Foto: Jaime Espinosa

Nemesio Daza: Getsemaní a ojo cerrado

SOY GETSEMANÍ

Si alguien conoce Getsemaní a ojo cerrado es Nemesio Daza. Por cosas de la vida perdió la vista, pero eso no le ha impedido que lo recorra con total confianza. Por la calle lo saludan: ‒¡Ajá, Nemesio!‒ otros lo detienen y le ‘maman gallo’. Fue electricista, panadero, carpintero y hasta preparó muertos por varios años. 

Le gusta vestir bien, tanto que sus amigos que viven por fuera le mandan tirantes para los pantalones y zapatos elegantes. Casi siempre se le ve sentado en algún pretil o en las bancas de la plaza de la Trinidad. Camina las calles del barrio apoyado por su bastón de madera. Se le ve sonriente y alegre. Sin embargo, reconoce que la vida de un ciego no es fácil, pero que aprendió a vivir bajo esa condición. 

“Yo nací y viví todo el tiempo en el callejón Ancho. Mi abuelo se llamó Fermín Julio, uno de los vecinos que más casas tuvo en Getsemaní. De niño estudié en el colegio de la Santísima Trinidad. En ese entonces el párroco era el padre Campoy. Él ayudaba a la gente muy pobre dándole ropa, comida y estudios. Recuerdo la panadería Imperial, en la calle San Antonio y a sus dueños, los Shuster. Ahí el padre compraba de doscientos o trecientos panes para los niños. Además, de Estados Unidos le mandaban leche Klim con trigo. Eso nos los daban de merienda, porque el colegio era doble jornada”, cuenta Nemesio sentado en una mecedora y mientras le avisa a su prima que el teléfono está sonando. 

“Nuestros entretenimientos de jóvenes era jugar a la penca escondida, a la latica y a la patilla. Yo nunca jugué baraja, pero sí había mucha gente que lo hacía. Otros se iban a los teatros a ver cine. Una anécdota es que al momento de comprar las entradas la taquillera nos tocaba la mano para que soltáramos la plata. Un día, se mete en el cubículo un amigo mío y le suelto la plata es a él, después me di cuenta que él fue quien me tocó la mano y peleamos”.

“Mis amigos del barrio eran Ufrán, Aristolito, Bartolo, Samir y Jesús Bethar, Armando Alvear, Fredy Gaviria y muchos otros más. Ellos me molestaban porque era monaguillo en la iglesia de la Trinidad. Me decían: ‒Salte de eso, ¿es que tú eres marica?‒ Un día iba con el traje blanco y me cogieron por la calle y me pintaron con atomizador el vestido de rojo. Nunca supe quién había sido, aunque me decían que fue Samir. Lo cierto es que el padre Campoy me suspendió”. 

“En la Media Luna quedaba la panadería La Espiga. Vendían avena y panes grandes con queso. Nos íbamos con cuatro amigos a comer allá. Había un muchacho que atendía y en el momento de pedirle la avena salíamos corriendo. En esas justamente me pillan a mi. Vino una patrulla y nos llevaron a San Diego. Mi mamá tuvo que pagar todo: -¿Cuánto?-, preguntó ella; -Señora, se comieron 180 pesos-.  Y mi mamá me decía: -¡Ahora me toca pagar el pan que nunca te has comido!-”. 

“Al puente Román íbamos a pescar. Yo le decía a mi mamá: ‒Mami, pon el arroz que voy por la liga y a las cinco de la tarde regresábamos llenos de pescado‒”. 


Trabajar desde temprano

“Fui creciendo y criándome en el ambiente normal del barrio, pero a los 14 años me tocó trabajar, porque la situación económica en la casa no estaba bien. Me rebuscaba vendiendo cebolla y tomate en el antiguo Mercado Público. Compraba los que estaban medio maltratados y los revendía. Hacía las pilas del producto y me sentaba sobre un cartón a esperar que llegaran los clientes”. 

“En el Mercado Público había un restaurante donde vendían comida de monte: guartinaja, conejo, carnero. También recuerdo al señor Dimas que hacía una de las mejores comidas en Getsemaní. Cuando hubo la explosión muchos negocios desaparecieron y más con el traslado a Bazurto. Acá llegó un señor paisa llamado Carlos Mario a montar una colmena en la calle de la Magdalena. Le fiaba a todo el mundo y todavía lo hace. Ese señor le ha servido mucho a Getsemaní con su granero El Centenario”. 

“Pasó el tiempo y luego me fui a trabajar formalmente donde un pariente, en el edificio las Tres Calaveras, haciendo estribos para la construcción de las columnas. Después laboré en temas de electricidad y aprendí mucho. De hecho, me volví un electricista muy bueno, como si hubiese salido de una academia. Después pasé a la Pepsi como supervisor de botellas y terminé en una panadería haciendo rosquitas”. 

“Mi mamá me dijo en un tiempo que no saliera y me quedé en el barrio, porque no quería que me la pasara tanto tiempo por fuera. Sin embargo, yo no me sabía estar quieto y me puse a confeccionar las abarcas ‘acaba mundo’ que tenían suelas de llanta y en la parte de arriba eran unas sandalias. Las llamaban así porque nunca se desgastaban por lo grueso del caucho. Venía mucha gente a comprármelas. Después se acabó la temporada, pero me mantuve activo y puse un taller de bicicletas en mi casa. Pero tuve un problema con mi hermanito porque él estaba jugando en el taller con una niña, en ese juego ella lo empuja y cerca había una mesa con una olla de leche caliente y le cayó eso encima quemándole el pecho. Por eso desistí de ese negocio”. 

