Mirna Calvo Periñán: maestra de Cabildo

SOY GETSEMANÍ

En la calle del Espíritu Santo nació y allí se mantiene su casa de toda la vida, donde viven su mamá y sus tías. Es la misma calle de la escuela La Milagrosa, donde trabajó desde 1993 como maestra y gran gran animadora del Cabildo Estudiantil. Este marzo reciente se jubiló. Un buen momento para rendirle homenaje junto a una de sus compañeras, ambas maestras nativas getsemanicenses de la única escuela pública que aún queda en el barrio.  

“Nací en Getsemaní, en un mes de octubre de hace muchísimos años en una casa llena de gratos recuerdos. Ahí vivían mis padres y también mi abuelo con su familia. Era una casa muy espaciosa. Mi abuelo era maestro de obra y la construyeron con su hermano. Mi padre, Julio Calvo, era sandiegano y mi madre, Magdalena Periñan, getsemanicense de pura cepa, como mi abuelo, de una de las familias más reconocidas y que llevan más tiempo en el barrio”.

“Mis tías se fueron casando y algunas, quedándose en la casa paterna. Antes las familias acostumbraban a vivir juntas y mi abuelo no quería separarse de ellas. Como la casa era tan grande, mi abuelo le propuso a mi padre que le comprara una parte para que construyera la suya. Es que el patio era un gran solar, que tenía una salida a la calle a la que le llamaban “puerta del campo”. Lo que compró mi papá venía a ser como la tercera parte del lote original. Ahí acabamos de crecer todos, en un ambiente muy sano, al lado de nuestras tías y primos”.

“En ese patio nosotros podíamos jugar felices, sin necesidad de salir a ningún lado ni de buscar más amigos porque entre hermanos y primos éramos muchos. Jugábamos a la cuerda, al escondido, a la sortija tija tija, a la penca escondida Mis hermanos se demoraban haciendo caminitos para jugar a la bolita y cuando tenían lista la línea para empezar, yo se las había tapado del otro lado. Todavía nos reímos de eso. Yo era la más traviesa de todos. Pero también desde pequeña me crié con gusto por la educación. Me gustaba sentarlos a la manera del colegio y empezar a contarles cosas y enseñarles como si fuera la maestra”.

“Soy la mayor de los siete hermanos. Después de mí vienen Javier, Elías, Ester, Nasly, Elizabeth y Luis, el menor. Mis hermanos varones fueron muy activos en la vida de barrio y grandes amigos de los muchachos de la cuadra. Recuerdo, por ejemplo, a Jairo Narváez; a Robertico Salgado, que vive todavía en la misma calle; a Anibal, el hijo de la señora Esther María; a los señores Bustamante, que ya se mudaron del barrio; a los Caballero; y en la casa de la seño Idalia, que también es de la época, vive un hermano suyo. Se la pasaban jugando béisbol y existía entre ellos una inmensa camaradería. Era una de las calles más sanas de Getsemaní, que en esa época empezó a sufrir por el expendio y consumo de droga. Afortunadamente, y doy gracias a Dios, mi familia y otras del barrio no fueron afectadas por ese flagelo. Crecimos con ese problema muy cerca, pero no nos llegó a tocar. Mi padre nos crió con las leyes de antes, con el respeto, la autoridad y la obediencia. Y mi madre, una señora muy dulce, nos enseñó muchas cosas sobre Dios, sobre el amor Así crecimos y llegamos a ser todos profesionales”. 

“En nuestra cuadra también vivían los Zapata Olivella, aunque ya ellos eran mayores. Yo era una niñita, pero recuerdo que Delia Zapata hacía prácticas con su grupo de danza al frente de la casa, donde quedaba el antiguo Sindicato de Choferes, que toda la vida le perteneció al Distrito. Nosotros chiquiticos escuchábamos esos tambores que nos atraían. Después ella se mudo y allí se quedó su hermana y puso una tienda que se llamaba ‘La Dicha’. Nos poníamos a verlos bailar, pero nunca me anime no porque no hubiera querido, sino porque mi papá era muy estricto y tenía unas leyes que quería que tú las cumplieras: nosotros lo que teníamos era que estudiar”. 

