“El mercado fue chévere, bacano. Recuerdo esa bulla, el desorden, los bultos que pasaban de aquí para allá, la tiradera de tomate entre los vendedores mamando gallo, se tiraban el tomate y le pegaban al que fuera, eso era sabroso. Ya eso no existe, ese mercado no vuelve más” recuerda Orlando Ríos, vecino del barrio quien en su infancia le ayudaba a su padre en una “colmena” del Mercado Público.
Desde su apertura en 1904 como el gran hito urbano de una ciudad que quería modernizarse, el Mercado Público tuvo una época de auge en la que ir a comprar allí era un asunto de vestirse bien y seguir normas de urbanidad. Con el paso de los años ya no había solamente productos de alimentación sino un amplio abanico que incluía tabaco, carbón, productos de aseo, joyería, ropa y calzado, herramientas y hasta algunos materiales de construcción. Guardadas las proporciones era como un almacén actual de grandes superficies, pero mucho más grande y atendido por una multitud de propietarios.
Pero se desbordó. Le quedó pequeño a una ciudad que creció desmedidamente. Al mismo tiempo se convirtió en un microcosmos que reflejaba la vida económica y social de Getsemaní pues en el barrio vivía la mayoría de quienes allí vendían y trabajaban. Además en su zona de influencia había una rica vida económica y de negocios. Estaba tan integrado al barrio que cuando fue trasladado Getsemaní perdió una buena parte de sus viejos vecinos, que poco a poco migraron a lugares más cercanos al nuevo mercado.
“El cambio del mercado vino con el crecimiento de la ciudad y tomó sus años. En el siglo XIX Cartagena creció lentamente, pero en el siglo XX se multiplicó por nueve, sobre todo por el desbordamiento de la mitad del siglo. Entonces en el mercado cada vez había más visitantes, negocios y la gente del rebusque. La ocupación del espacio público surgió por pura necesidad”, dice la historiadora María Teresa Ripoll.
Jaime Castro explica que “en ese mercado se encontraba de todo: carnes, pescados, cocos, arroz, lo que fuera. Los plátanos los desembarcaban del lado de la bahía, por la Bodeguita. Había partes donde se comerciaba el carbón, porque todavía no se usaba el gas en Cartagena. Había joyerías, zapaterías. Mi papá era abastecedor de carnes y tenía dos mesas dentro del mercado. Le ponía carne a los demás carniceros y les distribuía a los hoteles y restaurantes. Él se llamaba Rafael Castro y se iba al mercado todos los días desde las cuatro de la mañana, de lunes a sábado”.
Por su parte, Orlando Ríos recuerda los alimentos que “las cosas eran muy diferentes. Los productos eran cien por ciento naturales, traídos de los pueblos. Pero ahora no. Por ejemplo ese guineo que venden hoy es madurado a la fuerza. Sabroso era el que vendían acá que se maduraba bien. A la fuerza no hay nada bueno”.
“Ombe y ¿dónde me dejas los pescados que vendían? ¡Unos sábalos bien grandes! Aquí ninguno me puede decir que hoy en día coje un buen sábalo y si le pregunto de cuántos metros me responden que no son tan grandes. Recuerdo que con las escamas hacían cinturones y varios accesorios”, dice Ríos.
“Yo lo conocí estando muy chiquita. Sí me acuerdo que el edificio central había de todo. Era como entrar al Centro Comercial Getsemaní, algo por el estilo. Desde contrabando de Maicao, comidas, abarrotes y víveres. Las carnes y los pescados estaban bien ubicados, en frente de la bahía del Arsenal. Mi mamá iba a mercar con una canasta y estaba el chico que se la llevaba. Ella iba comprando, echando las cosas y al final le daban una propina”, cuenta Ripoll.
“Recuerdo mucho las carnicerías, las ventas de pescado y de tabaco. También se me viene a la mente el señor que vendía vara de mangle. Las usaban para las construcciones por su resistencia. Después quedaban las carpinterías. En la tarde atendían hasta las seis o siete de la noche, por supuesto, y la comida era más barata” cuenta Carlos Pombo, vecino del barrio.
“Mi familia eran de carniceros en el mercado, la familia Barboza. Yo soy la menor de la casa, no tengo muchos recuerdos pero sé que eran muchos tíos que eran carniceros y tenían colmenas aquí en el mercado. Yo estaba niña, pero me acuerdo que mi mamá de allá nos traía peto y bollo limpio” cuenta María Ortíz.
La explosión
Rafael Díaz, estaba en el mercado el 30 de octubre de 1965, cuando ocurrió la gran explosión que para algunos fue el comienzo del fin. “Como todos los sábados fui a comprar con mi mamá. Yo tenía unos 15 años. Estaba buscando un cuadro que mi mamá había mandado a enmarcar cuando de pronto se sintió una explosión pavorosa. No fue un tirito, ni un traqui - traqui ¡Eso se estremeció el mundo!”.
“Enseguida levanté la mirada y vi la nube inmensa, gigantesca de humo con polvo, pero además con basura, palos, con todo lo que arrastró la explosión. Después de lo ocurrido hubo un silencio absoluto y la reacción automática de la gente fue correr para el lado opuesto de donde pasó la cosa” cuenta Díaz.
