombia. Mi madre fue una libertaria que hizo de su vida un fandango. Bailó y se gozó la vida. Como muchas mujeres de Getsemaní logró sacar su familia adelante a punta de su propio trabajo. Unas ponían mesas de fritos, lavaban y planchaban ropa, vendían lotería, trabajaban en almacenes. Todo, haciendo de la vida una aventura en la que para salir adelante se requiere mucha madurez y astucia mental. Lo que he logrado en la vida y lo que soy se lo debo en gran medida a una vivandera, una contrabandista y una gran mujer. El hecho de trabajar le cambió la vida. El trabajo, por simple que sea, transforma a la persona”.
Fotografía base del arte: Medardo Hernández Baldiris.