“Mi papá era visitador médico de los Laboratorios Winthrop, los del Mejoral, el Asawin y esos medicamentos muy populares. Mi mamá se dedicaba a las labores de la casa y se encargaba de sus hijos. Entonces ese laboratorio pagaba muy bien y en la casa, a pesar de que éramos siete hijos, no nos faltaba nada. Sin lujos, pero teníamos de todo”. 


Profesora de pueblo y barrio

“Mis hermanos estudiaron en el colegio La Esperanza, en el Centro. Yo hice la primaria en la anexa a la Escuela Normal, en la calle Baloco. El bachillerato lo hice en el Soledad Acosta de Samper, que quedaba en la calle de la Media Luna y todavía es uno de los mejores colegios de Cartagena. Siempre fui una muy buena estudiante, pero ¡sí que me gustaba hablar!  Por eso era lo único que me regañaban. Al terminar bachillerato estudié los dos años de pedagogía en la Normal Piloto para tener el título de maestra superior. De inmediato empecé a trabajar y al tiempo estudié la licenciatura en Ciencias Sociales, en la Universidad Libre. Comencé en el colegio José Arnoldo Marín, en Ternera y seguí en otros dos colegios en los barrios El Prado y El Bosque”.

“Después, en el Omaira Sánchez Garzón, de La Candelaria me correspondió hacer una labor muy bonita porque los estudiantes tenían muchos problemas, no solo escolares sino familiares. Trabajamos no solo con los muchachos sino con sus familias. Hicimos muchos proyectos. Fueron unos tres años memorables hasta que me trasladaron al Centro porque estaban reubicando a los docentes para que estuvieran cerca de sus casas. Resulta que me asignaron al colegio Hijos del Chofer, frente a la casa de mi mamá y en donde yo crecí. Luego hubo otro traslado al Mercedes Ábrego -cuando funcionaba en la Escuela-Taller, en la calle de Guerrero-. Por fin, en 1993, me asignaron a La Milagrosa. Una de las grandes razones fue que doña Cecilia González, la rectora, que en paz descanse, fue a hablar a la Secretaría de Educación para pedir mi traslado. Duré muchos años al frente del área de sociales en los grados de Educación Media”.

“En los primeros años trabajando como docente conocí al amor de vida, Rodrigo Rodelo Vásquez, abogado de profesión y también docente. Nos enamoramos y formamos nuestro lindo hogar, del que nacieron Luis Alfonso, que es ingeniero civil, y Rodrigo, que es odontólogo. Con mi esposo y los niños vivimos un largo tiempo en la calle Pacoa. De ahí compramos nuestro apartamento en Papayal, donde terminamos de criar a los muchachos y hace unos diez años nos pasamos para el Pie de la Popa”. 


Un cabildo de muchachos

“Hasta marzo pasado estuve en La Milagrosa, gracias a Dios, haciendo también una labor trabajando con mi barrio querido, con los hijos de las personas que ya conocía, con mis vecinos. Desde el comienzo tuve una muy buena acogida y empecé a trabajar en el Cabildo, uno de los proyectos bandera de la institución educativa. Eso surgió cuando Gimaní Cultural sacó el Cabildo que ahora es tradición y se pensó que desde lo pedagógico se podía trabajar muy bien con ese tema. Empezamos a planearlo todo con la comunidad y Gimaní Cultural nos ayudó mucho, nos daban ideas y nos dictaban talleres”.   

“Realizamos un proyecto artístico con componentes pedagógicos en el que participó activamente toda la comunidad educativa. A los estudiantes los motivaba ver a sus padres desfilando, celebrando la Independencia con mucho cariño. Nuestro trabajo como profesores era reforzar esa labor de Gimaní Cultural y mantener vivas esas tradiciones, el sentido de pertenencia y también el rescate de la memoria histórica. El primer desfile del Cabildo Estudiantil se hizo por las principales calles de Getsemaní: Espíritu Santo, Pedregal, Media Luna, calle Larga. Llegábamos a la plaza de la Trinidad por la avenida del Matadero que ahora se llama del Centenario. Luego por la calle San Andrés salimos a la calle de Guerrero hasta llegar a la Trinidad, donde hicimos los bailes y las representaciones. Entre las primeras reinas que tuvo nuestro cabildo estudiantil estuvieron las hermanas Haissa y Eliana Hoyos Vega, nietas de la señora Lorencita, que vivía en la calle Lomba. Las reinas salían con su vestido pomposo, sus maracas y la acompañaba la corte del ritual del Cabildo con las danzas de la cumbia, el fandango y la gaita. Era muy bonito”.