“Los colmeneros quedaron en el dilema de abandonar sus colmenas con todas las cosas adentro. Ellos prefirieron quedarse y cerrar rápidamente sus negocios. Eso sí, la avalancha de gente corrió, pisoteamos las ventas ambulantes, había mucha gente que vendía que estaba tirada en el suelo” relata Díaz.
“Cuando pasaron varios minutos pasó algo interesante y es que la gente, al mismo tiempo, empezó a comentar lo que había pasado, a decir dónde estaban, qué estaban haciendo, qué les había pasado. Todo el mundo quería contar su historia” dice Díaz.
“Todo se volvió a paralizar cuando empezaron a salir los heridos. Los que podían hacerlo salían por sus medios: cojeando, arrastrando, bañados en sangre. Todo el mundo estaba blanquito, pero me imagino que era cosa del mismo cemento o la cal. Ahí, en ese momento, se capturó la dimensión de la cosa, y nos dijimos -Esto es una vaina grande-”.
Por su parte, Jaime Castro cuenta que “tenía unos seis años cuando la explosión. Me cogió yendo al colegio mientras pasaba por el parque Centenario. Mi papá estaba adentro, pero no le pasó nada porque la explosión fue en la entrada principal y los pabellones de carne estaban en la parte de atrás”.
Mientras que Carlos Pombo fue portador de malas noticias: “Cuando la explosión hubo varios muertos, entre ellos una señora del barrio con su hija y eso lo anunciaron por la radio. Entonces me tocó ir a Bocagrande donde su hijo y decirle que su mamá estaba herida por la explosión. No me atreví a decirle que había fallecido”.
“En el momento de la explosión yo estaba en la Plaza del Pozo. Cuando sonó el estruendo muchos pensaron que eran los cañonazos de los barcos de la Armada. Estábamos acostumbrados a sonidos similares pero al ver pasar los heridos del mercado para acá, entre ellos el señor Leyva que venía con el chorro de sangre por debajo de la oreja supimos que no era un cañonazo”, dice Pombo.
Con aquella explosión que dañó parte de la entrada principal y el ala derecha del mercado y que había sido precedida por un incendio tres años atrás (1962), empezó a dibujarse el fin del mercado, que terminó con el traslado a Bazurto en 1978, trece años después. Con él se fue una época irrepetible y buena parte de la vida económica que sostenía al barrio y eso se notaría mucho en los años siguientes.
Las razones del traslado
El mercado fue trasladado en enero de 1978 a la actual zona de Bazurto. “El alcalde era José Enrique Rizo Pombo. Él me contaba que estaban preocupados porque no sabían cómo hacer la mudanza para que no fuera un conflicto con los vendedores. Entonces su esposa le propuso: Mira, ¿sabes cómo puedes hacerlo para que la gente esté contenta y no te pongan problema? Hazlo con música. Ponles una banda aquí y en Bazurto. Y claro los ayudaron a mudarse y así se trasladaron. No hubo conflicto de ningún tipo. Hubo una preparación previa a todos, le mostraron la belleza de mercado para dónde iban. Además, en ese entonces los nuevos barrios estaban ubicándose alrededor de la avenida Pedro de Heredia”, comenta la historiadora María Teresa Ripoll.
Sobre el traslado se venía hablando desde hacía varios años, con propuestas presentadas al Concejo de la ciudad. El infarto de movilidad era evidente y también que se había quedado pequeño y desbordado para el tamaño de la ciudad.
En el libro Historia del Centro de Convenciones de Cartagena. Gestión y Nacimiento, escrito por el ex alcalde Rizo Pombo se narra desde su perspectiva lo que fue ese traslado y sus causas.
“El mercado público, por su localización, su función social, económica y urbana y su arquitectura, fue uno de los rasgos sobresalientes de la fisonomía de Cartagena durante tres cuartos del siglo XX. Cumplido su servicio vital por el inevitable cambio que exigía la evolución de la ciudad, tuvo que ceder su sitio a otro elemento de igual y, para muchos, de mayor importancia para la vida urbana y el beneficio económico y social de Cartagena pero de muy diferente función, el Centro de Convenciones de Cartagena de Indias”.
“En 1976, el mercado público tenía unos 2.000 puesteros, 1.988 para ser más exactos. Parte de ellos en el interior del pabellón principal y el de carnes. El resto en la parte exterior alrededor de los pabellones y a lo largo del espacio entre la calle del Arsenal y la bahía. Por el frente amenazaba con estrangular la vía que lo separaba del Camellón de los Mártires y a lo largo del muelle de los Pegasos se acercaba amenazantemente al centro amurallado”.
“En un proceso que venía ocurriendo desde hacía mucho tiempo, había una gran alteración en el registro de los adjudicatarios de todos los puestos. Los titulares vendían, cedían o subarrendaban sus puestos, muchas veces sin autorización o a espaldas de los administradores”.
“En fin, congestión, desorden, desaseo, invasión creciente de áreas vecinas. Todo complementado con secuelas como prostitución, proliferación de ratas, cucarachas y otras plagas, fuente de enfermedades y contaminación del espacio circundante y, sobre todo, del Surgidero, el recodo de la bahía conocido como “de las Ánimas”, al que se asomaban en la otra orilla el centro amurallado y la alcaldía de Cartagena desde cuando se instaló en el Palacio de la Aduana”.