Foto: El Getsemanicense

Los Ballestas y el picó de Benigno

SOY GETSEMANÍ

En estas calles se conoció con Clemente Ballestas Barrios, que venía de Suan, en el Atlántico. Juntos levantaron seis hijas e hijos que vivían sin lujos, pero tampoco sin necesidades, pues Clemente era operario del Terminal Marítimo de Cartagena, que era un buen empleo en general, y el oficio de ‘Concha’, como le decían a Concepción, traía otros pesos a la casa.

 

Vivían de alquiler en una casa de la calle Lomba con un patio inmenso sembrado con flores de borrachero amarillo, unas campanas alargadas que siempre miran hacia el suelo. En el fondo del patio había unas casas accesorias cuyo alquiler era cobrado por Concepción para pasárselo luego al dueño de la casa.


Al lado, en cambio, la familia de Roquelina Baldiris, madre del gran Medardo Hernández, pasaba las duras y las maduras. Del otro lado estaban los Pombo Ramírez y al frente vivía don Emmanuel Vargas, cada uno en sus luchas pero todos unidos.

“La calle Lomba era una sola familia, todos estaban ahí mismo cuando hiciera falta y todos queridos con todos, no había problema de nada; nos ayudábamos los unos a los otros”. Quien recuerda esto es Benigno Ballestas Marín, protagonista de este relato y del recuerdo de muchos vecinos por su buen gusto salsero.

 

El jabón los unió// Benigno fue un buen muchacho, bachiller del Liceo de Bolívar y criado con juicio. Eso sí, para disgusto de Concha, le encantaba escaparse para lanzarse al agua desde el puente Román, como tantos otros amigos, y pasar el rato nadando allá, antes de que comenzaran los problemas ambientales de la bahía.

 

Muy joven Benigno se conoció con Mercedes: una muchacha de un carisma especial, querida por todos los vecinos y también nacida en Getsemaní, en la misma calle Lomba, frente a la casa de Juan Marriaga, el que arreglaba carretillas. Ella dejó su casa y se fue a la de Concha, con su joven marido, donde viviría hasta su muerte, que fue tan lamentada en el barrio y que contaremos un poco más adelante.

 

Mercedes empacaba jabones de la fábrica Lemaitre y Benigno era operario. A sus ochenta y un años Benigno recuerda bien dónde quedaba cada dependencia de la fábrica, con sus tres turnos para atender la demanda de tanto jabón, que tenían fama y mercado nacional y muy distintas referencias y calidades para atender la demanda. Ganaba dieciséis pesos y antes de casarse tenía que reservar dos para pagarle la comida que le fiaba Petra, en la plaza de la Trinidad.

 

Hoy sigue siendo un roble y todos los días atiende sus asuntos entre su casa de Blas de Lezo, la de su hija Yuris, en Los Caracoles, y una o dos veces al mes en Getsemaní, donde pasa a saludar a todos cuantos le conocen de aquella época.

 

“Trabajar en esa fábrica era duro, porque teníamos que entrar en las pailas del segundo piso a batir jabón, después meter el material en los moldes para regresarlos a cortar en dos o tres días, que hubieran enfriado bien; todo eso era un proceso bien grande”, recuerda.

 

Con el dedo gordo// Fue por esos años que Benigno se inventó lo del picó. Era algo casero, para escuchar música con la familia y los amigos. Ocasionalmente vendían cerveza y arrimaban algunos vecinos más. Hasta Concha a veces se ponía en modo festivo y se tomaba la suya. Lo llamó ‘Con el dedo gordo’ por un tema de la Sonora Matancera.

 

Eran los años 60, los del despegue de esos ritmos afrocaribes que terminamos por llamar salsa, pero que en realidad eran muchos. Desde la casa de Benigno, hubiera o no picó, se escuchaba lo mejor y lo recién llegado de esa música que estaba causando furor.

 

A Richie Ray y Bobby Cruz los fue a escuchar en Barranquilla, cuando apenas eran unos muchachos y a Celia Cruz la vio encaramado con otros obreros en los tejados de la jabonería una vez que se presentó en el teatro Padilla. Varias veces hicieron esa pilatuna para ver presentaciones y películas, pero la de Celia fue la más memorable.

 

“Aparte del picó en la casa teníamos un club de amigos que se llamaba ‘Los Pachangueros’, ocho muchachos del que yo era el mayor, con los que poníamos la música y nos divertíamos mucho en la calle Lomba; éramos muy populares en el barrio, todos nos conocían. Me acuerdo de Hernán Díaz, que ya falleció, y de otro al que le decían ‘El Quico’”, recuerda Benigno.

