A Lina Acevedo las noches ventosas de este abril le recuerdan cuando al Padilla y al Rialto había que entrar con sábanas para protegerse del frío porque eran destechados y al aire libre. Eran los tiempos de las películas mexicanas en aquellos cines a los que les cabían hasta tres mil personas. Pero ella no iba a ver ninguna película.
“Es que era necia y, además, la pantalla grande me daba dolor de cabeza”, dice. Pero iba porque ese era el plan de los amigos y las familias de la cuadra. “Los getsemanicenses éramos muy ‘pegaos’; donde iba uno íbamos los demás. Tú mirabas a un lado y nos veías a todos en una sola banca”. La cosa tenía su truco: uno de los porteros de Rialto vivía en el pasaje suyo y los dejaba colarse. “Me ponía a hacerles los mandados. En el cine había un kiosko donde vendían gaseosa y paquetes. También me dejaban salir. Afuera había unos puestos con fritanga que luego entraba al teatro”.
Era la época del apogeo de los pasajes, que podían albergar a veinte familias o más, compartiendo los mismos espacios comunes y por ahí mismo casi que la vida entera. “Se rayaba un coco en la puerta, si el pelao tenía piojo se le sacaba en la puerta. Y afuera del pasaje también había mucha vecindad”. “Tú veías que alguien no estaba cocinando y le avisabas a los otros. Estábamos pendientes y el uno le llevaba un plato, el otro, otra cosa, y así”. Y en las jornadas de buena pesca los que habían salido al mar regresaban con mucho más de lo que podían consumir en sus familias y lo repartían entre los vecinos. Su papá era uno de los aficionados a salir en el bote a pescar.
La Niña Acevedo
Lina fue la menor de seis hermanos. La única que nació en clínica porque los demás nacieron en la casa. Consentida. Como era la última, le decían “La Niña” y así se quedó. Todavía, a los 62 años, en el barrio la buscan por ese nombre. Viene de la estirpe de los Acevedo herreros y fundidores del barrio. Su papá tenía un taller de fundición por el Mercado Público. La abuela de su papá era española y el abuelo, de Barú. Por la línea de su mamá, doña Lina Pombo Polo, se pierde el hilo de las generaciones en el barrio.
“Mi infancia fue muy linda. Jugábamos a la tienda, al reinado -les cogíamos los tacones a las mayores- y también jugábamos de todo en la calle. Las peladas con los pelados. Tal era la confianza y el respeto que era de las que se iba con los muchachos a tirarse desde el puente Román. Igual tenían de respaldo a la prima Mayra, grandota y decidida: “al que venga con sus vainas le pegamos su trompada”.
Las primeras letras las aprendió en la escuela de banquito de la ‘seño’ Silvia Daza. Luego completó primaria en La Milagrosa y la Mercedes Abreu, como tantos de sus vecinos. El bachillerato, hasta cuarto, en el Panamericano. Todavía se arrepiente de no haberlo terminado, como muchas de sus compañeras. “Es que yo todo lo cogía de berroche. En la casa me pegaron un poco de veces por eso”.
Pero no tuvo novio del barrio. Quizás veía a sus amigos de la niñez más como primos que otra cosa, como la camada con la que creció. El primero fue a los quince, pero era una cosa más inocente que las de ahora. Se decían novios, pero no pasaban de un besito. “Ahora las peladas apenas crecen y ya tienen novio; nosotras, en cambio, sí que durábamos para coger marido”, dice. Al final, el que fue el padre de sus dos hijas, venía de Lo Amador. Algún día estaba en la playa, con otro bonche distinto al de ella. Lina fue a comprar un mango, se acercaron y empezaron a hablar. El resto fue historia. Una de las niñas murió pequeña y le quedó Verónica, con la que se después se amparó en la casa familiar. Su papá le procuraba la comida y ella trabajaba para conseguir el resto. Afortunadamente le gustaba ocuparse. Recuerda que le lavó montones de ropa a un grupo de baile. “No me pagues ahora, mejor me das lo de un par de meses”.
Por aquella época también comenzó a salir. “Mi primer baile fue a un grado de mi primo, y ahí ya me quedé bailando”. Fue asidua de los bailes de los Cucas Boys, de Los Cardenales y de algún otro club de unos sanandresanos cuyo nombre se le escapa. De muchacha los bailes eran tempraneros. A las diez de la noche -la hora en que en estos tiempos apenas la gente está encontrándose para salir- ellas ya tenían que estar en la puerta de su casa. Podían quedarse jugando y hablando hasta mucho más tarde, pero al frente de su casa. La cosa sí fue a otro precio cuando ya estuvo a cargo de sí misma y era madre de familia. Como a muchos otros del barrio varias veces le amaneció bailando y no era extraño que a las ocho o nueve de la mañana estuvieran yéndose a dormir.