“Luego conseguí un trabajo en Asyco, un almacén de electrodomésticos. Me empecé a vestir de una forma diferente. Le daba más plata a mi mamá y mi vida era otra porque ganaba un sueldo decente. Traté de buscar buenas amistades fuera de Getsemaní. Me empecé a vestir ‘soye’, con mameluco y afro. Empecé a vestirme así porque mis amigos lo empezaron a hacer. Nuestras pintas incluían pantalones de bota ancha y zapatos de marca. Entre nosotros competíamos con eso de la ropa”.  

“Con las noviecitas de la época íbamos a La Selecta en la Media Luna, que era una farmacia, pero además ahí estacionaban los buses interbarriales. Se convirtió en un punto de referencia. De ahí salíamos a las discotecas, que entonces abrían de las dos de la tarde a las ocho de la noche. Recuerdo que un día competimos bailando una canción que se llama La Torta y gané ese concurso. Me dieron tenis y otras cosas. ¡Ahhh y una botella de Ron Viejo de Caldas!”. 

“Finalmente me puse a trabajar carpintería donde el taller del señor Luis Venecia, en la calle Lomba. Aunque allí aprendí muchísimo, yo ya tenía noción del tema. Cuando inicié con eso también era el que llevaba la mercancía a los pueblos, entre ellos a Corozalito. Para mi no era ninguna carga porque yo estaba enamorado de la que fue mi esposa: Carmen Alicia”.

“Luego mi mamá murió. Me casé con Carmen Alicia y tuve dos niñas: María Eugenia y Marisol. María Eugenia tiene una niña y viven en Santiago de Chile. Marisol tuvo un niño y vive en Lorica”. 


El cajón vinotinto

“Un día hice un trabajo de carpintería en una funeraria. Él dueño me preguntó que si estaba dispuesto a estudiar para preparar muertos. Yo le dije que sí. Duré tres años en Bogotá y fui uno de los mejores estudiantes. Yo embalsamaba, hacía reconstrucción de rostro, le daba sonrisa a los cadáveres, maquillaje y peluquería. Hasta me metía en los cajones a dormir; un día llegó una señora como a las 11:30 de la mañana buscando un cajón para su padre. Yo la escucho llorar diciendo: ‒¡Ay mami, ese no, ese no mami!‒. Pasaba que en esa sala de velación había un foco que le decíamos mandarina, era grande para que se le viera la cara del cadáver. Las señoras llegan donde yo estoy acostado, en un cajón vinotinto, y dicen que ese era el indicado. Cuando prenden la mandarina, yo abro el ojo. Y esas mujeres empiezan a gritar: ‒¡Ay mami, está vivo!‒ y partieron vidrio y cajón y me suspendieron de la funeraria”. 


Guarapo sin hielo

“Yo notaba que mi vista iba fallando, pero asumí que era producto del cansancio. El 13 de noviembre 2001 me levanté y ya no veía nada. Me quedé ciego. Me cortaron los servicios. Me llevaron donde un médico y luego de todos los exámenes y pruebas, el hombre me dijo con sinceridad: “Amigo, a este guarapo se le acabó el hielo-”. 

“Mi reacción fue muy fea. Duré muchos días llorando, no salía. Pero llegaron unas amigas que son psicólogas y Julio Malo. Me sacaban a bailar a las discotecas del Arsenal y yo me emborrachaba. Me dieron ánimos y a ellos les debo mucho”. 

“Lo que más duro me dio fueron los postes; a veces me partía la cara. Era tanto mi sufrimiento que yo le decía a Dios, ‒Perdóname si estoy pagando algo malo que hice‒. “Hay gente mala que me pone obstáculos porque dice que yo veo y en realidad no es así. Pasa que tengo muy finos el oído y el tacto. Yo cruzo toda la carretera por medio del oído. Participé en un concurso de ciegos y quedé en primer lugar. Una de las pruebas consistía en identificar unas herramientas. Yo trabajé la carpintería aún en esta condición de la ceguera. De hecho, todavía lo hago. Ya no me buscan porque hay gente que dice que voy a dañar la madera, pero se equivocan. Trabajo mejor que muchos que sí ven”.

 “La ventaja es que toda mi vida viví en el barrio y me conozco todas sus calles. Y no solo las de Getsemaní sino las de Manga, Crespo, Cabrero y El Socorro. Soy independiente: en el día voy y realizo mis vueltas médicas. Vengo todos los días al barrio a la casa de mi prima Conchita, en el callejón Ancho. Por las tardes me siento en el atrio de la iglesia de la Santísima Trinidad o en algún pretil con mi amigo Iván Ríos y otros vecinos”. 

“La vida de un ciego es fea, nadie cree que yo la paso mal porque me río. Mi vista me hace falta, pero me siento bien”, concluye…. Sin embargo, todos los días se levanta y toma un transporte público para irse a Getsemaní desde el barrio Chile, donde vive con su hermana. -¿Pero cómo sabe dónde se tiene que bajar?-, le preguntamos. “Sencillo: durante el recorrido la buseta gira siete veces. En la última vuelta me bajo yo”.