Más que una panadería de barrio era toda una industria panificadora que repartía sus productos por el resto de la ciudad. En la calle San Antonio, sus aromas llenaban la cuadra desde las cuatro de la mañana, cuando se escuchaba el ruido de los carros de balines cargados de pan. Al final de la tarde solía repartir algunos excedentes entre los niños que se acercaban. La leche fresca la traían de la finca y el pan era tan bueno -en especial el de sal- que la gente del barrio hacía fila. Por los años 70 patrocinó un equipo de baloncesto muy competitivo en la ciudad. Fue un deporte que los hermanos Schuster practicaron mucho en sus primeros años. También patrocinó equipos de béisbol juvenil y de mayores. Duró 56 años en el barrio. Todavía están en pie los restos de la factoría en el amplio lote de la familia.
La creó el inmigrante judío de origen polaco Jacobo Schuster en 1928, como Panadería Alemana, en la calle de Las Palmas. Después la movieron para la calle Larga, frente al edificio Ganem, donde vivía la familia. La última locación fue la de la calle San Antonio, donde se puso la industria abajo y la casa de habitación en el segundo piso. Hacia 1943 le cambiaron el nombre a Panaderia Imperial. Sus hijos José e Isaac Schuster tomaron muy jóvenes el mando de la exitosa panadería. La madre venía de una rama muy erudita de la familia. Isaac la recuerda siempre “o trabajando o leyendo”. Y es que la panadería era un negocio que los obligaba a laborar los 365 días del año, incluso 25 de diciembre o primero de enero, que eran los mejores días de venta.
José rememoraba aquellos años 30 y 40: “En el barrio todos éramos amigos, no había diferenciación alguna entre los habitantes, no importaba si eran blancos o negros. Era un barrio decente. Yo repartía el pan a las cuatro de la mañana con mi hermano mayor. Salíamos con el saco en el hombro a esa hora y no nos pasaba absolutamente nada-”, según recogieron María Clara Lemaitre y Tatiana Palmeth en su libro El último cono donde desembocan los vientos. Todavía los mayores de la ciudad recuerdan los furgones verdes en que se hacían los repartos grandes, pintados con el logo y el teléfono para los pedidos.
Jacobo, nació en 1897. Los años 20 fueron difíciles para los judíos polacos y estaban emigrando por el clima político y social. Jacobo logró sacar a su padre, Joseph, a Nueva York. Después, los cupos de salida se habían agotado y su única opción fue viajar escondido en un buque hacia La Habana (Cuba) en 1925. Allí montó una panadería, que era el oficio de sus mayores. Al llegar a Cartagena, en 1928, se instaló en Getsemaní, donde la familia se aclimató bien y Jacobo asumió fácilmente muchas costumbres locales, como llevar a sus hijos cada domingo en bus al estadio de béisbol, deporte que no se jugaba en Polonia y que aprendió en un dos por tres. Después del partido regresaban a comerse un buen bistec en un mesón de fritos del barrio y entraban luego a los viejos teatros. Isaac recuerda una niñez sabrosa en la calle, jugando béisbol, bolita de trapo o trompo con los vecinos, de quienes jamás percibió la menor discriminación por cuenta de su religión u orígen.
La exitosa panadería les dió margen para otros emprendimientos como una fábrica de paletas, una jabonería, una marroquinería, un taller de metalurgia, una finca ganadera y otra para cultivar algodón. Jacobo, en paralelo, les ayudaba a otros inmigrantes judíos expulsados de Europa por el nazismo, a quienes iba a esperar personalmente en el puerto. Luego los alojaba de manera provisional y les daba empleo en alguno de sus emprendimientos. Después, gestionaba con contactos en otras ciudades colombianas para buscarle oportunidades de establecerse definitivamente. Resulta curioso que por los mismos años (1926) una inmigrante también judía y polaca -abuela de los hermanos cocineros Rausch- fundara en el barrio Las Cruces, en Bogotá, otra Panadería Imperial, que todavía subsiste.