“Mi esposo se pensionó como docente el año antepasado, pero sigue activo como abogado. Él me propuso entonces que también me retirara y que con las cesantías nos dedicáramos a viajar un tiempo, perdernos por el mundo. Pero estuve dándole espera porque me hacían falta cosas y no quería dejar a mis queridos estudiantes a la deriva por medio año. Siempre le tenía un pretexto. Y entonces llegó el 2020. Al comienzo dije: -En junio me retiro. Después de las vacaciones ya no regreso-. Pero vamos a ver que Dios dispuso otra cosa. Nos llegó el Covid y a mí me daba lástima dejar a los muchachos a mitad de camino en la pandemia. Decidí llevarlos hasta el final. Mi esposo me tuvo paciencia, pero terminando el año me dijo: -Dentro de poco nos vamos a vacunar y es hora de que pienses y te retires para ponernos a viajar y a gozar la vida. Nosotros ya cumplimos las metas con nuestros hijos y logramos llevarlos a donde están-”. 

“Yo también sentía el deber cumplido con mi compromiso de educar y orientar a mis niños y jóvenes. Pero con lo de mi retiro me decía: -Hay que organizar algo para que la tradición del Cabildo Estudiantil siga viva y siga mejor-. El rector Germán Gonima nos propuso hacer el cabildo virtual y organizamos un buen equipo de trabajo que se sumó a los esfuerzos que hacíamos con la profesora Maura Ruíz como responsables del proyecto. Ese cabildo virtual fue muy exitoso. Trabajamos con los muchachos con las distintas culturas que vinieron de África y cómo su huella nos llega hasta manifestaciones actuales como la champeta. Los estudiantes organizaron su cabildo- foro y lo expusieron virtualmente. Tuvimos algunos historiadores e investigadores y también presentamos el cabildo festivo virtual que trabajó la profesora Laura: los niños hacían desde sus casas las danzas propias con los vestuarios del colegio, que les facilitamos. Se recopilaron todos esos videos y al final se subió uno solo que los compilaba como presentación del cabildo festivo”.

“En La Milagrosa yo recién dejé de trabajar, pero no la voy a olvidar nunca. Al irme les decía a mis compañeros que va a ser difícil que se olviden de mí porque allá voy a estar siempre, así sea de voluntaria, porque amo a mi colegio y siempre estaré pendiente de colaborar con ellos”.  


Al mundo, por un rato

“Cuando estemos vacunados con mi esposo vamos hacer el viaje prometido y luego de eso voy a dedicarme a mi familia, sobre todo a mis nietas Gabriela Lucia y Helena Sofía, para darles todo ese tiempo que les quité. No he tenido oportunidad de gozarlas como es debido, menos este año que pasó porque con el cuento de la virtualidad no teníamos horario que nos alcanzara, atendiendo a padres y estudiantes hasta horas de la noche, en medio de clases, calificar guías, reuniones, consejo académico y todo lo demás. Yo les estaba robando ese tiempo a ellas, les quite su calor de abuela y me dije -Ya está bueno-”.

“Soy cartagenera pero primero soy getsemanisense. Este ha sido mi barrio toda la vida. Amo mi calle, amo a mi gente, nuestras costumbres y a mis estudiantes a quienes siempre llevaré en mi corazón. Aquí la gente tiene una solidaridad, los problemas de uno los vive el otro, el vecino esta pendiente de los demás, de cómo salir adelante. Hay alumnos que me dicen -Mire, seño, esta es una tía mía- y yo que conozco quién es quién en el barrio sé que no lo es, pero es que en Getsemaní todos somos una misma familia. Antes de la pandemia no me bastaba con ir de lunes a viernes a La Milagrosa sino que los fines de semana nos íbamos con mi esposo a la casa de mi mama y nos vivíamos esa vida de barrio: nos sentábamos en la puerta de la casa a hacer tertulia con los vecinos, íbamos a comer y a disfrutar de la gente jugando sus cartas y su dominó, del olor a la comida de las casas. Eso para mí es la felicidad”. 

 

Las fotografías de artículo y portada fueron tomadas por Rodrigo Rodelo Calvo.