 

“Para las fiestas de noviembre yo me acostumbré a tirar buscapiés y los compraba en cantidad. Una vez, como a los veinte años, se me reventó uno en la mano y me dejó una falange bailando. En el hospital me lo curaron, pero no la amputaron sino que me la dejaron ahí guindando, como la tengo hasta hoy. Y apenas regresé del hospital comencé a tirar buscapiés otra vez: mi mamá se quería morir con mi desorden”.

 

Una despedida temprana// Así que antes de cumplir los veinticinco, Benigno era un hombre trabajador, padre responsable y picotero por afición. Habían perdido un bebé con Mercedes, pero habían tenido dos hijas más, Yuris y Yaneth. Las cosas iban bien.

 

Pero con el cuarto embarazo todo se complicó. Una infección de tétanos que no fue atendida correctamente y a tiempo se llevó a Mercedes, que aún no había cumplido los treinta años. Y también se llevó al bebé, que apenas sobrevivió unos cuantos días más por la misma infección. Fue una tragedia que el barrio sintió a fondo por la calidad de ser humano que era Mercedes y porque dejaba atrás una bonita familia que parecía tenerlo todo. “Nunca estaba triste y perdonaba rápido”, la describe de manera certera su hija Yuris, que la perdió cuando tenía siete años.

 

Por casualidad, poco tiempo después, a Benigno le adjudicaron una casa en Blas de Lezo y se mudó allí con las dos niñas. Trabajó primero como operario en la lechera Lesa y luego fue conductor en varias rutas de buses. Se organizó de nuevo y tuvo otros seis hijos, que hoy le agradece a la vida. “En total cinco hembras y tres varones que siempre me ayudan, incluso uno está trabajando en España y regularmente me envía un apoyo económico”, dice Benigno.

 

“Fue un tiempo muy bonito. Getsemaní siempre me hizo falta y todavía estoy yendo por allá; saludo a todo ese poco de gente, me siento en la Plaza de la Trinidad y todos llegan a saludar; todo el mundo me conoce, entro a las casas y saludo a todos, porque todavía hay mucha gente vieja, de la de mi época”, dice.

 

La herencia viva// “Yo heredé el temperamento de mi madre” nos dice Yuris en su casa de Los Caracoles, que compró con su familia justo antes de que comenzara la pandemia. Y aunque se fue del barrio a los siete años, se siente tanto de Getsemaní y Blas de Lezo por partes iguales. “En uno nací y en el otro me crié”, dice.

 

Creció escuchando el picó de Benigno y él fue quien le enseñó los primeros pasos de salsa. A los tres años, en medio del picó, bailaba alrededor de un sombrero al que los vecinos le echaban monedas, divertidos con sus meneos infantiles.

 

La verdad es que nunca se ha ido del todo. Tras la muerte de la mamá y la mudanza al nuevo barrio iba con mucha frecuencia a las casas de dos tías y de la extensa parentela que le quedaba en Getsemaní, comenzando por la abuela Concha, que las terminó de criar y mientras vivió fue la referencia femenina para ellas.

 

De todo eso le viene la afición por el baile y las comparsas. Hace parte de dos, que regularmente bailan y se presentan en la ciudad. Para el Cabildo de Getsemaní suelen cambiarse de vestuario en la escuela La Milagrosa, que queda en línea recta de la casa donde nació y donde hace muchos años viven Francia Martelo y Ángel Pérez Morgan, otros dos getsemanicenses de raíces profundas.

A veces va a caminar al barrio, a saludar las buenas amigas que dejó y a recordar el modo de vecindad que aquí conoció: el de una vida de puertas abiertas donde todos estaban pendientes de todos y en el pretil se pelaba la yuca y se despiojaba a los niños, mientras se conversaba con las vecinas, como lo hace ahora, sesenta años después, en la terraza de su casa donde conversa de casa a casa con la vecina o saluda al que pasó por la calle. Un pedazo de Getsemaní regado por Cartagena.

" “Para las fiestas de noviembre yo me acostumbré a tirar buscapiés y los compraba en cantidad; una vez, como a los veinte años, se me reventó uno en la mano y me dejó una falange bailando. En el hospital me lo curaron, pero no la amputaron sino que me la dejaron ahí guindando, como la tengo hasta hoy. Y apenas regresé del hospital comencé a tirar buscapiés otra vez: mi mamá se quería morir con mi desorden”."