Este veterinario llegó de muchacho y se enamoró del barrio y de una de sus mujeres. Junto a otros vecinos ha abanderado la transformación de su callejón, que desde hace algún tiempo tiene otro sabor.
“Mi tía vivía con sus tres hijos en la ‘extinta’ calle de Las Tortugas. Desde pequeños nos veníamos con mi familia a pasar el fin de semana en su casa. En la adolescencia nos vinimos para adentro de Getsemaní. Nos la pasábamos en la calle San Juan, en la Trinidad, con bonches de pelaos. De ahí en adelante el barrio me absorbió. Ya yo no me iba a donde mi tía sino que me venía directo para acá”.
“Un día de brujas, quizás en el 99 o 2000 llegué al callejón. Esa noche me fue mal: me pegué una borrachera, me quedé dormido, me robaron las sandalias, me raparon las cejas... Pero esa vaina hizo que me relacionara con muchas de las personas de la calle y luego ya me quedaba a dormir donde Yolanda Mendoza, cuyos tres hijos ahora son mis hermanos”.
“Teníamos un grupo al que le decían ‘Los casabitos’, como esos pasabocas que se conseguían en las tiendas: nos metíamos a cualquier fiesta sin que nos invitaran. A veces hasta resultamos en peleas. Fue una época muy loca. La universidad me alejó un poco, pero venía más los fines de semana. Después vino un período un poco oscuro para el callejón Angosto. Con parte de nuestro grupo nos metimos en vainas raras. Pero ahí está la fortaleza del guerrero: en poder salirse de eso. A uno del grupo le fue mal con eso y terminó preso. Los demás nos salimos”.
“A raíz de eso recapacitamos y comenzamos a trabajar en la recuperación del callejón. Es que eso ya daba era tristeza: no había niños en la calle, tú te sentabas una tarde y no veías a nadie. Con Lewinton Bustamente y mi esposa, Nayda Romero Mendoza, nos pusimos a pensar en qué hacer. Lewinton encontró en internet que en un pueblito de Portugal, con una historia muy similar a la nuestra, los habitantes y los comerciantes habían puesto unos paraguas, pintaron los andenes y las paredes, y en el piso pusieron grama sintética. De ahí en adelante pusieron sus mesitas y uno a uno fueron arraigando los negocios y se volvió una calle muy exitosa. Todo por el ansia de recuperar su espacio. Nos fuimos de casa en casa a vender el proyecto. Unas casas daban treinta, otras cuarenta mil. No alcanzaba, pero era un avance. En la primera compra trajimos apenas una docena de paraguas, que nos alcanzaron hasta donde Carmen Pombo: tres líneas de paraguas que nos llenaron de emoción. Y también nos llenaron el callejón. Todo el mundo tomándose fotos con esas tres líneas de paraguitas. Completamos toda la calle un 29 de diciembre. El callejón tomó vida otra vez”.
“Con esa nueva vida, nos empezaron a llegar propuestas de videos y grabaciones. Se volvió una calle obligada. Habíamos perdido muchas cosas que todavía no acabamos de recuperar. Por ejemplo antes, en Semana Santa, se repartían dulces, los niños sacaban su mesita para vender cincuenta o cien pesos de sus dulces de mamón, de papaya o lo que fuera. En ese tiempo mientras jugábamos ‘arrancón’ hasta la noche comíamos cuatro o cinco veces porque los vecinos traían sus comidas. Esa vaina se perdió. Antes de los paraguas había vecinos que ni se daban el saludo. Todo eso cambió. Es difícil describirlo, pero muy chevere sentirlo. La gente hizo suyo de nuevo el callejón”.