Cinco hermosas matronas de Getsemaní que se representan a sí mismas y muchas otras, pero sobre todo, a una forma de ser del barrio. Las hay que criaron a hijos e hijas ajenos; las que fueron maestras de toda la vida y mantuvieron una especie de celibato que era una virtud para su oficio; las que crearon negocios de comida convertidos en leyenda y con los que levantaron a toda la familia; las que se encargaban de las procesiones y los ritos religiosos; las que se dedicaron a su propia familia y fueron un motor de cariño y buena vecindad.
“Vivir en Getsemaní en los buenos tiempos era como tener no solo una mamá sino diez, una en cada calle y en cada esquina. Las veía sentadas en la plaza, en las puertas de su casa, siempre pendientes de todo, sobre todo de con quién andaba yo, incluso los primeros noviecitos y poniéndoles las quejas a mi papá o a mi abuela. Sus casas eran de puertas abiertas, con mecedora en la puerta. Marcaron mi vida para siempre”, dice Francys Lorena Caballero, una joven profesional getsemanicense.
Rosario Morillo recuerda que “a los muchachos se les podía regañar pero ahora tú no puedes hacer eso porque te echan la policía”. Era un rasgo de crianza colectiva en el que las mujeres eran “la reserva moral, de valores y principios, que se transmitía por las mamás y las abuelas”, según nos dijo un conocedor.
Pero los rasgos de ese matriarcado no se limitaban a la crianza. Era algo más amplio y fundamental: se trataba de mujeres fuertes, independientes, económicamente activas, con voz y voto en las decisiones. Ya en 1992 los sociólogos Rosita Díaz y Raúl Paniagua lo caracterizaban así en un ensayo académico: “la importancia de la mujer (madre, abuela, madrina, tías) en los valores sociales, compartiendo el poder dentro de la vivienda y con la autoridad que le confiere el aporte al sostenimiento económico del hogar, terminaron por moldear unas relaciones matriarcales que son el punto de partida de toda la organización social y del conjunto de pautas de reconocimiento social de los getsemanicenses”.
Un rasgo fundamental es que nuestras matriarcas giraban alrededor de los otros miembros de la familia, no al contrario. Otro es que la mujer se reservaba la autoridad, mientras que el hombre mantenía el poder de puertas para afuera.
Algunas razones suman para explicar por qué el matriarcado de Getsemaní fue como fue. Una es que desde la Colonia muchos varones del barrio eran hombres de mar que viajaban largas temporadas en las que la mujer asumía la dirección integral de la casa. Una más reciente: como el hombre tenía varias mujeres, el manejo de la casa y el resguardo de la familia quedaba en manos de ellas.
Otra: con la migración sirio libanesa a Getsemaní las mujeres “turcas” atendían sus colmenas y otros negocios propios. Eso les daba una independencia económica extraña para el resto de Cartagena. Y no solo ocurría en el viejo mercado. “Algunas mujeres eran echá’ pa’ lante y ponían su mesa de frito y así criaron y sacaron mucha gente adelante”, dice Carmen Pombo. Otra explicación: hay una herencia de los cuagros de la cultura afro, como la de Palenque, con generaciones solidarias en las que se generan ciertos liderazgos, donde la mujer también juega un papel clave.
“Como todo lo tradicional y bonito de Getsemaní ellas son una especie en vía de extinción. La mayoría de ellas murieron o se han mudado. Se han dado casos de las que se han mudado y han muerto a los pocos meses, quizás como producto de las nostalgias de estar lejos de su terruño, de su tejido social, de no poder sentarse en la puerta a saludar al vecino. Pero de crecer en medio de estas mujeres fuertes, luchadoras, dicharacheras algo se le tiene que pegar a uno”, dice Francys Lorena.
Ana Rebollo de Castro
“Yo me casé de quince años en el 42. Desde entonces no he salido de la Plaza de la Trinidad ni de la calle de Guerrero. ¡Si hasta viví diez años en el balcón en la esquina de la plaza! Después me pasé para esta casa que mi esposo compró por 15 mil pesos y donde criamos a nuestros hijos, que fueron todos varones y estudiaron en la universidad. Al primero lo tuve a los dieciséis años. Era psicólogo, pero me lo mataron en la Plaza de la Trinidad. Otro estudió administración de empresas y Jimmy estudió turismo, pero ahora tiene siete años de tener su restaurante. Todos muy buena gente”.
