La calle Lomba que Medardo vivió en su infancia era una mezcla de carencias económicas, calles sin asfaltar, niños a montón, perros sin dueño, boleros y música tropical, gente bullera y amable. La felicidad, en pocas palabras, en medio de la Caldera del Diablo, como él llama para sus adentros a la calle de sus amores. Ha recorrido el mundo, pero en el fondo nunca ha podido salir de allí.
Roquelina Baldiris Alzamora, su madre, llegó a vivir muy joven a la calle Lomba en los años 40 y no volvió a salir de Getsemaní hasta sesenta años después, cuando se mudó al barrio de arriba. “Nuestra casa era bastante humilde. No había una nevera, ni televisor ni estufa. Menos una lavadora”, rememora Medardo, nacido en 1954.
Esa mujer, que lo crió con mucha firmeza, al punto de acoquinarlo un poco en su niñez, surgió desde muy abajo: “La suya una pobreza casi franciscana. Empezó vendiendo frutas de cosecha en la puerta de su casa. Como muchas mujeres de Getsemaní sacó a su familia adelante a punta de su propio trabajo. Unas ponían mesas de fritos, lavaban y planchaban ropa, vendían lotería, trabajaban en almacenes. Ella era analfabeta total. Podía confundir hasta los números. Pero desarrolló su mente y eso jugó un papel importante. Para mí, es una especie de Manuela Beltrán, de Policarpa Salavarrieta, de María Cano, grandes revolucionarias de Colombia. Una libertaria que hizo de su vida un fandango”.
Fueron cinco los hijos de Roquelina: Francia, Vilma, Nimio, Berlides y Medardo. De su padre, el tornero Medardo Hernández Herrera, le viene el ancestro de Bocachica, Ararca y Santa Ana y el parentesco con el campeón Rocky Valdez. También las vespertinas sagradas en el Rialto y Padilla, con su antesala de patacón y guarapo. En su singular fórmula de lazos familiares, Medardo también incluye como padre y abuelas de crianza a Rafael Armando Alvear Herazo, a Armanda Herazo, a Cecilia Villa y a la recordada ‘seño’ Lorenza Solano Matos, quien le enseñó las primeras letras. Pasaba más tiempo En sus casas que en la suya, sintiéndose protegido, sobre todo cuando su mamá, ya una vivandera de altos vuelos, andaba en sus viajes comerciales y se los dejaba a cargo.
Su mundo iba apenas un poco más allá de la calle Lomba y de los callejones Angosto y Ancho. A la Trinidad llegaba muy de vez en cuando y excepcionalmente al parque Centenario, a donde debía ir con mucho cuidado “porque la monda era casi segura. Getsemaní era un barrio caliente”. Los muchachos más grandes de la cuadra no lo dejaban participar de sus juegos, y cuando lo hacían era motivo de burlas.
Pero el alimento espiritual en las casas de sus abuelas adoptivas lo resarcía: pronto aprendió a leer el periódico y participaba en las conversaciones de los adultos. El niño endeble resultó hábil de mente, ágil en los pasos de baile y diestro para el tambor.
!Que baile Medardito!
¡Lo bien que le vino a aquel niño tímido entrar al conjunto folklorico Malibú! Desde los cuatro o cinco años ese era otro mundo para él. Unos ex bailarines de Delia Zapata comenzaron a ensayar en la casa de Clara Vargas. “Con ellos traían a unas pequeñas morochas muy, pero muy lindas. Yo sentía un amor platónico por una de ellas: Edelia González, La Michi”. Eran cartageneros muy arraigados que no habían querido irse con Delia a Bogotá y aquí fundaron el Grupo Folklórico Malibú. Con algunos ni´ños de Getsemaní y Papayal montaron el Conjunto Infantil Los Malibú. “Fue una de las mejores y más formativas épocas de mi vida”.
“Yo destaqué un poco, sin que los demás bailaran mal, y por eso me preferían cuando el grupo de los grandes tenía un contrato bueno. Y ahí La Michi y yo éramos el show, por ser los niños. A los nueve años viajé a Bogotá gracias al Grupo Malibu. ¿Tú sabes lo que es haber conocido el edificio de Avianca o el Palacio de San Carlos a esa edad? ¿Ver todo brillante en el baño de ese palacio, fragante y oloroso? ¡Hasta me quedé dormido adentro!”