Cuando nació vivían en el callejón Ancho. “A los 33 mudé para la calle del Pozo. De ahí, a la de Carretero, al Pedregal, de nuevo al Pozo, y de nuevo, aquí, en el Callejon Ancho”, rememora. Las muchas vueltas que a veces se da en la vida para volver al lugar de la infancia.
Manducos y cangrejos
Lo de la cocina -por lo que es conocida en el barrio- le fue surgiendo muy naturalmente. Su mamá era una gran cocinera, así como otras mujeres cercanas. “Me gustaba hacerme al lado para ver cómo lo hacía. Lo aprendí viéndola”. Su mamá, diestra en el asunto, le daba sus certeros ‘manducazos’ a los cangrejos, Pero ella no: “se me salían enteritos”. Lo bueno era la sazón de la mamá; lo malo, que la cocinera se quedaba con la mejor parte. “Si hacía kilo y medio de arroz, ella sola se comía como tres cuartos de lo que preparaba. ‘Ay, mamá, tú si eres hambrienta, le decía yo”, recuerda riéndose. Pero de una u otra manera, Lina iba aprendiendo. Alguna vez su mamá se enfermó y le pidió que le hiciera un arroz de cangrejo. Enferma y todo se le puso cerca, supervisando. Lina le pasó el plato terminado. El veredicto: “Niña, te quedó mejor que el mío”. Pasó poco tiempo antes que le dijera: “Niña, mejor cocina tú”.
La cocina no solo es su gusto, sino que puede ser la tabla de salvación ahora que la cosa está dura, más con la crisis del coronavirus. “Hace una semanas iba a poner una mesa de fritos afuera en la calle, pero nos pasó esto”, dice. Aunque siempre le ha gustado trabajar, la cosa no está fácil. Ahora vive con Verónica, el esposo de ella y los dos nietos, por lo que siempre hace falta con qué.
El otro gusto suyo es la bola de trapo. Más desde que “se inventaron lo de los equipos de mujeres” Ya la vista no le da para batear, pero es una especie de entrenadora, porrista y espectadora, todo al mismo tiempo. En la temporada se escucha su alboroto cuando hay que apoyar al equipo “¡Pónchala, pónchala, pónchala!” Su equipo es Las Poderosas, que ha salido campeón en tres ocasiones. ¿Sus rivales? Las Bad Girls. “Eso era ellas contra nosotras. Yo les decía a las muchachas que podíamos perder con cualquier otro equipo, menos contra ellas”.
Del barrio no se quiere ir por ningún motivo, pero ve que las cosas se ponen más difíciles con el paso de los años. “Creo que nos están sacando. No nos ha dado beneficio de la riqueza. Nos han perjudicado en todos los aspectos: las tiendas venden caro, el agua y la luz son más caros. No te remedias en este barrio”, dice. Aún así, como tantos otros raizales, persevera. De entre sus hermanos cuatro están fuera del barrio y dos, incluida ella, adentro. “Yo no quiero salir de aquí por nada de nada. Me duele ver que se hayan ido muchos vecinos, que se hayan perdido muchas costumbres. Yo lo que quiero es criar a mis nietos en mi barrio”.
Por estos días, como todos, está guardada en casa. Pero callejón Ancho es callejón Ancho: se asoma y ve a sus vecinos salpicados aquí y allá, en las ventanas, puertas y pretiles. A veces han intentado juntarse un poco, pero la policía los ha disuadido. Cada loro en su estaca. Agradece que hayan cerrado la plaza de la Trinidad justo antes de la pandemia, cuando no se sospechaba ni fue el motivo para hacerlo. No le gustaba ir en los últimos tiempo por lo llena que permanecía de turistas extranjeros apiñados por todos lados. “Gracias a Dios la cerraron. Imagínate que hubieran traído el virus”, dice pensando en el foco de contagio que hubiera sido para los residentes del barrio, muchos de ellos mayores de edad. Ahora sí, con la plaza despejada le gustaría pasar un rato, pero en cuarentena, ni modo. Ya vendrán otros días para volver a salir confiada al callejón y a la plaza que son suyos desde la infancia.