“Mi esposo se llamaba Rafael Castro y tenía veinte años cuando nos casamos. Cuando tenía doce años el tío que me crió me mandó a trabajar a una fábrica donde hacían unas bolitas de hilo. Ahí ganaba como 150 chivos a la semana, que era plata. No trabajé ni un año porque ya mi esposo, que abastecía carne en el mercado, comenzó a enamorarme. Desde que me conoció fue dale, dale hasta que por fin caí. Entonces me dijo: -No vas a trabajar más-”.
“Recuerdo que antes existía la retreta: una banda con música de bombo. Íbamos a las ocho de la noche, bien arreglados y acompañados. Cuando se terminaba la orquesta mi cuñada, mi sobrina y yo cogíamos para el cine. También hacía unos bailes muy buenos en la casa. Tenía una radiola y eso era echar ron pa´fuera. Traíamos una orquesta y celebrábamos en esta sala”.
“Antes había lo que llamaban la casa cuna, donde ahora queda el Dadis. Las mamás dejaban a sus hijos ahí y se iban a trabajar. A mí me dieron varios niños para criarlos. A uno lo cogí como de ocho años y se fue de diecisiete, después una muchachita y se fue más grande”.
“Después de que mi esposo dejó de trabajar en el mercado se me dio por poner un restaurantico allá atrás. De pronto fui llenándome diario hasta con más de ochenta personas. Eso duró como diez años, pero ya mi esposo se enfermó y no pude seguir por atenderlo a él”.
“Siempre me gustó ser católica y la misa. Ahora no puedo ir porque estoy mal de las piernas, pero todos los domingos me traen mi hostia, leo muchos salmos y los evangelios. Para Semana Santa íbamos a las iglesias. Las comidas de esos días eran pescado frito, salpicón de bagre, arroz de coco, majuana, sopa de pescado… En el barrio teníamos la buena costumbre de que tú mandabas y yo te devolvía”.
Esther María San Martín de Amador
“Tengo 85 años y nací en la Plaza del Pozo. Mi madre murió cuando yo tenía tres años y no alcancé a conocerla. Me contaban que tenía el pelo liso y la piel blanca. También que era muy servicial y dedicada. Me mudé al Callejón Angosto al que llamaban el ‘Quinto Patio’. Yo todavía estaba pelá. Uno de mis hermanos me quería llevar para San Antero, en Córdoba, pero la vecina que al final me crió no aceptó y sugirió que me quedara con ella. Me puso en el colegio de banquito. Después en el de la madre Guillermina, en la calle de Guerrero. Terminé hasta cuarto de primaria”.
“En el 65 empecé a vender frutas y también carbón. Quité ese negocio y me fui a vivir a la calle Lomba a vender almuerzos. Mi marido nunca pudo conseguir un buen trabajo y no tenía plata. Me tocó sacar adelante a mis tres hijos. También crié a Tatiana, una niña que tenía como 14 años. Sus hijos me dicen abuela”.
“El negocio lo comenzamos en el 75 y duré con él más de cuarenta años. ¡Bastante comida que vendí en el barrio! Todos llegaban allá. Siempre fui servicial con la gente. Muchos se me disgustaban porque llegaban y la comida se había acabado. -"¡Ay, yo venía para acá pensando en que el almuerzo iba a estar bueno!". Pero a las dos de la tarde llegaban los carretilleros, los vendedores de frutas y a ellos sí les guardaba su almuerzo. “Esther María no tengo plata". -No importa lávame los platos o ralla el coco y yo te doy para la comida-. Cuando terminaba la jornada yo lavaba mi piso, la terraza y me metía para allá dentro”.