“Nos rebuscábamos en las playas de Bocagrande, La Boquilla o en el desaparecido balneario Crespo Mar. Bailábamos cumbia o mapalé y luego pasábamos el sombrero. Muy ocasionalmente nos contrataban en el Club Cartagena, en el hotel Flamingo o el Caribe. Y rara vez bailábamos en los grandes buques de turismo”.
Era la sensación en los cumpleaños infantiles del barrio. “Baile donde Medardito no fuera era un baile malo. Las chiquillas querían bailar conmigo y no con mis amigos, con los que había cierta rivalidad por eso”. Siempre iba con la misma pinta pero eso sí, impecable. “Los zapatos ‘pepitos’ negros, los mismos de ir los domingos a la misa del colegio pero que mamá me embolaba muy bien para esas celebraciones; un único pantalón de paño azul que calentaba más que el carajo; y una guayaberita blanca. Ella me peinaba con un bucle que era un éxito con las niñas y me echaba un poquito de su propio perfume. Yo bailaba sobre todo guarachas como La Flaca Vitola. De ahí nació un poco la egolatría y la mala fama que me he ganado de ser exhibicionista. Es parte de mi ADN getsemanicense de ser aguajero”.
“Todo eso ocurrió en medio de una pobreza que nunca sentí porque nunca me faltó la comida, así fuera el ‘solo tren’: un plato de arroz con bastante achiote, un buen trozo de pollo, espagueti, una tajada amarilla y torta de casabe. Había que esperarlo el domingo hasta las cuatro de la tarde, después de haber desayunado apenas con un frito donde Tomasa Heredia. Eran días en que mi mamá quería descansar de la cocina y tomar unas cervecitas en el picó El Pachanguero, de Benigno Ballestas. Esa era la única comida grande de todo el día”.
Dejó de bailar con Malibú a inicios del bachillerato, por vergüenza de bailar en las calles por dinero. Igual, salón adentro se rebuscaba. Lo hizo durante cinco años en el colegio La Esperanza, uno de los mejores de la ciudad. “Allá estudiaban otros getsemanicenses, como el hijo de los dueños del Bazar Calcuta y también Oswaldo Ramírez Herazo. A Carlos Eduardo Villalba, Moisés Schuster, Celedonio Piñeres, o a Tony Morales, entre muchos otros, les vendía la ropa que mi mamá traía de sus viajes: medias brillantes, mocasines, jeans, suéteres Vanlon, gorras y todo eso que para ellos resultaba exótico y llamativo. No fui un alumno destacado, más bien del montón, pero sí con mucho recurso intelectual por la lectura independiente que practicaba desde pequeño”.
Su padre murió cuando Medardo cursaba el cuarto de bachillerato y ya empezaba a conocer cuanto metedero de salsa dura había en Cartagena. Roquelina seguía parada en la raya con su mano dura para que el muchacho no se le fuera a malograr. “El único argumento que tenía para conquistar a una chica que quizás no veía en mí un atractivo físico era invitarla a bailar en una discoteca, y ahí me gastaba parte de lo que me ganaba vendiendo mercancías”.
Justo en esos años finales del bachillerato y de la década del 60 hizo parte de The Happy Boys, un club de amigos, todos un poco mayores que él, fundado por Jorge Eliecer Gaviria. Desde entonces han seguido siendo amigos hasta que la muerte se atraviesa, como lo hizo hace unos meses con Roque Hoayek Martelo.
Un costeño en Tunja
Para estudiar una carrera optó por un destino aparentemente inusual: la Universidad Pedagógica y Tecnológica de Tunja, donde llegó a estudiar Biología y Química, pero terminó en Ciencias Sociales. El camino a aquella universidad andina lo habían abierto otros getsemanicenses antes que él, como Jorge Valdelamar o Jorge Venencia Pacheco, conocidos de Roquelina que allá se habían convertido en profesores prestigiosos.