“Inicialmente se llamó Refresquería Esther María, pero luego le engancharon ´Sábado Lomba´, porque había un equipo que ese día jugaba allá y era prácticamente un Real Madrid. Era lo mejor. Después le empezaron a decir Esther María Show, porque se acababa la cerveza y la comida y la gente decía “Esther María es un show”, nos cuenta Aníbal, su hijo.
“Mi esposo tenía muy bonitos detalles pero nunca tenía plata pa’ comprar esto o lo otro y por eso yo no podía deshacerme del negocio. Cuando la gente se empezó a ir del barrio me tocó recortar la ración de los alimentos. Siento que es un honor que me recuerden tanto. A veces quiero llegar allá, pero me pongo cabezona y triste. Yo quiero ir. Siento mucha felicidad y a la vez nostalgia”.
Rosario Morillo
“Mis hijos todos han nacido en este barrio que amo con el alma. Me encanta Getsemaní. Es único. Yo nací en Barú, pero de allá me vine a los seis años a la calle de las Chancletas. Al principio vivíamos con mi madrastra y mi papá, que tenía una colmena en el mercado donde vendió coco mucho tiempo. De ahí me mudé al Pedregal, plaza del Pozo, viví unos días en el callejón Angosto y ahora estoy viviendo en el callejón Ancho, donde llevo doce años. Isabel “Prende La Vela” vivía aquí al lado. El barrio me lo conozco de pe a pa”.
“Mi niñez fue diferente a las demás porque yo era huérfana. Más adelante viví donde Lina, la mamá de Jesús Acevedo, porque me hizo el favor de tenerme en su casa. No fui una niña que esperara la Navidad, que tuviera sus papás que le compraban juguetes. ¡No, no! Mi niñez fue muy triste y solitaria pero, bueno, de todo eso uno aprende a valorar las cosas”.
”Getsemaní toda su vida ha sido un barrio de juegos: antes se usaba la tablita, las cartas, los dados. Y la policía se ponía a corretear a los hombres. También ha sido un barrio de canciones que me llevan a esa época como Aunque me cueste la vida, de Alberto Beltrán ¡inolvidable! Otras de Celia Cruz, Nelson Pinedo o Bienvenido Granda. A todos ellos los conocí en el Teatro Padilla”.
“Recuerdo mucho a un señor que le decían “El Ñaña”, ese señor fue el que empezó con las rifas o sorteos de comida. Él cogía una ponchera grande y le metía arroz, azúcar, leche, café, carne. Se la cargaba y salía a las calles diciendo: ña ña, ña ña y todo el mundo le compraba su lotería”.
“Getsemaní se conocía porque la vida pasaba en la puerta de la casa; todos se ponían a rayar el coco en la puerta; la niña se iba para el colegio y la peinaban en la puerta de la calle y si tenía piojos ahí mismo se lo sacaban; y si íbamos a comer, también lo hacíamos en la puerta”.
“El barrio lo hacen sus costumbres, sus ideas, su gente. Me duele la transformación que ha sufrido porque ya no veo a la gente de mi edad. Salgo a la calle y lo que veo es puro extranjero. Me da tristeza. En medio de tanto cambio y poca gente que va quedando del barrio lo que hacemos es juntarnos para hacer resistencia. Los hijos se nos unen y ahí la cosa va quedando en la descendencia”.
Carmen Pombo
“Tengo 68 años. Nací en el barrio y he vivido en varias de sus calles. Estudié hasta quinto de primaria en un colegio de banquito donde la seño Silvia, que me enseñó a leer y escribir. En la calle Lomba viví hasta los veintipico de años con mi familia. Nos fuimos un tiempo a Piedra de Bolívar pero no duramos mucho porque no nos hacíamos al barrio. Volvimos al Pedregal. Me mudé con Inés Gaviria, una comadre de mi mamá que tenía una hija con la que al final me quedé. ¡Duré más de treinta años viviendo en la calle Lomba con las Martelo Gaviria! Para entonces mi mamá estaba grande y me necesitaba porque mi hermana no estaba aquí y me vine para acá. Mi papá era pensionado del terminal y yo le administraba su plata y todo eso. Mi mamá también. Él murió a los 58 años por un infarto”.
“Toda la vida me he dedicado a la casa. A veces hago comida y la vendo pero no con frecuencia. Soy soltera, nunca he estado casada. No tuve hijos, pero sí mis sobrinos que son una bendición de Dios y son muy buenos conmigo. Ellos me dan lo que necesito. Antes, cuando aquí había muchos niños me llamaban y me decían mi nombre completo: -Carmen Pombo, Carmen Pombo-. Los niños de antes me respetaban mucho, pero ya se han ido, han crecido”.
“A mi me gusta todo del barrio. Recuerdo mucho cuando jugaban lotería. Donde mi abuela la jugábamos con personas mayores o nosotras más pelás allá en la esquina del Rincón Guapo”.
“En los tiempos de antes el barrio era muy bonito, muy familiar, se contaba con los vecinos y uno podía durar en la puerta hasta tarde porque no pasaba nada. Aquí se repartía la comida: el vecino me mandaba y yo le mandaba. Todo eso se vivió aquí, no había reparo de nada. Si la gente se enfermaba el vecino estaba pendiente noche y día. Esos tiempos no vuelven más porque los pocos getsemanicenses viejos que quedan se cuentan con los dedos. A veces me acuesto y me pongo a pensar en las familias que quedan”.
“Recuerdo el comienzo del Cabildo de Getsemaní, cuando ya se estaba yendo la gente del barrio. En los primeros cabildos uno se arreglaba temprano y se iba para la Plaza de la Trinidad para encontrarse con esos vecinos viejos que se habían ido. Uno se alegraba de verdad con eso”.
Mercedes González Ortíz
“Tengo 92 años. Yo no nací aquí en el barrio, pero sí vivían mis tías. Llegué como a los nueve años o quizá menos. En esta calle de La Pacoa había muchas casas accesorias y ahí vivíamos. Después no recuerdo a dónde nos mudamos, pero desde entonces siempre hemos vivido en esta calle o en la del Espíritu Santo”.
“Estudié en la calle de Guerrero en una escuela de banquito. Después estudié en una Escuela Normal. Me dediqué a mi profesión de maestra, que ejercí en el barrio Santa María toda la vida, desde el año 1955 hasta que me jubilé a los 65. Mis alumnos me decían seño Merce. A veces ni los reconozco porque los dejé de ver chiquitos”.
“Con el padre y otras señoras que ya han muerto organizábamos las procesiones de San Roque. Se iniciaban con una novena completa y el 16 de agosto era la fiesta, el día de la procesión. También pertenecí a los consejos parroquiales de esa iglesia, con el padre Pedro Nel”.
“La Semana Santa se celebraba desde el Domingo de Ramos. Vendían los ramos y el padre los bendecía. Después venían los días santos. Yo arreglaba el monumento donde colocaban el Santísimo. El viernes se hacían ceremonias especiales. El sábado había una muy significativa, la del cirio pascual, donde se prendía el fuego y se apagaban las luces”.
“Al lado del Teatro Colón quedaba el Círculo de Obreros, el director de entonces, el padre Salazar, murió en un accidente. Funcionaba como un centro de enseñanza. Por ejemplo aprendían a coser y se les pedía una cuota para que fueran pagando la máquina. También allá funcionaban las madres católicas”.
“Yo participé en el rescate del cuadro ‘Las Ánimas del Purgatorio’, que fue pintada en el 1800 y algo por Pedro Tiburcio Ortíz, de mi familia. Tuvo su descendencia pero pasó el tiempo y al final ya sólo quedaba un tío mío vivo. Un día pensé en el cuadro, que tenía un hoyo bien grande y me dije: -eso lo terminarán botando ¿quién va a guardar esa cosa tan grande?- Al final se lo llevaron a Bogotá y lo restauraron. Cuando regresó se hizo una gran fiesta. Ahora está a la derecha de la entrada de la iglesia de la Santísima Trinidad. Yo siempre he estado pendiente de él porque su restauradora, Yanet Molina, me dijo que deben limpiarlo con algo de pluma. Pero como ya no puedo, aprovecho cada vez que voy a la Trinidad”.