El cambio de carrera se debió en buena medida al ambiente crítico de izquierda, donde comenzó sus pasos como miembro de Juventud Patriótica, el brazo juvenil del Movimiento Obrero Independiente y Revolucionario (MOIR), del que aún es militante y directivo regional y por el que se lanzó a la Cámara de Representantes en 2012, sin conseguir escaño. También ha sido directivo del magisterio de Bolívar y de la Federación Colombiana de Educadores.
“Mi vida en la universidad en Tunja fue muy intensa. Tanto que en el primer semestre me bautizaron como ‘El Primíparo Alevoso’. Llegue muy repelente y atrabiliario, Me ponía sacos sin camisa ni suéter debajo, como para coger una pulmonía; también collares y sombreros de toda índole. Me gané hasta la antipatía de mis paisanos”. Cambiar de carrera fue una salvación, por los profesores que encontró y el diálogo que podía sostener con ellos y con líderes estudiantiles. “Decidí cambiar la vida díscola que traía”.
Aunque se había encarrilado, no dejaba de dedicarle tiempo al arte y a la cultura. Alguna tarde llegó al último piso de la Residencia Femenina, adonde iba tras una paisana suya que nunca lo aceptó. Un grupo de danzas folklóricas estaba ensayando y él comenzó a señalar fallas y cosas por mejorar. Les cambió las coreografías del mapalé y de la cumbia. Al poco tiempo fue contratado como monitor de danza negra. Un amigo suyo era el profesor de danza en la Normal de Señoritas de Tuta, un pueblo cercano y lo recomendó como reemplazo, pues ya se regresaba para su tierra. Las monjas de ese colegio lo recomendaron a su vez con otros de Duitama, Sogamoso y Paipa. Descubrió que el Grupo Malibú de su infancia le había dado las herramientas para hacerse un espacio y generar unos ingresos razonables aún siendo un estudiante de universidad pública. Pero además hizo fama como organizador de semanas culturales para los colegios femeninos de más prestigio, que lo contrataban por un mes o mes y medio antes de esos eventos.
Y la música también lo ayudó en otro frente. Desde niño tocaba el tambor con destreza. Había crecido escuchando todos los ritmos tropicales que cada día salpicaban el aire de Getsemaní. Se convirtió en tamborero, cajero y tumbador de los grupos vallenatos que había en Tunja, pues allí estudiaban muchachos de Valledupar, de todo el César y la Guajira, Y también lo llamaron para un grupo de salsa llamado Los Hunza Boys. De uno de sus viajes a Cartagena les llevó un disco de un tal Joe Arroyo que entonces era jovencísimo. De ahí saltó a la orquesta Los Imperiales de Colombia, que tocaba en cuanta feria y fiesta grande había en el altiplano boyacense. Ahí era el hombre de las congas. “Por eso yo venero la percusión y tengo tambores donde viva”.
En vacaciones se compraba dos o tres pintas: los zapatos punta de bombillo, los pantalones bota de campana y las camisas de colores fuertes, para venir a vacilar con sus amigos de Cartagena, en especial los Happy Boys.
Con su primer matrimonio y todavía en Tunja, necesitaba más ingresos así que montó un kiosko de comestibles y hasta creó Chances El Meda con su lema: ¿’El giro no le ha llegado? ¿’El banco no le ha pagado? ¿Telecom está cerrado? Chances El Meda le resuelve el problema. “Esa vaina me hizo muy popular allá”, recuerda.
De Tunja regresó siendo otro: casado, con título profesional, comprometido políticamente, y con la primera de sus cinco hijos en dos matrimonios: Everly -abogada y diseñadora de modas- y Kelly Hernández Marrugo -organizadora de eventos, con estudios en administración de empresas-; Medardo Rafael -gerente de marketing y negocios internacionales-; Sebastián -DJ y productor musical- y Daniela Roquelina Hernández Franco -arquitecta de interiores-.
Su intensa vida de viajero, abogado y gestor cultural vendría después. Con el barrio siempre adentro, hijo eterno de la calle Lomba. “Mi vida en Getsemaní fue prolífica, de aprendizaje de lo bueno, lo malo y lo feo, aunque solo practiqué las cosas buenas que abundan en nuestras calles”.